Es el comienzo de una novela. Aprovecho la fuerza del foro, y vuestro tantas veces demostrado buen ojo crítico. No pido árnica, ni elogios, pero sí que veáis cosas que a buen seguro a mí como autor se me escapan. gracias.
Palmiro de la Oca
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El lector arrepentido
Novela
“Importa poco ser sabio con los necios o cuerdo con los locos: hay que hablar a cada uno en su propio lenguaje”.
Baltasar Gracián
La otra noche soñé que había incendiado una égloga de Garcilaso. El fuego calcinó a dos pastorcillos, Salicio y Nemoroso, y ardieron decenas de hectáreas de endecasílabos. En el sueño, Gregorio Samsa era mi primo: un mal bicho. Antes de que el incendio estuviera sofocado, telefoneé a Juan Boscán y, junto a él, me personé en la comisaría del barrio, donde tras declararme culpable involuntario de la quema, acusé a Kafka de torturador en serie, al tiempo que interpuse una querella criminal por plagio reiterado contra Homero. Al despertar pensé que estaba peligrosamente enfermo de ficciones.
Me levanté, como acostumbro, cuando rayaba el día. Había sido una noche revuelta y tejida de pesadillas. En algún momento estuve convencido de que iba a morir y de que mi alma se fundiría con la de Shakespeare. Después me vi elevado a la categoría de Dios, hecho Verbo en infinitivo, todopoderoso y abrumado de soledad. Cuando salté de la cama, me estudié en el espejo, con miedo de haber sufrido una dramática metamorfosis, pero tenía la misma cara de otros días. Cara de funcionario sin atributos.
El espejo es una vieja obsesión. A ratos me gusto, me encuentro semblante de hombre tocado por la gracia física, sin embargo, en la primera ojeada matinal no suelo verme favorecido y reniego de mi rostro, porque encuentro en él la huella de un profundo fracaso existencial.
Como cada día, durante el afeitado recé la oración literaria:
“Escritor nuestro: Capote puesto; significado: Capote quitado. Padre Cervantes, tú que estás en la gloria, no mires las faltas de sintaxis sino la gracia de nuestras metáforas...”, etc. Hasta llegar al último suspiro: “creemos en Calvino, hacedor y dador de lluvias y trepador por los árboles de la fábula; creemos en Marcel, músico del tiempo ido; en Kafka, notario de infiernos, y en Joyce, el Homero que ve. A todos rogamos, ahora y en la hora de nuestra obra, amén”.
Recé, como siempre, pero, ese día todo sería nuevo. Estrenaría el mundo. Me quitaría las gafas de lector obstinado y sólo tendría ojos para el paisaje de la vida, y oídos para la música que esa misma vida derrocha generosa. Llevaba semanas dándole vueltas a la idea y por fin había adoptado una resolución. Con la firmeza de quien decide dejar el tabaco, tomé la determinación de abandonar la lectura. Las pesadillas de la última noche habían terminado de convencerme: ni un libro más, ni tan siquiera un párrafo: estaba alcoholizado. El color de la mañana, en su hermosa sencillez, me esperaba al otro lado de la puerta. Para evitar tentaciones quemaría los libros, pero eso sería después, porque en ese instante me moría de ansiedad por poner un pie en la calle. Entré en el dormitorio, le di un beso a Alicia, mi mujer, y me fui a darle un mordisco a la vida.
Iba en calzoncillos, descalzo y con una chaqueta amarilla abotonada de arriba a abajo. Cuando pisé la acera me sentí gozosamente libre. El sol de finales de verano lucía radiante, ligero y grato. Caminé plácidamente, despreocupado de quienes me salían al paso, lo que experimenté como una novedad, porque, de suyo, soy una persona obsesionada por la mirada ajena. Esa mañana, con el peso del “qué dirán” suprimido, era como si flotara en la levedad de una sensación aneja a la felicidad. Nadie me miraba, cada uno iba a lo suyo, metido en sus negocios y arrastrado por sus pensamientos. Comprendí de repente el absurdo en que había vivido durante años, sometido a una dictadura externa, que en realidad sólo estaba en mi cabeza. También Sartre se había equivocado en eso (pensé), el infierno no son los otros, el infierno es un nido de culebras que uno lleva consigo en su propia cabeza, en ese germen de errores y fantasías que sirve para colocar el sombrero.
No lamenté el tiempo perdido, sino que celebré el venidero, que arrancaba aquella jubilosa mañana de septiembre. Mientras caminaba me brotó una idea: no me limitaría a arrumbar mi febril vida de lector; daría a la imprenta un libro, sólo uno, en el que descubriría las trampas de la literatura, las arteras maniobras de que se sirven los clásicos para permanecer en el podio de la gloria; las mentiras que desde Homero a nuestros días jalonan el universo falsario de la creación verbal. La idea me había llegado envuelta con el regalo de un título. El libro se llamaría Las letras del crimen.
La alegría sólo me duró un instante. De repente sentí miedo. Me vi en el centro de la diana de cientos de malvados autores. Allí estaban desde Virgilio a Baudelaire, por poner sólo dos ejemplos entre una inacabable lista de facinerosos y delincuentes a quienes habría que colocar un universal “Se busca”, y para quienes no imaginaba final más justo que el cadalso. Naturalmente, el lúgubre don José tampoco escaparía al merecido, reflejado en su propio apellido. Pero, ensoñaciones aparte, quien estaba en peligro y literalmente espantado era yo: de mi boca no podía salir una palabra sobre el proyecto si no quería que los desalmados escritores me arrancaran la lengua. Mi mano zurciría la obra a oscuras, en una habitación sin libros ni sombra de perfume literario, salvo que quisiera arriesgarme a quedarme manco.
Sacaría el ensayo a la luz con seudónimo o, mejor, como un escrito anónimo, como El Lazarillo, como tantas creaciones que no vinieron al mundo para alimentar el ego de sus autores, sino para servir al público de enseñanza y entretenimiento.
Uno de los novelistas más temidos por mí es Kafka, el creador del infierno contemporáneo: un infierno sin salida, esperanza, ni sentido, en contraposición con el averno medieval de Dante, que se rige por reglas morales. Un espectáculo dantesco es terrible, una realidad kafkiana es invivible. Por eso yo no temo a Dante, sino a Kafka. Me horroriza su prosa fría, seca y notarial, tan desangelada. Luego pensé en la pesadilla: ¡Qué absurdo! Y, sin embargo, qué lógico. Si Gregorio Samsa hubiera caído en las manos de Cervantes, éste le habría restituido la dignidad de hombre. García Márquez hubiera transmutado su rareza en ingenio y habría hecho de él un mago. Pero en poder del malvado y resentido Kafka, mi infeliz primo estaba condenado a transformarse en un espantoso escarabajo. ¡Dios nos libre del jodido checo!
Liberado por un momento de la sombra literaria, la que quería enterrar, me propuse jugar a guardia urbano. Colocado en medio del gran tráfago automovilístico saqué del bolsillo de la americana un silbato, y acompañé los pitidos con la retórica gestual al uso entre los policías de tráfico. El experimento no duró más de un par de minutos, porque el claxon de los coches formó un concierto infernal, y yo soy poco amigo del alboroto. Coches, mucho ruido y pocas nueces, símbolo idiota de este siglo desdichado (pensé). Y me retiré a la acera donde continué el paseo matinal.
En este punto me sentí un ente ficcional arrancado de las páginas cervantinas y transportado, paródicamente, a esta época fronteriza entre un mundo viejo, de raíz literaria, y otro que nace, antirretórico y de corte informático. Un pobre sujeto perdido entre dos siglos, errante y sin el suficiente juicio como para interpretar las claves de una realidad en cuyas aguas hondas y a menudo turbias no hace pie. Me ahogo, con frecuencia, porque no sé nadar. Pero no es eso lo único que no sé. Tanto ignoro que podría cambiar el Blanco de mi apellido por un No Sé. Un solo sé que no sé, hasta alcanzar el redondo: sólo sé que no sé nada. Pero no llegaré a tanto, porque me faltan motivos y reconocimientos para ingerir la cicuta. A alguna juventud tendré yo que corromper antes de merecer el laurel que coronó la existencia del cristianísimo Sócrates, ese amigo invisible con el que tanto he reído y a quien envidio su don natural para el verbo, su genio de campeón dialéctico. Campeón también en fealdad, Picio de los siglos, sólo que al serme invisible, su cara no interfiere en nuestra fecunda amistad.
En estas andaba cuando me crucé con un conocido, un simple, un peatón dubitativo, chismoso y contemporáneo, que se detuvo para interesarse por mí. Persuadido como estaba de que no debía pronunciar una palabra si quería mantener la integridad de mi lengua, me limité a emitir sonidos guturales. Ante la extrañeza del otro, y cuando calculé que no me quedaba otra salida, arranqué a correr, dejando plantado al perplejo interlocutor. Sin reparar en ello había desembocado en el parque en el que casi a diario voy un rato a rellenar las verticales del crucigrama del periódico. Las horizontales suelo completarlas en la oficina. En el parque me siento en un banco, donde me comporto como lo que soy: un ejemplar ciudadano y un escrupuloso empleado bancario, uniformado con un discreto traje y una corbata de colores vivos. Esa mañana obvié los bancos y me acomodé en el césped. En seguida cambié de posición y opté por tumbarme. Y ya tirado sobre el verde me desprendí de la chaqueta y comencé a revolcarme entre jocoso y lascivo. Después me quité los calzoncillos y sentí el infinito gusto de hacer el amor conmigo mismo. Realicé la gimnasia del sexo mientras me servía de musa una mujer de mediana edad, sentada en un banco y con la falda ligeramente alzada hasta una posición que me resultaba tentadora. Eyaculé como un fauno y, desnudo como estaba me di un paseo por el parque en busca del alivio refrescante del agua. Para entonces el sol septembrino de mediodía pegaba con fuerza. El mundo está bien hecho (me dije), Guillén tenía razón. Sí, Guillén, Guillén, ¿de qué me sonaba a mi éste? Sin duda lo había consumido, me lo había metido entre pecho y espalda, pero en ese momento se me desvaneció. Guillén tenía razón. De acuerdo, concedamos, para él su razón. Yo habría apostado doble contra nada a favor de las líneas del aire, el color de los árboles y la gracia adolescente del estanque, de forma que al carajo Guillén. En ese momento escuché una sirena de la policía que se acercaba con su canto rabioso y pegadizo. Me supe perdido, aunque por fortuna nadie podría encontrarme un móvil. Carezco de ese sombrío injerto.
Por primera vez vivo en presente. Estoy internado en un albergue, palacete o venta levantada en un villorrio del sur de Madrid. Durante una semana me tuvieron en un caserón del centro de la capital, sometido a todo tipo de aberraciones y experimentos químico- terapéuticos, pero para mi suerte, los profesionales se tragaron el anzuelo de que estaba loco de remate, de forma que me trajeron hace veintitantos días a este dorado exilio sureño donde las cosas empiezan a tomar otro cariz, aunque los indoctos especialistas no se olvidan de la farmacopea, la mixtificadora chatarra neoliberal y protocapitalista que a fin de enriquecer a unos pocos bribones nos envenena a la mayoría. Con todo, voy respirando, voy encontrándome a mí mismo, un sujeto que se llama aproximadamente Fermín Blanco. Aquí me han traído, aquí pienso quedarme durante una larga borrachera de tiempo, con parsimonia, pues el medicamento me lo voy a tomar trago a trago. Correr, ¿para qué? Sólo cabría huir de la muerte, sin embargo en la seguridad de que aquélla ha de encontrarnos cualquiera sea el camino por el que tiremos, más vale quedarse en el centro del laberinto, cantando y cuando sea posible tomando el sol, como un Borges menos ciego y más generoso para con su propia envoltura mortal que el bonaerense. Si me las doy de futurólogo y pretendo aventurar cómo estará estructurada la sociedad, de qué forma circularán los libros o cómo serán las guerras dentro de un siglo, seguro que me equivoco. Sólo tengo una forma de hacer diana, de apuntarme un signo en la quiniela, y es afirmar que dentro de cien años se habrá cerrado el paréntesis de mi paso por esta vida, abierto en 1955. Sin duda, para entonces seré un “que en paz descanse”. En 2100, Fermín Blanco habrá muerto. Esa certeza contribuye a darle un sentido a la mañana de este otoño bonancible y, bien mirado, gracioso. Soy casi feliz. Me queda la adicción libresca, esa desventura que recorre mis afanes biográficos. Como no me gusta pecar de crédulo, reconozco que desengancharme de la maldita droga será oficio de titán, sin embargo aquí estoy, sin apremios, sin otro anhelo que curarme. Imagino que algún día podré hacer frente a la realidad sin una dosis de papilla libresca. O, en el peor de los casos, me agarro al clavo de la segura muerte. Cuando ella venga, me tomaré un apetecido descanso eterno, aunque, que nadie se equivoque, no tengo interés en que la musa negra adelante su viaje, y, por lo más sagrado, ni se me ocurre salir en su busca o facilitarle el trabajo. Al contrario, me gusta tanto la vida, respiro con un sentido tan profundo el presente que me llega a borbotones a este gozoso lazareto, que soy casi tan feliz como un muerto. Me toco y no me siento.
Heroica acostumbro a llamar a la droga que consumo y me consume, en lo que se me alcanza no pasa de ser un juego de palabras naif, pero así soy yo, naif, candoroso y delicado, como una pieza de porcelana sentimental, revieja y hermosa. Tengo clasificados dos tipos fundamentales de toxicomanías de libro: la señalada heroica y la mística. Lógicamente existen otras múltiples sustancias literarias, desde la epicúrea a la quimérica o a la moralina. También entre los compuestos químicos hay quien se coloca con el pegamento o con el éxtasis, con la marihuana o con el crack, no obstante, los dos tóxicos mayores de este género son la heroína y la cocaína, por este orden. Si hubiera que quedarse con un solo narcótico, y siguiendo la doctrina del insigne científico señor Falcet, la verdadera reina de las drogas sería la heroína. En el mismo sentido, la diosa de las sustancias librescas es la heroica, el veloz y atormentado caballo que recorre la historia de la literatura universal, el jaco ciego, lúcido y alucinado que inventa, burla y mata, que crea, deleita y encadena.
Yo estoy medio curado de la mística, pero enfermo, a cuerpo entero, y a pensamiento completo, de la heroica.
Me viene a la memoria el comienzo de un poema de Horacio. Suena así: “¿Por qué soñar tan vastos proyectos en una existencia tan corta?”. El celeste Horacio derrocha por todos sus poros sustancia heroica. Prescindir de la droga de los contemporáneos es relativamente fácil, pero alejarse de la boca venerable de los muertos es asunto de mayor traba, laberinto custodiado por el Minotauro.
Aquí he conocido a Olegario Mosca, contemporáneo, gordo sin complejos y mentecato prudente. El buen hombre, que no es del todo bueno, pero está muy lejos de ser un malvado, es burgalés, periodista, cincuentón y soltero. Apenas hemos mantenido un par de conversaciones y con su agudeza crítica, a todas luces original, me ha estigmatizado como un autor virgen. Ha añadido que no sé lo que me pierdo, que publicar es una orgía y para corridas las de tinta. Yo le he respondido, muy digno, que virgen, sí, pero autor no, que lo que he sido durante toda mi vida es un lector muy dotado, prolífico hasta lo superlativo. El hecho de que ahora quiera convertirme en un ex lector no desmerece mi biografía. A mí, leer me parece una labor aristocratizante, en tanto que escribir se me antoja una gimnasia precisa, pero indicada para plebeyos, así se lo he dicho, para que se fastidie. Olegario Mosca que, ya de por sí publica frecuentemente, dado su oficio, en los periódicos, ha dado a la luz cuarenta y tantos libros sobre las cuestiones más diversas, ha prologado en torno al medio centenar de obras y ha puesto su prosa al servicio de catálogos de exposiciones pictóricas, e incluso de las notas sindicales de empresa. Así me lo ha confesado, sin que una brizna de rubor haya cruzado por su cara. ¡Hay gente para todo! El mundo será zafio, pero es vario y, cuando se tercia, ameno.
- Ahora estaba escribiendo una novela, vamos un novelón. Yo creo que iba a reventar el mercado, y, mira por dónde, me he vuelto majara. Espero que la cosa no sea seria, porque a mí estar aquí rodeado de locos, con perdón, me resulta humillante. En fin, a ver cuándo me dan el alta... y termino la novela. Ya verás, ya verás, dará que hablar – arguye Olegario.
- Lo siento, ya te he dicho que me he propuesto desengancharme – le replico.
- Ah, eso a mí no me importa. Con tal de que compres el libro, lo recomiendes, y lo regales a tus amigos, tengo. Si además me entrevistan en televisión y en radio, y los críticos escriben que soy el nuevo Julio Verne, miel sobre hojuelas.
- Acabarás comprándote un yate.
- Para eso sirve la literatura, ¿no? Porque con el periodismo no hay manera de salir de pobre.
- Alicia, mi mujer, también es periodista. Trabaja en la radio, tiene una voz preciosa, ¿sabes?, y un talento, que no es porque sea mi esposa...
- Bah, el periodismo, como dijo Hemingway, o un tío suyo, lo mismo me da... El periodismo es hermoso con tal de dejarlo a tiempo. Así que dile a tu mujer que escriba una novela, que pegue el pelotazo y a vivir.
- A Alicia no le va la narrativa. Si acaso, me la puedo imaginar escribiendo poesía.
- Que se ahorre el esfuerzo. Con los versos no se hace rico nadie. Además, vigílala, porque a cierta edad, a las mujeres cuando les entra la fantasía lírica es que quieren acostarse con algún ganapán.
- Te advierto que con su cara y con las piernas que tiene, si quiere liarse con alguien, Alicia no necesita el truco de los versos.
- Pues más a mi favor. Vigílala, no seas tonto.
Madrugar no es problema para mí, de manera que cuando a las ocho la voz dulce de un hada nos invita a dejar el cálido refugio de las sábanas, soy el primero que sale de ese barco nocturno. Y lo hago con alegría, incluso no pondría reparo a que la diana se adelantara una hora. Los días del otoño son cada vez más cortos y mi vida social en el centro va ganando en intensidad, a medida que aumentan los amigos y conocidos. Y eso sin contar actividades como la gimnasia o los ejercicios de concentración, que me han supuesto un descubrimiento, a mí que hasta hoy no había practicado otra gimnasia que la de caminar ni más concentración que la de perderme en las páginas de Virgilio, o en las de Góngora.
- Conforme paso un día sin leer, me noto más sano. La falta de libros me cura - le comento a Olegario.
- Por eso yo tengo una salud de roble. Porque nunca he perdido el tiempo leyendo otras cosas que las necesarias para documentarme y escribir mis asuntos. Que a Manrique se le murió su papá, pues que Dios lo tenga en su santa gloria. También yo me quedé sin mamá y sin abuelos, y no ando por ahí dando la murga con coplas. Las pocas veces que la gente lee, lo que busca es diversión. ¡Allá penas!
- Mosca, eres un iconoclasta.
- Lo que me pasa a mí es que, sin estar completamente católico, que en ese caso no estaría aquí, tengo algunas más luces que tú. A mí lo que me interesa es escribir y las cosas que leo son las novedades del día, pero igual que hablo con mi portero y con la señora de la frutería y no se me ocurre irme al cementerio a platicar con mi abuela o con un tío que era muy ingenioso pero lleva cincuenta años muerto. Bien está que los estudiosos lean a cadáveres como Quevedo o Séneca, pero la gente normal, hombre, por Dios, don Blanco...
- ¿Y para ti qué son los libros?
- Ah, yo en eso no me complico. Yo escribo como quien juega a la lotería, con la esperanza de que me toque el premio gordo de un best-seller y me haga millonario y famoso de una vez, pero... está visto que rey Arturo sólo hay uno.
- Cervantes murió pobre, Valle lampaba a ratos, el pobre Galdós...
- Pues peor para ellos, que se pasaban de inteligentes y no llegaban a listos. Es que hay que saber vender el producto. ¿A que a Cela no le ha faltado nunca un buen manjar en su mesa? Y te cito a Cela porque también es un buen contador de historias, ¿no?
Hoy he trabado conocimiento con Rosa. Es una muchacha que ronda la veintena. Hermosa y delgada como un silbido o como una musa de la pasarela, tiene la obsesión de desnudarse de continuo, sin que venga a cuento. Cuando está conmigo reprime esa fijación, y a cambio de no deshacerse de la ropa, se entrega a apasionadas conversaciones.
- Mire usted, don Blanco, yo tengo un secreto.
- Si no me apeas del usted no pienso escucharte.
- Me da lo mismo. Hay tús y hay ustés y usted es un usted por mucho que a usted le moleste. Y, además, se lo digo en señal de consideración.
- El usted me hace viejo, Rosa. Y me pone canas.
- Usted no es viejo, sino maduro y muy interesante. Y, además, no irá a venirme con el cuento de que si le llamo de tú se le borran las canas.
- Prueba. Hay que creer en los milagros.
- Verá usted, don Blanco, yo estoy loca, o esquizofrénica, como dicen aquí, pero no tanto. De modo que ya está bien. Yo le decía...
- Que tenías un secreto.
- Sí, ¿quiere saberlo?
- ¡Claro!
- Soy un personaje de novela.
- ¿De qué novela?
- Eso no puedo decírselo.
- ¿Y es usted feliz?
- Se ha vengado. Ahora usted me devuelve el usted.
- ¿Y cómo quieres que le hable a un personaje de novela?
- Hagamos un trato, los dos de tú. ¿Vale?
- De acuerdo, trato hecho.
- Con usted, digo contigo, da gusto. Eres tan comprensivo.
- Rosa, ¿y eres feliz en la novela?
- Bueno, depende, va por capítulos. Pero mi narrador tiene muy mala sangre. A veces me pega, y otras me acosa sexualmente.
- Suele pasar.
- ¿Sí?
- La mayoría de los narradores están partidos por el mismo patrón. Es un gremio de resentidos y amargados, los hay que cuando les duele el estómago o tienen una pelea en casa matan de un tirón de pluma a media docena de personajes. Se creen Dios, y lo peor es que, con frecuencia, tienen razón.
- Vaya, yo que pensaba irme a otra novela...
- Vente a la vida, Rosa.
- ¡Ay, para eso no sirvo! ¿Qué voy a hacer yo en la vida?
Aquí todos me llaman don Blanco, menos los guías, que me conocen como Fermín. Me encuentro a gusto, porque en un sitio como éste está uno quitado del frío, los ruidos y la sintaxis diabólica de la calle. Puede que en el fondo sea un lugar un poco triste, como un estanque que recoge biografías rotas, así y todo, dentro de estas paredes la existencia adquiere una lógica. Es como si el relato recobrase sentido, después de muchas páginas de historia sin argumento.
No oculto que a veces me asaltan ideas extrañas. Siento como si fuera el personaje principal de una novela maravillosa, creo notar también que el narrador tiene predilección por mí, de forma que los compañeros que me rodean son personajes secundarios de la trama. Claro que quizá sean fantasías mías, después de todo no hace ni un mes que estoy intentando desengancharme del caballo embravecido de la heroica, y es normal que me asalten los fantasmas. ¡Ni que hubiera sanado ya! Hace solamente media hora me he atizado un fragmento de Montaigne que es jarabe de palo. Así no me curo, pero cómo vibro con el divino franchute. El tío pinta un cuadro sobre los cementerios que te entran unas ganas invencibles de irte a vivir a ellos, y eso que yo aquí no estoy mal, pero todo se puede mejorar. Al final, en el romántico ocaso de mis días, quizá profese la fe católica y me integre en las filas de los padres fossores, esos benditos que habitan junto a los camposantos, aunque de momento me conformo con leer al podrido Montaigne. Si tendrá razón el maravilloso ensayista, que él mismo lleva cuatro siglos muerto. Acertó el pronóstico, adivinó su fin, y el mío, y el del necio lector que se cree inmortal, el muy majadero. Cadáver gustoso me siento, compañero de nicho de Montaigne y de Nietzsche, incluso de Ciorán, más reciente, pero muerto eterno al fin, como todos los muertos de la tierra. Como Nabokov, como Juana de Arco, como Indalecio Prieto, como Viriato, como el Cid, como Manolete, Manolo Caracol y el emperador Calígula. Me retiro a dormir, en buena y perfumada y cadavérica compañía, en la certeza de que moriré por unas horas, ¡y quién sabe si por siempre!