Cuando irrumpe en tu vida una nueva persona, se producen una serie de cambios, muchas veces, inapreciables. Se acomodan en tu vida hasta convertirse en una nueva rutina de forma sutil, sin que te des cuenta. Es lo que ocurre cuando te acostumbras a frecuentar lugares a los que nunca antes habías ido. O cuando cambias el camino de vuelta a casa por ir acompañado... Y empiezas a dotar de significado a los lugares. O cuando descubres que la línea de autobús deja muy cerca de su casa.
Tienes que acostumbrarte a quedar siempre en el mismo lugar. De repente, debéis sincronizar vuestras rutinas y amoldar vuestros relojes. "Hoy, que salgo a las cinco y tú no tienes nada que hacer, quedamos para ir al cine, ¿vale?" Está bien, estupendo...
De repente, debes acostumbrarte a sus gestos, a una mirada, hasta el punto en el que sea completamente familiar y la chispa del reconocimiento te inunde, aún viéndolo de espaldas en la lejanía. De repente, debéis acompasar vuestros pasos al caminar, para mantener las cabezas paralelas en una conversación rodeada de bullicio.
Y ocurre, también, el milagro de las manos, que deben reconocerse y encontrarse siempre. La primera vez que las coges, las tuyas deben comprenderlas y sentirlas como parte de sí mismas.
Ocurre también que te abrazas y la posición de tu barbilla varía en comparación con recuerdos de abrazos a otras personas. Ocurre cuando os miráis frente a frente y examinas sus pestañas, los pequeños detalles y defectos de su piel, el color de cada una de las estrías de su iris.
Ocurre cuando te besas y la carnosidad y la apertura de sus labios no es igual a la recordada. Entonces se produce el reconocimiento, y el recuerdo anterior es inmediatamente sustituído por el nuevo...
Y para entonces, ya se habrán producido tantos cambios lentamente (a veces para bien, a veces para mal) que te costará comprender cómo has llegado hasta aquí. Pero todo comenzó cuando decidiste cambiar de lugares, de gente, de línea de autobús, ...