Érase una vez un niño que un día decidió hacer un largo viaje.
Larguísimo.
Pensó él, que al ser un ardúo y largo trecho hasta Ilusión, su corazón se resentiría, y decidió confiárselo a un hada.
"Toma, guárdamelo hasta que vuelva, por favor", y el hada asintió con su cabeza, rodeó sus manos con el calentor de las suyas, le dio un beso en la mejilla y cogió su corazón.
El niño se puso a andar, armado de esperanza.
Tras un largo camino de cuatro días, el niño llegó a Ilusión, donde descansó y disfrutó de las vistas y los preciosos parajes del lugar.
Todo brillaba con luz propia; todo, ahora, tenía sentido, para todo había ahora un porqué...ahora que era feliz, ahora que estaba lleno de esperanza, plenitud y pasión. Era un sentimiento que le producía un bienestar que parecía no poder cesar jamás.
Tras ostros cuatro días de reposo, partió de vuelta hacia su casa, mas esta vez, el camino que se le hizo largo pero placentero, se tornó grisáceo y frió, helado.
Al llegar al lugar donde el hada resguardaría su corazón hasta su vuelta, congelado, tiritando, arrastrando nieve en sus pies, sorprendido por completo no creyendo lo que veían sus ojos, vió como el hada tiraba su corazón al helado suelo, y mientras éste se hundía en la espesa nieve, el hada miró al niño y le dijo: "no puedo seguir guardando tu corazón, pues hay otro que me atormenta, debo dejarlo".
Y mientras el corazón seguía hundiéndose, ella desapareció tras un manto de copos de nieve.
El niño no podía creer lo que veían sus ojos: aquel hada tan buena, cariñosa, tierna...rompió en segundos todo lo que él había edificado en su pensamiento.
Se echó a llorar, excavando en la nieve, cogiendo su corazón. Pero era ya tarde para él; las astillas de hielo se le habían clavado hondo, la escarcha lo cubría por completo, empezó a sentir un frío rotundo en su interior, brotando de su pecho, helando su alma, sus huesos, su carne, su piel, su llanto, su tez, su boca, helando su voz... Y el niño, tendido en la nieve, acurrucando fuertemente entre sus brazos su corazón, murió.