Recuerdo aquél día en que la brisa corria fria por la playa. Paseabas despreocupada y jugueteabas con las crestas espumosas de unas olas que rompian enfurecidas sin poder alcanzarte. Las manos refugiadas en las mangas de un cálido jersey de lana virgen y un tibio rubor en tus mejillas. Batallando con el persistente mechón de pelo que intentaba alcanzar tus labios.
Aquel día yo hice un castillo sobre la arena. Con altas almenas , que protegieran mi tesoro de la furia del destino incierto. Y un foso de agua salobre lo rodeaba para impedir que el abismo del mundo agreste entrara a perturbar la paz, que dentro, buscaba un poderoso caballero curtido en mil batallas.
Pero aquel señor, desde lo alto de su torre, veia como el mar le amenazaba. Y se sentia sin fuerzas para salir de su refugio y presentar batalla. Tales eran las heridas que , aun abiertas, a su templo lo aprisionaban.
Pero a la noche la súbita subida de la marea acabó con el sueño moldeado en la arena. Fragil y pretencioso, que un dia pretendió desafiar al mar y este lo enguyó sin dejar rastro.
Y tú, sin embargo... explicame, mujer, como puedes juguetear con las olas sin mojarte los pies.