Ya que veo que la gente cuelga por aquí relatos, historietas y demás, colgaré el relato de una anécdota (Totalmente verídica) que me sucedió en mi primer viaje a Shanghai y redacté hace algún tiempecillo. Hala, a ver qué os parece xD
Humor Amarillo
El viaje había sido agotador. Doce horas de vuelo en clase turista dejarían a cualquiera como un acordeón viejo, pero si a eso le sumamos el recibimiento al estilo Chino –eso es, confuso y burocrático-, podríamos decir que mi estado al atravesar las puertas de la Terminal del Aeropuerto de Shanghai no era precisamente agradable.
Ahí estaba yo: un europeo melenudo, moreno, de 21 años, vistiendo una camisa hawaiana arrugada a más no poder y que a duras penas podía intuirse bajo las muchas correas entrecruzadas que recurrían mi torso, del que colgaban cámaras, equipaje de mano y demás artilugios que decían a gritos “¡Soy un turista!¡Y primerizo!”. Con las gafas de sol en precario equilibrio sobre la punta de mi nariz y la barba con toques extrañamente pelirrojos que cubría parte de mi pálido semblante, era la imagen viviente de por qué los chinos hacen burla de los extranjeros que visitan su país, en el que me encontraba con intención de cursar 6 semanas de Chino Mandarín.
Con este aspecto vagabundesco, como digo, atravesé las puertas hacia la terminal principal, acompañado por un circunstancial amigo que había tenido el gusto de conocer durante el viaje. El buen hombre, un holandés muy dado a los viajes, no tenia reparo alguno con mezclarse con todo tipo de culturas y tradiciones, cosa muy envidiable, y me presentó a la que llamaba su “novia”, una china que le estaba esperando al salir a la terminal. No me cabía en la cabeza como alguien podía mantener una relación a tal distancia, pero como no estaba para ser maleducado, procedí a saludar a la pareja de mi compañero de vuelo de la forma a la que estoy más acostumbrado. Por desgracia para mi, la chica no era tan dada al multiculturalismo como mi colega.
En casos como el mío, la expresión “choque de culturas” viene que ni pintada. No se que debió pasarle por la cabeza a la pobre mujer al ver como un desgreñado y barbudo extranjero sudoroso de abalanzaba sobre ella, con a saber que aviesas intenciones. En cuanto noté el impacto de las oleadas de puro terror que emanaban de los ojos de la pobre chica, me di cuenta de que quizás dar dos besos no era un modo demasiado apropiado para saludar en china. Rápidamente, aunque por suerte demasiado cansado como para enrojecer siquiera, me enderecé disculpándome:
-I’m Sorry…. I’m used to the Spanish Style
La cara de la pobre desgraciada pasó de la sobresalto a la confusión. No se que debió pensar que era el “Spanish Style”, pero imagino que si alguna vez visita España, se asegurará de tener siempre un buen ladrillo a mano, no sea que alguien intente saludarla al estilo autóctono.
Tras despedirme de mis dos nuevos amigos (o uno y medio), volví a cargar con mis cosas y me adentré más aun en la Terminal principal. El viaje pintaba bien: no llevaba ni una hora en las tierras de Confucio y ya había retratado mi país como el paraíso del asalto sexual. Podría considerarme afortunado si no acababa el viaje refugiado en la embajada, rodeado por una multitud de chinos quemando mi efigie. Bamboleándome bajo el peso de mis fardos, conseguí apartarme del caos generalizado que se da en todas las terminales de aeropuerto del mundo, para resguardarme en un pequeño rincón donde me centraría en la siguiente parte de mi odisea: debía llegar a la residencia de estudiantes.
Si me preguntasen por situaciones de incomodidad física, antes del viaje uno de los primeros puestos habría sido para “freír panceta en la playa, en pleno agosto y con un traje de baño de cuero”, pero después de buscar un mapa en una mochila llena a rebosar de papelajos, formularios de entrada, visados, e incluso algún envoltorio de papel de plata (ultimo recuerdo de un buen bocadillo de jamón que tendría en todo el viaje), procurando a la vez que no me cayera nada del cuello y vigilando dos maletas más, quizás debería reconsiderarlo. Finalmente, tras una dura labor de espeleología, encontré el mapa hasta la residencia, arrugado y hecho unos zorros, pero todavía legible. Aguantando mi trofeo con los dientes, embutí como pude todo lo demás dentro de la mochila y la cerré, no sin antes comprobar unas cinco veces todos mis bártulos por si se había caído o faltaba algo. No hay nada peor que un aeropuerto para alguien obsesivo-compulsivo.
Una vez asegurado todo mi equipaje y mapa en mano, me puse manos a la obra casi con lágrimas en los ojos. La meta estaba muy cerca: pronto, muy pronto, podría disfrutar de una larga ducha y tumbarme en una cama de verdad en una habitación silenciosa y tranquila. El ansia por tales lujos casi me hacía olvidar que estaba en un país extranjero, viviendo al fin el viaje que tanto tiempo había planeado. Casi.
Una de las principales características de China es que desde la punta del más alto y lujoso rascacielos hasta la última de las baldosas que recubren las mugrientas calles, rebosan una cierta aura, una inconfundible “chinosidad” que te recuerda constantemente dónde te encuentras. Si “Spain is different”, China, como mínimo, lo es tres veces más. Pero aunque el paisaje en sí sea característico, los que más evocan esa sensación son, sin lugar a dudas, los propios chinos. Aunque sus ojos fueran enormes y su piel negra como el carbón, su forma de ser los delataría.
Resulta cuanto menos curioso que, en un país con un excedente humano tan exagerado, sean precisamente las interacciones humanas lo que peor llevan sus habitantes. No es que sean lacónicos, tampoco maleducados en el sentido estricto; simplemente dan por supuestas ciertas… libertades, a la hora de tratar con los demás. Ya había tenido un primer contacto menor con ese “savoir faire” chino al tratar con los agentes de aduanas. Ahora recibiría de lleno el impacto de la “cultura de la pachorra”.
Supongo que el Karma existe después de todo: tras pegarle ese susto de muerte a la pobre novia de mi espontáneo colega, ahora me tocaría a mí estar en el lado desagradable del malentendido cultural. Mapa en mano y arrastrando las maletas, deambulé hasta dar con una salida del lugar.
Nada más cruzar las puertas automáticas que daban a la carretera de llegada a la Terminal, recibí un demoledor guantazo climático. El aire veraniego de Shanghai es tan tórrido, denso y húmedo que a uno le da la sensación de estar nadando en mermelada caliente. Si a eso le sumamos la omnipresente polución, el primer contacto con el clima chino real podría devastar a cualquiera. La humedad se acumulaba sobre mi piel a un ritmo alarmante: mi camisa ya estaba empapada y el mapa corría riesgo de convertirse en una pulpa asquerosa en mis manos no adaptadas, así que debía encontrar rápidamente un taxi. Posé mi vista en los flamantes taxis que formaban cola a mi izquierda y se me iluminó el rostro… hasta que me fijé en el gentío inmenso que formaba cola para subir a ellos.
“¡Santo cielo!” pensé “Si tengo que hacer toda esta cola me habré convertido en una sopa de cebolla mucho antes de llegar al taxi…” Y entonces oí la melodiosa voz del Mesías enviado para salvarme:
-Tasi! Chip! Wan tasi, mistel? Veli chip!
Me temo que esta aproximación fonética no hace justicia a la habilidad china para el inglés: en realidad es muchísimo peor. El mensaje, sin embargo, llegó, y cuando a alguien le ofrecen la posibilidad de evitar sufrir un infierno interminable bajo el sol abrasador, confiaría gustosamente su vida a un escuálido y sudoroso desconocido que ondease la palabra “Taxi” escrita con rotulador en un pedazo de cartón de pizza. Afortunadamente yo no soy tan inconsciente y confiado como para cometer ese tipo de locura: aquél pedazo de cartón era al menos de una muy digna caja de zapatos.
Negociamos el precio antes de subir al coche, tal y como dicta el Manual del Buen Turista. Para ser mi primer regateo con un chino no lo hice nada mal: el precio final solo era 5 veces superior al adecuado, pero el hombre se salió con la suya y yo me quedé muy contento y satisfecho con la impresión que no me habían timado con el cambio de moneda, así que supongo que todos contentos. El trato estaba sellado y el escuálido taxista me guió hasta su vehículo.
No parecía un taxi oficial: ni siquiera hubiera parecido un taxi si no fuera por el cartel que colgaba sobre el techo. El coche, un cinco-puertas negro y con el anguloso diseño de los coches viejos, estaba un poco ajado pero parecía aguantar decentemente el paso de los años y las modas. Casi esperaba ver uno de esos cubre-asientos de bolas en el interior, e incluso una sevillana sobre la radio, pero, gracias a dios, no fue así. Aunque me asaltaron mis dudas en el momento, acabé por decirme a mi mismo “Qué diablos… Estoy en un país completamente distinto del mío. Más vale que empiece a lanzarme un poco y aceptar cosas nuevas y…” bueno, en resumen, el discursillo que precede todo acto suicida. Supongo que más de un explorador ha acabado lamentando esas mismas ideas mientras hervía en alguna cazuela aborigen, pero en ese momento no pensé en ello: la suerte me había sonreído por una vez, y disponía de taxi instantáneo. La suerte, sin embargo, no sonreía. Se reía.
Tras guardar las maletas en el maletero, finalmente subí al asiento trasero del coche, donde disfruté de un calor imposible: solo acumulable por los coches aparcados al sol. El conductor le echó un último vistazo al mapa y encendió el motor. Aquí fue cuando sucedió lo inesperado: repentinamente, se abrió la puerta del copiloto y la de mi izquierda, por donde entraron dos chinos gigantescos. Estando yo estupefacto, el coche ya había arrancado y se había lanzado a la autopista que conectaba el aeropuerto con la ciudad. Estaba atrapado en la jaula con esos dos gorilas. Al menos el calor se había convertido en un frío glaciar.
Pasaron los minutos y yo no podía sino mirar por la ventana en estado de máxima tensión, en ese estado de repentina religiosidad que abarca hasta al más ateo en una situación que no sabe como acabará. Los tres compatriotas hablaban entre ellos en un chino acelerado, completamente incomprensible para alguien con mis simples nociones básicas: podían estar hablando del tiempo, o de cómo cocinar español ahumado. De repente el hombre que se sentaba delante se giró hacia mí, apuntándome con un objeto que tenía en su mano.
-Dis is fol yu- dijo.
Para cuando mi vista se desanubló, ya tenía el amenazador objeto en mi mano: un botellín de agua. Respiré, aliviado, y balbuceé un confuso “Thank-you” al copiloto, que asintió sonriente y se giró de nuevo. Aunque tenía la boca más seca que un saco de serrín, no hace falta decir que aquél líquido era lo último que habría querido verter en ella. Lo mas seguro era que me arrepintiese cuando me despertara horas mas tarde en un callejón oscuro y con una curiosa cicatriz en el abdomen.
El trayecto desde el aeropuerto a la ciudad dura una media hora, así que para cuando cruzamos el puente que ofrecía la espectacular panorámica de los rascacielos que siembran Shanghai, mis nervios estaban de punta. De hecho, me extraña que no estuviera levitando unos palmos por encima del asiento. Me di cuenta de que si seguía en ese estado, acabaría por estallarme una arteria, así que decidí establecer una conversación con mis captores.
-I… i… is it a-always l-like thissss?- titubeé, refiriéndome a la niebla amarillenta que cubría la ciudad, hasta donde alcanzaba la vista.
-Hmmm- confirmaron de forma lacónica y desganada los tres a la vez.
Nada más. Otra vez nos sumimos en ese silencio incómodo que cebaba mi paranoia como si de un gorrino jamonero se tratara. Para cuando habíamos cruzado el puente, ya había trazado un magnífico plan.
“Ya estamos en la ciudad. En la ciudad hay semáforos. En los semáforos los coches paran. Si mis sospechas se confirman, podría aprovechar un semáforo para huir…”
Claro. Así que “si mis sospechas se confirman”. Supongo que estaba esperando a que tomasen un desvío marcado como “A la guarida de los secuestradores”, o algo así, porque no sé exactamente qué habría contado como una “confirmación de mis sospechas”, pero mi tramadísimo plan contaba con otro fallo terrible: estábamos en china.
Para cuando llegamos al primer semáforo, comprendí que bajar del coche no sería tan sencillo. Los semáforos no eran respetados por nadie en absoluto: los coches apenas reducían la velocidad, e incluso si por una casualidad de la vida el coche se detuviera, en el carril de al lado seguían pasando como bólidos. Aquí tuve mi segunda idea genial: “¡Si quieres bajar del coche tendrás que saltar en marcha!”. Por un segundo me imaginé a mi mismo saltando del coche a toda velocidad, al grito de “¡Nooooooooo!”, rodando sobre el asfalto como un monigote, y acabando mi acrobacia estampándome la frente contra una farola, ante los ojos de una multitud de chinos estupefactos. Si fuera un personaje de anime, en ese momento la mitad superior de mi cara de habría vuelto púrpura ante esa imagen mental. Decidí dejar de pensar y apagar mi cerebro. Fue la decisión más acertada en todo el día.
Poco después de desconectar mi paranoia, el conductor y el copiloto empezaron a consultar el mapa: ¡mi mapa! ¡Así que al final sólo había sido una invención de mi enfermiza imaginación! Estaba tan contento que podía hasta echar un trago del botellín de agua que me habían regalado, sólo que, eh… No.
Tras unas cuantas discusiones entre ellos, el coche se detuvo al fin: habíamos llegado. El trío descargó mis maletas, me saludaron sonrientes y se fueron. Supongo que se rieron un buen rato a costa de “aquel merluzo occidental chiflado”… o quizás se lamentaron de que no me hubiera tomado el agua drogada. Quién Sabe. El caso es que al fin había alcanzado mi destino, ¿no?
Eché un vistazo alrededor. Ante mi se abrían las puertas a un gran y descuidado patio, vigiladas por una destartalada y abandonada caseta de guardia. El camino principal se perdía entre los árboles al girar a la derecha, quedando oculto lo que hubiera más allá. A primera vista no era demasiado ensoñador, pero me habían asegurado que las habitaciones eran extraordinarias. Me adentré en el patio arrastrando mis mochilas y reconfortado por haber salido vivo de la ultima experiencia. La perspectiva de una ducha espoleaba mis ánimos y me daba energías para combatir el horrible calor, pero ni todas las duchas del mundo me habrían dado energía para lo que me encontré tras los árboles.
Ante mí se alzaba un edificio que no podría rivalizar ni contra un cubo de plastelina en un concurso de arquitectura. Sus paredes estaban agrietadas y amarillentas, las ventanas estaban cubiertas por pórticos destartalados y carcomidos, y los hierbajos crecían en su base. Si el edificio hubiera tenido más de un piso, probablemente ya se hubiera venido abajo.
Aunque sentía cómo me abandonaban las fuerzas, algo me impulsó a seguir adelante, supongo que la idea de que ya no podía caer más bajo. Pero estaba equivocado: al llegar a la puerta, o, mejor dicho, a la obertura de entrada, me encontré con que los accesos estaban cubiertos con tela mosquitera.
Tela mosquitera. En Shanghai. La megalópolis del futuro, el hogar del lujo asiático. Me habían vendido un viaje al núcleo económico de China, y de repente me encontraba en una especie de centro de mando del Vietkong más rancio, ni siquiera comparable a un camping de la Costa Brava. Probablemente fuera la mera curiosidad lo que me impulsó a entrar. Quería saber cómo podían empeorar más aún las cosas.
Tras cruzar un pequeño recibidor desprovisto de mobiliario, llegué a un largo pasillo de paredes amarillentas que se prolongaba considerablemente, plagado de puertas a cada lado, estas ni siquiera cubiertas por tela. El calor allí era aún más asfixiante que en el exterior, pero por suerte yo ya había pasado la prueba de fuego del taxi, así que seguí adelante. El sonido de las ruedas de mi enorme maleta rodando por el suelo llamó la atención a unos cuantos chinos, que asomaron sus cabezas por las puertas carcomidas. Sus expresiones variaban desde la sorpresa a la extrañeza. Algo no marchaba bien. No tardé mucho en descubrir que era yo.
-What are you doing here- me preguntó una voz, en un inglés muy correcto.
Me giré para encontrarme con un individuo que supuraba la palabra “Profesor de idiomas” por todos y cada uno de los poros de su cuerpo. Hay una especie de aura que desprenden los profesores de idiomas para alumnos extranjeros, y en este hombre de unos 30 años, pelo negro y ojos estrechos brillaba con gran fuerza. Le describí mi situación, aliviado de poder finalmente descargar toda la incerteza que llevaba encima sobre los hombros de otra persona. Cuando terminé mi discurso, el hombre asintió y me indicó que le siguiera. Yo obedecí. ¿Qué otra opción me quedaba?
El profesor me llevó a una sala que en un primer momento me pareció llena de chinos, como todas las demás, pero un grupo de ellos me llamó la atención. Parecían más jóvenes que el resto, y sus rostros reflejaban la misma confusión que el mío. Permanecieron en silencio un rato hasta que uno de ellos le comentó algo a otro… ¡en inglés! ¡Pues claro que si! ¡Occidentales de ascendencia china que habían venido a hacer el mismo curso que yo!
En cuanto me di cuenta de su procedencia, me abalancé sobre ellos acribillándoles a preguntas. Resulta que las indicaciones del mapa no eran correctas, así que su autocar, al igual que yo y mis pintorescos taxistas, habían dado con sus huesos en aquél lugar de mala muerte. Esta información iluminó mi humor: parecía que después de todo no pasaría las próximas semanas durmiendo sobre un montón de paja.
El profesor, que mientras nos conocíamos había estado hablando por teléfono, se giró hacia nosotros y nos dijo que él mismo guiaría al conductor del autocar hasta la residencia de estudiantes, y ya que yo estaba allí, mejor que fuera con ellos. Genial. Esta vez la suerte no se reía: ya tenia garantía asegurada de que llegaría a buen puerto de una vez por todas. Cogí mi equipaje y seguí al resto hacia el autocar, donde pude relajarme un rato y disfrutar más de las vistas de la ciudad, a la vez que del aire acondicionado.
A partir de aquí todo fue como una seda. En pocos minutos, el autobús nos dejó ante nuestro destino: un altísimo edificio blanco y reciente, que asemejaba más a un hotel que a una residencia de estudiantes. Siguiendo el flujo de gente desde el autobús, atravesé las acristaladas puertas de entrada a la recepción, donde el personal del hotel estaba preparado para nuestra inscripción. Aquí fue cuando nuestro recién conocido salvador volvió a resultar de extrema utilidad, ya que el personal de recepción no hablaba ni una sola palabra de inglés. Tratándose de una residencia exclusivamente para extranjeros resulta curioso, lo sé, pero es sólo otra de las muchas sorpresas que se van descubriendo a lo largo de un viaje a China: pequeños presentes personalizados que contribuyen a mantenerlo a uno entretenido.
Mi odisea llegaba a su final, y esta vez seria uno feliz para variar. Entregué mi documentación al profesor que se encargó de los trámites necesarios y me dio una tarjeta llave con el número 316 impreso. Aplicando mis dotes detectivescas hoteleras, concluí que mi habitación estaba en la tercera planta, así que me encaminé hacia el ascensor. El panel de botones me impresionó: 20 pisos… Me habría gustado estar un poco más arriba, pero eso tendría que esperar tres semanas, cuando que me trasladarían a la habitación 1514, así que me limité a pulsar el botón del tercer piso.
Las puertas se abrieron con un “ding” y salí al silencioso pasillo de brillante suelo amarilloso y paredes blancas. El corredor era largo, pero la habitación 16 quedaba cerca del ascensor. El sonido de mis pasos resonando en el vacío me acompañaría cada noche durante los próximos 2 meses. Al llegar a la puerta lancé un suspiro y me quedé unos instantes quieto. Lo que fuera que hubiera tras la puerta sería mi habitación durante una buena temporada, así que ese era un momento trascendental del viaje. Levanté la tarjeta y la acerqué al lector. La puerta emitió un crujido y el cerrojo se desbloqueó. Abrí la puerta lentamente… para encontrarme con que no había motivo de alarma. La habitación era perfecta: espaciosa, moderna y limpia. Además disponía de mi propio escritorio, televisor, terraza… y lo mejor de todo: cuarto de baño completo.
Casi me desfallezco de puro alivio. Aquello era cuanto necesitaba y más aún. Cerré la puerta tras de mí y, sonriendo, me dispuse a conseguir lo que anhelaba desde hacía tanto, tanto tiempo: una larguísima ducha. Por cierto, la bañera era de fabricación Española. Ya dicen que no hay nada como el hogar…
Si alguien quiere aprender algo de mi triste experiencia, supongo que no está de suerte. Ya se sabe… en los viajes al extranjero siempre surgen complicaciones imposibles de prever, pero hay un antiguo proverbio Azteca muy apropiado para la ocasión: “Guárdate, viajero, de subir en taxis no oficiales conducidos por chinos de aspecto andrajoso, ya que tus órganos internos serán devorados por Quetzalcóatl”
Aparte de eso, y como reza la guía del autostopista galáctico, “Pase lo que pase, no se asuste”.