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Hacía mucho tiempo que el suelo era dolorosamente estable bajo sus pies. “Desde mi segundo nacimiento” respondía siempre que le preguntaba, aunque nunca añadía mucho más, pues el relato de sus dos vidas requería de un interlocutor entregado en alma y corazón, cosa muy difícil de encontrar en aquellos días.
Su primera vida comenzó a orillas de un estrecho milenario, una cicatriz transcontinental que unía las aguas mas tenebrosas con lo exótico, el choque entre dos colinas históricas que se disputaban cada amenecer en un concurso de belleza natural. Recordaría siempre aquella zanja azul como a su propia madre desde el día en que sus ojos se rindieron por primera vez al sol, recostado contra la aspereza de aquellas pieles bovinas que flotaban presas de las mareas. Su madre natural, en un último suspiro, reunió las fuerzas que pudo, cedidas por el entorno, y le bautizó apresuradamente con el nombre de Cianeo. La transición funcional que aconteció en la concávidad de aquel odre, que pasó en muy pocos minutos de cuna a ataúd, de incubadora a pira funeraria, de sala de partos provisional a capilla ardiente, no fue sino un ensayo de lo que el universo tenía planeado para el recién nacido, en un experimento de redefinición de la palabra vocación. Entre los muchos asistentes al parto, hubo uno que dejó una impronta imborrable en su tierno cerebro: el sonido reiterativo y crujiente de las rocas chocando.
Le llevaría toda una vida discernir si el vaivén que le recibió con los brazos abiertos era una bendición o una condena, pero vivió todos y cada uno de los días de aquella primera vida atado al mar. Desde muy pequeño se sentía desubicado en tierra, o como él explicaba siempre: “irónicamente inestable”, sin saber que en materia de inestabilidades no era sino un aprendiz más recorriendo la senda de los caídos. Creció y se hizo un experto y reputado navegante, adoptando cientos de nombres diferentes para identificarse con los habitantes de la estabilidad, pero dentro de sus dominios, auspiciado por las maderas chirriantes, las velas raídas y el salitre, siempre se hizo llamar por su nombre, el Capitán Cianeo. Cada corriente nueva era para él una reafirmación vital, una confirmación de que su prematura independencia le ofrecía desde el primer día de su vida un abánico de posibilidades inimiganiable para la mayoría de los terrestres. Su barco era su palacio, eran sus viajes, era su libertad. Allí, intocable, surcó aguas infinitas bajo cientos de banderas, todas ellas carentes de significados para él, viéndolas como simples métodos para poder estar siempre junto a su madre adoptiva. Amó con vigorosidad y entrega inagotables, lloró hasta la deshidratación emocional, rió a carcajadas asfixiantes junto a sus itinerantes compañeros marinos, que iban y venían de aquellas maderas. A todos los consideraba desde el primer día como a sus hijos, los protegía, los cuidaba, velaba por ellos. El tiempo le obsequió con cientos de experiencias, de cabos, golfos y orillas nuevas, de relaciones, de lazos, de nudos, y, durante toda su primera vida no dejó ni un solo día de oír en el fondo de sus oídos el repiqueteo de las simplégades.
Murió intensamente. Navegando entre continentes, Cianeo, o en aquel momento el Almirante Chlide Harold, conoció al artífice de su defunción. Fondeando en un punto intermedio entre el color del modernismo y la selva amazónica, cayó presa de su propia hospitalidad en el mismo momento en que dejó subir a aquella mujer al barco. Envuelta en llamas invisibles, aquella femme fatale encubierta llegó con la fuerza de cien dedos dispuestos a anudar para siempre las tripas del Capitán, apretandole cada vez más los cabos estomacales que les afixiaban de amor, y durante tres días y tres noches la intensidad gobernó el timón de la vida de Cianeo. Como si de un curso magistral se tratase, desde aquel momento Cianeo sólo pensó en nudos, en llamas y , sobretodo, en aquella mujer. En la tercera noche, ella desapareció. Clac, Clac, Clac, reían las rocas.
Al día siguiente la ausencia reinó en proa, el silenció timoneo en popa, el viento de la soledad soplo en babor, y estribor lloró desconsolado la muerte de su Capitán. Sus hijos, derrotados, encontrarón los restos mortales de Cianeo en su camarote, un cadáver pétreo, roca fundida de amor eterno, envuelto en cientos de flores multicolor regadas con el agua de sus ojos, con un vacío en el pecho donde había estado su corazón, el cual, en una maniobra macabra y desesperada, había emprendido la fuga y había saltado al mar. De esta forma, Cianeo volvía al vientre de su madre. Clac, Clac, Clac.
“Una segunda oportunidad” decían algunos al escuchar la historia de Cianeo. “Un castigo” pensaba él. Tras nueve meses de regestación, su madre mar desembocó a las orillas del puerto de la Ciudad Púrpura, inaugurando así su segunda vida. Los habitantes de la ciudad encontraron el cuerpo del náufrago y le dieron cobijo en una pequeña choza del propio puerto, abandonada desde hacía años. Allí, el Turco, como le llamaban, vivió una existencia vacía y gris, perseguido por un único recuerdo borroso y unos crujidos ahora desconocidos. Clac, Clac, desesperante Clac. Se envolvía en cuantos ruídos podía, pero el dichoso Clac nunca enmudecía. Obesesionado con un olor, con una voz y unos ojos que no conseguía ubicar, y convencido por una sonrisa lacerante, vivió el resto de sus días con la mirada puesta en el horizonte, en el choque del agua con el cielo, en el estallido azul que ardía en sus córneas, con la esperanza de vislumbrar algún día los flecos de ese poncho, los pliegues de ese vestido, los adornos de aquellos tobillos. Tenía una especial habilidad para los nudos, los hacía de todo tipo. Anudaba la espera, trenzaba los anhelos, cosía amores a dentelladas y, usando los hilos de una vida que no recordaba y de unos ojos inocentes, componía unos cabos larguísimos que lanzaba al mar, como si las mareas pudieran llevar sus cuerdas hasta ese alguien a quien no conseguía poner cara. Miraba y miraba hacia el fondo. Clac, Clac, Clac.
El puerto púrpura comenzó a apellidarse la Tumba del Turco. Aquel puerto, fluvial a veces, marítimo en ocasiones, enmudecía a diario cuando Cianeo salía de su choza y se sentaba en un norai, inmóvil, impasible, sin pestañear. Durante aquel período, las cientos de personas que, en medio de su tránsito, pasaron y vieron al eterno moribundo, difundieron la historia de Cianeo, el hijo del Argo, el heredero del mar, el Turco solitario, y por ello y para siempre, el puerto púrpura se convirtió en la cumbre del peregrinaje de las almas perdidas, pues llegó un día en que, finalmente, entre Clac y Clac, pestañeó.
Los días llegaban iluminados por el matutino optimismo del sol, despertando a Cianeo. Como siempre, desperezado, ausente y terriblemente insomne, salió de su choza y se sentó en el norai, y comenzó su rutiaria tarea. Tejió y tejió con los ojos, barriendo costas lejanas, explorando selvas desconocidas, censando ciudades de tamaños y formas muy diversas. Perseguía los trazos de lo único conocido que veía en el horizonte, una sombra de familiaridad que le llamaba con canciones mudas, que le prometía une revelación final que le daría un sentido final a su segunda vida. Cada vez que examinaba una cara lejana se bañaba en decepción, ninguna de aquellas personas era la que tanta atracción ejercía sobre él. Sabía, dentro de sí, que la persona más importante para sí mismo esperaba allí lejos, atrapada en las curvaturas del planeta. Grados, minutos, segundos. Clac, Clac, Clac. Barría sistemáticamente el globo, anudando mares, con la digestión encogida y los humores vítreos cuarteados, convencido cada día más de que se acercaba a esa persona. A su espalda, ignorada, crecía una ciudad eterna e imparable, arropada por cientos de historias que pasaban de largo por la Tumba.
Llegó entonces el último día de la segunda vida de Cianeo. Esta vez, la causa de la muerte nunca se supo con certeza. Sentado en el puerto, el moribundo se sentía muy cerca de su objetivo, pues aquella mañana su mirada se había aventurado más lejos que nunca. Lejos, muy lejos, vió una figura que le punzó el corazón. Allí estaba su objetivo, por fín. Anudó desesperado, trenzando un último cabo con los estertóres de su esperanza, lanzándolo con fuerza contra aquella figura. Clac, Clac, Clac. El crujido, por alguna razón, se hacía más y más ensordecedor, como si celebrase una muerte anunciada. Cada vez más cerca, siguió tejiendo. CLAC, CLAC, CLAC. Se estaba quedando sin cuerda, pero siguió impasible. Entonces, justo en el momento en que lanzaba la cuerda contra aquella figura, una sensación punzante le recorrió la nuca, y comprendió. Helado por la fuerza imabatible de la verdad, la revelación de toda una vida perdida le azotó con fuerza las mejillas. Qué triste resultaba aquella conclusión, aquel encuentro con la persona que tanta atención reclamaba y que tanta atracción le despertaba. Clac…agonizaban las simplégades. Lloró el mar, lloró el puerto, lloró la Ciudad. Todos lo sabían, pero ninguno se había atrevido a decirlo nunca. Inmóvil, con los ojos abiertos de dolor, Cianeo no pudo sino aceptar la verdad. Allí, frente a él, una vuelta entera de mundo más allá, estaba mirando su propia espalda. Había necesitado dos vidas y todo un globo para darse cuenta de que el final de su búsqueda acababa consigo mismo, pero ya era demasiado tarde. En un último deseo pensó que ojalá su historia sirviese a los próximos habitantes de aquel camino, de aquella choza, de aquel cementerio portuario.
Cianeo cerró por primera y última vez los ojos desde su renacimiento, muriendo en un pestañeo acumulado.
A día de hoy, su historia se cuenta a los desesperados, los perdidos y los tristes, y todos esperan melancólicamente que las mareas vuelvan a llevar a Cianeo a alguna costa remota.
Clac, Clac, Clac.
Hagane escribió:Cianeo.
Hacía mucho tiempo que el suelo era dolorosamente estable bajo sus pies. “Desde mi segundo nacimiento” respondía siempre que le preguntaba, aunque nunca añadía mucho más, pues el relato de sus dos vidas requería de un interlocutor entregado en alma y corazón, cosa muy difícil de encontrar en aquellos días.
Su primera vida comenzó a orillas de un estrecho milenario, una cicatriz transcontinental que unía las aguas más tenebrosas con lo exótico, el choque entre dos colinas históricas que se disputaban cada amanecer en un concurso de belleza natural. Recordaría siempre aquella zanja azul como a su propia madre desde el día en que sus ojos se rindieron por primera vez al sol, recostado contra la aspereza de aquellas pieles bovinas que flotaban presas de las mareas. Su madre natural, en un último suspiro, reunió las fuerzas que pudo, cedidas por el entorno, y le bautizó apresuradamente con el nombre de Cianeo. La transición funcional que aconteció en la concavidad de aquel odre, que pasó en muy pocos minutos de cuna a ataúd, de incubadora a pira funeraria, de sala de partos provisional a capilla ardiente, no fue sino un ensayo de lo que el universo tenía planeado para el recién nacido, en un experimento de redefinición de la palabra vocación. Entre los muchos asistentes al parto, hubo uno que dejó una impronta imborrable en su tierno cerebro: el sonido reiterativo y crujiente de las rocas chocando.
Le llevaría toda una vida discernir si el vaivén que le recibió con los brazos abiertos era una bendición o una condena, pero vivió todos y cada uno de los días de aquella primera vida atado al mar. Desde muy pequeño se sentía desubicado en tierra,o, como él explicaba siempre: “irónicamente inestable”, sin saber que en materia de inestabilidades no era sino un aprendiz más recorriendo la senda de los caídos. Creció y se hizo un experto y reputado navegante, adoptando cientos de nombres diferentes para identificarse con los habitantes de la estabilidad, pero dentro de sus dominios, auspiciado por las maderas chirriantes, las velas raídas y el salitre, siempre se hizo llamar por su nombre, el Capitán Cianeo. Cada corriente nueva era para él una reafirmación vital, una confirmación de que su prematura independencia le ofrecía desde el primer día de su vida un abanico de posibilidades inimiganiable para la mayoría de los terrestres. Su barco era su palacio, eransus viajes, era su libertad. Allí, intocable, surcó aguas infinitas bajo cientos de banderas, todas ellas carentes de significadospara él, viéndolas como simples métodos para poder estar siempre junto a su madre adoptiva. Amó con vigorosidad y entrega inagotables, lloró hasta la deshidratación emocional, rió a carcajadas asfixiantes junto a sus itinerantes compañeros marinos, que iban y venían de aquellas maderas. A todos los consideraba desde el primer día como a sus hijos, los protegía, los cuidaba, velaba por ellos. El tiempo le obsequió con cientos de experiencias, de cabos, golfos y orillas nuevas, de relaciones, de lazos, de nudos, y, durante toda su primera vida no dejó ni un solo día de oír en el fondo de sus oídos el repiqueteo de las simplégades.
Murió intensamente. Navegando entre continentes, Cianeo, o en aquel momento el Almirante Chlide Harold, conoció al artífice de su defunción. Fondeando en un punto intermedio entre el color del modernismo y la selva amazónica, cayó presa de su propia hospitalidad en el mismo momento en que dejó subir a aquella mujer al barco. Envuelta en llamas invisibles, aquella femme fatale encubierta llegó con la fuerza de cien dedos dispuestos a anudar para siempre las tripas del Capitán, apretándole cada vez más los cabos estomacales que lesasfixiaban de amor, y durante tres días y tres noches la intensidad gobernó el timón de la vida de Cianeo. Como si de un curso magistral se tratase, desde aquel momento Cianeo sólo pensó en nudos, en llamas y , sobretodo, en aquella mujer. En la tercera noche, ella desapareció. Clac, Clac, Clac, reían las rocas.
Al día siguiente la ausencia reinó en proa, el silencio timoneó en popa, el viento de la soledad sopló en babor, y estribor lloró desconsolado la muerte de su Capitán. Sus hijos, derrotados, encontraron los restos mortales de Cianeo en su camarote, un cadáver pétreo, roca fundida de amor eterno, envuelto en cientos de flores multicolor regadas con el agua de sus ojos, con un vacío en el pecho donde había estado su corazón, el cual, en una maniobra macabra y desesperada, había emprendido la fuga y había saltado al mar. De esta forma, Cianeo volvía al vientre de su madre. Clac, Clac, Clac.
“Una segunda oportunidad” decían algunos al escuchar la historia de Cianeo. “Un castigo” pensaba él. Tras nueve meses de regestación, su madre mar desembocó a las orillas del puerto de la Ciudad Púrpura, inaugurando así su segunda vida. Los habitantes de la ciudad encontraron el cuerpo del náufrago y le dieron cobijo en una pequeña choza del propio puerto, abandonada desde hacía años. Allí, el Turco, como le llamaban, vivió una existencia vacía y gris, perseguido por un único recuerdo borroso y unos crujidos ahora desconocidos. Clac, Clac, desesperante Clac. Se envolvía en cuantos ruídos podía, pero el dichoso Clac nunca enmudecía. Obesesionado con un olor, con una voz y unos ojos que no conseguía ubicar, y convencido por una sonrisa lacerante, vivió el resto de sus días con la mirada puesta en el horizonte, en el choque del agua con el cielo, en el estallido azul que ardía en sus córneas, con la esperanza de vislumbrar algún día los flecos de ese poncho, los pliegues de ese vestido, los adornos de aquellos tobillos. Tenía una especial habilidad para los nudos, los hacía de todo tipo. Anudaba la espera, trenzaba los anhelos, cosía amores a dentelladas y, usando los hilos de una vida que no recordaba y de unos ojos inocentes, componía unos cabos larguísimos que lanzaba al mar, como si las mareas pudieran llevar sus cuerdas hasta ese alguien a quien no conseguía poner cara. Miraba y miraba hacia el fondo. Clac, Clac, Clac.
El puerto púrpura comenzó a apellidarse la Tumba del Turco. Aquel puerto, fluvial a veces, marítimo en ocasiones, enmudecía a diario cuando Cianeo salía de su choza y se sentaba en un norai, inmóvil, impasible, sin pestañear. Durante aquel período, las cientos de personas que, en medio de su tránsito, pasaron y vieron al eterno moribundo, difundieron la historia de Cianeo, el hijo del Argo, el heredero del mar, el Turco solitario[de],[/de] y, por ello y para siempre, el puerto púrpura se convirtió en la cumbre del peregrinaje de las almas perdidas, pues llegó un día en que, finalmente, entre Clac y Clac, pestañeó.
Los días llegaban iluminados por el matutino optimismo del sol, despertando a Cianeo. Como siempre, desperezado, ausente y terriblemente insomne, salió de su choza y se sentó en el norai, y comenzó su rutiaria tarea. Tejió y tejió con los ojos, barriendo costas lejanas, explorando selvas desconocidas, censando ciudades de tamaños y formas muy diversas. Perseguía los trazos de lo único conocido que veía en el horizonte, una sombra de familiaridad que le llamaba con canciones mudas, que le prometía une revelación final que le daría un sentido final a su segunda vida. Cada vez que examinaba una cara lejana se bañaba en decepción, ninguna de aquellas personas era la que tanta atracción ejercía sobre él. Sabía, dentro de sí, que la persona más importante para sí mismo esperaba allí lejos, atrapada en las curvaturas del planeta. Grados, minutos, segundos. Clac, Clac, Clac. Barría sistemáticamente el globo, anudando mares, con la digestión encogida y los humores vítreos cuarteados, convencido cada día más de que se acercaba a esa persona. A su espalda, ignorada, crecía una ciudad eterna e imparable, arropada por cientos de historias que pasaban de largo por la Tumba.
Llegó entonces el último día de la segunda vida de Cianeo. Esta vez, la causa de la muerte nunca se supo con certeza. Sentado en el puerto, el moribundo se sentía muy cerca de su objetivo, pues aquella mañana su mirada se había aventurado más lejos que nunca. Lejos, muy lejos, vio una figura que le punzó el corazón. Allí estaba su objetivo, por fín. Anudó desesperado, trenzando un último cabo con los estertores de su esperanza, lanzándolo con fuerza contra aquella figura. Clac, Clac, Clac. El crujido, por alguna razón, se hacía más y más ensordecedor, como si celebrase una muerte anunciada. Cada vez más cerca, siguió tejiendo. CLAC, CLAC, CLAC. Se estaba quedando sin cuerda, pero siguió impasible. Entonces, justo en el momento en que lanzaba la cuerda contra aquella figura, una sensación punzante le recorrió la nuca, y comprendió. Helado por la fuerza imabatible de la verdad, la revelación de toda una vida perdida le azotó con fuerza las mejillas. Qué triste resultaba aquella conclusión, aquel encuentro con la persona que tanta atención reclamaba y que tanta atracción le despertaba. Clac…agonizaban las simplégades. Lloró el mar, lloró el puerto, lloró la Ciudad. Todos lo sabían, pero ninguno se había atrevido a decirlo nunca. Inmóvil, con los ojos abiertos de dolor, Cianeo no pudo sino aceptar la verdad. Allí, frente a él, una vuelta entera de mundo más allá, estaba mirando su propia espalda. Había necesitado dos vidas y todo un globo para darse cuenta de que el final de su búsqueda acababa consigo mismo, pero ya era demasiado tarde. En un último deseo pensó que ojalá su historia sirviese a los próximos habitantes de aquel camino, de aquella choza, de aquel cementerio portuario.
Cianeo cerró por primera y última vez los ojos desde su renacimiento, muriendo en un pestañeo acumulado.
A día de hoy, su historia se cuenta a los desesperados, los perdidos y los tristes, y todos esperan melancólicamente que las mareas vuelvan a llevar a Cianeo a alguna costa remota.
Clac, Clac, Clac.[/spoiler]
PD: es posible que tenga fallos de ortografía, no lo he revisado bien y siempre que escribo me meto mucho en el contenido y me olvido del continente.