Hola a quien lo lea.
Cada vez que la mujer sujetaba la taza del té con la mano, silbaba en La menor al ardiente líquido y bebía un poco, el vendedor de gafas para sordos no podía entender por qué el suelo y las paredes se volvían del revés. Era algo extraño y a pesar de ello una sensación de lo más familiar. El barrendero que luchaba contra la entropía con fe ciega pensaba en como conseguir que el ratón que anidaba en su almohada cambiara su hogar de sitio. Él no era hombre de violencia ni diálogo y no quería hacer daño al pobre animal ni tapoco tratar con él, por ello de entre muchos de los planes que había ideado estaba el de cambiarse él mismo de casa. El hijo de la mujer que silba para enfriar el té miraba a un pulpo que le miraba desde la mesa de al lado. El pulpo no había elegido del todo bien su consumición y ahora se debatía entre tomarse de un trago el carajillo de cutty shark o intentar una astuta estratagema para convertirse en delfín. Entre los dos árboles que esperaban a la siguiente glaciación del bosque que hay a las afueras de la ciudad había un pañuelo de color rojo, enredado entre grandes hojas de helechos que se mecen con la brisa del viento que provocaban las expiraciones del gigante que dormía tumbado en el suelo fresco del bosque. En el sueño del gigante había una manecilla que se le clavaba en la entrepierna a cada movimiento, por sutil que fuera, que hacía. En el país de las brujas habían comprado los derechos de cada mirada de soslayo y calculaban hacerse multimillonarias en muy poco tiempo. El revisor de tren aprovechaba los últimos días de miradas gratuitas con cada escote, culo y mirada de cada mujer. En el lavabo del tren dos amantes se miraban sin amarse, en cada estación uno abofeteaba al otro. En el planeta más próximo una piedra no tenía la más mínima dificultad en conocer, reconocer y aceptar su condición y esencia implícita de piedra. Y en la pizarra dos puntos suspensivos esperaban a un nuevo amigo.
Un saludo.