Capitulo 7: Intenciones.
Tras la tremenda carnicería el grupo de colonos les esperaba a la entrada al recinto, muchos de ellos con los cascos en la mano en señal de duelo por sus compañeros caídos días atrás. Los vítores saltaron al unísono cuando Robert les hizo un saludo con la mano. En cuestión de segundos los tres jóvenes se encontraban rodeados de hombres que no podían expresar su gratitud sin emocionarse por recordar a sus camaradas.
-Tenemos que ponernos en contacto con la Sede central, hay algo que no me termina de convencer- le susurró Robert a su hermana.
Con el mayor tacto posible para tratar de no ser descorteses, se abrieron paso hasta llegar a la carpa. Una vez volcado el liquido en el contenedor, Edward abandonó la tienda para charlar un poco más con los trabajadores. Con un gesto Robert le indicó a su hermana que hiciera lo mismo. Encima de una mesa auxiliar, todavía con el plástico del precinto, estaba instalado un aparato comunicador. Sin dudarlo un instante, Robert pulsó un botón en el que aparecía un símbolo similar a una lagrima invertida. Tras una pulsación prolongada se estableció la línea entre la excavación minera y la Sede central. Una voz, que sonaba artificial, puso a su disposición un sinnúmero de departamentos con los que podía contactar. A los pocos minutos escuchaba la voz familiar del jefe de sección.
-Hola Robert, ¿va todo bien?.
-No señor, hemos acabado con un grupo de Zarnas y, si usted me lo permite, no eran el enemigo. No puedo creer que unos seres así masacraran a un numero tan grande de colonos- su voz estaba temblorosa, lo que estaba sugiriendo rozaba la insubordinación.
-Tranquilo, todo va bien, deberíais volver aquí cuanto antes. Necesito hablar con vosotros- hizo una pausa, -tengo una nueva misión, pero esta vez no es a cargo de ningún particular, es para la propia Corporación.
-Si señor, ¿cuándo debemos partir?- ahora daba golpecitos nerviosos contra una de las patas de la mesa.
-Ahora mismo, si es posible. No os preocupéis por los mineros, a ellos no les pasara nada.
La comunicación se cortó y Robert soltó un profundo suspiro. El tono de voz de su jefe era calmado, como si supiera de lo que le hablaba, ahora no entendía nada. Se llevó una mano a la frente y comenzó a pensar en los planes que tenia para ellos. Si aseguraba que a los mineros no les iba a ocurrir nada, es porque sabia que los Zarnas no eran los causantes, pero si estaba en lo correcto, ¿por qué les había enviado?.
El sol comenzó a caer en el campamento, alargando las sombras. Un vehículo de transporte calentaba motores mientras el capataz trataba del calmar a sus trabajadores que ahora se mostraban muy inquietos por la marcha de sus héroes. Ed fue el primero en subir y ayudó a Geera a acceder al interior. Robert apareció poco después tremendamente alterado.
Ese mismo sol teñía de rojo el hormigón de un descomunal edificio. En su interior, perfectamente refrigerado, dos hombres enfundados en sendas batas blancas configuraban el panel de control de una cámara de aislamiento. A través de un visor similar al de un microscopio podían contemplar el interior. Flotando en un liquido de color azulado, un joven se mecía con suavidad. No daba muestras de vida.
Tres soldados con uniforme militar irrumpieron con agresividad en la sala. Los científicos solicitaron calma y señalaron el contenedor. Los militares se apresuraron en cargarlo sobre una plataforma con orugas. Tras firmar unos impresos abandonaron la sala con su carga detrás de ellos, manejada a distancia por un hombre que no poseía graduación militar. El número de serie del contenedor era A-04, una tosca pegatina así lo indicaba. Llegaron a un montacargas donde les esperaba su superior, un veterano de cincuenta años que había pisado más campos de batalla que todos sus subordinados juntos. Era de estatura media, complexión fuerte y mirada profunda. En su pecho numerosos galones adornaban la chaqueta de camuflaje en la que se podía leer su nombre: Mayor Philips.
-Moveos, esta entrega tiene que salir de aquí en siete minutos. Yo en persona la escoltaré hasta el punto de reunión. Una vez allí nos estarán esperando tres sujetos que se encargaran del resto del trayecto.
Como un solo hombre los soldados reaccionaron descargando el contenedor en el montacargas. Tras un chasquido se inició un lento descenso, el silencio era sepulcral y solo un leve zumbido cada vez que alcanzaban el nivel inferior rompía la armonía. Las puertas del montacargas se abrieron de nuevo para mostrarles un amplio garaje. Un camión blindado se acercó marcha atrás con la rampa de carga bajada. Dos militares más descendieron de la cabina para ayudar al proceso de montaje del arnés del contenedor. La fría mirada del Mayor controlaba el proceso, se podía apreciar un cierto desdén hacia sus propios hombres, lo que no ayudaba en absoluto a mejorar la opinión que de él poseían. Con el valioso cargamento instalado en el interior del vehículo todos los hombres se retiraron. Los dos pilotos ocuparon de nuevo sus posiciones y el Mayor Philips se sentó en el tercer asiento de la cabina.
Una pesada puerta metálica se abrió lentamente en el exterior del edificio. Las gruesas bisagras chirriaban mientras grandes trozos de oxido salían disparados por la fricción. Precedido de una nube de humo apareció el transporte, que a pesar de moverse a gran velocidad se desplazaba con firmeza por el embarrado suelo de la jungla. La mirada del Mayor estaba puesta en el horizonte. De la correcta resolución de esta misión dependía un jugoso ascenso. Un ascenso esperado durante años que le garantizaría un puesto en el Consejo de Seguridad. Rebuscando en el bolsillo exterior de su chaleco de protección extrajo un cilindro de color gris oscuro con un botón rojizo en su parte superior. Apretó el botón dos veces con una mueca en la cara que era lo mas parecido a una sonrisa que podía conseguir tras haber sufrido una terrible herida de guerra.
En otro lugar, a muchos kilómetros de distancia, se encendía una luz parpadeante que daba fe del inicio de la operación.
El brusco traqueteo que originaba la tortuosa senda provocaba grandes agitaciones en el liquido primario que contenía la cámara de aislamiento. En su interior, el ocupante comenzaba a golpearse levemente contra las paredes de su improvisada estancia. Podía sentir su cuerpo ardiendo, notaba como su piel bullía en una frenética actividad por el contacto del liquido azulado. No era consciente de su propia existencia pero si de lo que tenía a su alrededor. Su percepción traspasaba los limites de la comprensión humana, podía sentir el bullente calor del exterior del vehículo, la ardiente brisa que creaba el tubo de escape del transporte, y lo que era más importante, podía sentir la ansiedad del Mayor, el miedo de los conductores... Pero no podía percibir nada mas, no sentía dolor, no sentía angustia, ni alegría ni amor.
Una piedra de tamaño considerable se cruzó en el camino consiguiendo que el camión se elevase unos cuantos centímetros del suelo para caer de nuevo cargando todo su peso en la robusta suspensión de las ruedas. El Mayor soltó un gruñido de desaprobación y el conductor centró aun mas la vista en la carretera. En la parte trasera, su particular carga acababa de abrir los ojos.