Cuento II

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La mano huesuda y deforme se extiende señalando algún sitio impreciso, la mirada se clava en el pasado; el viejo grita con voz ronca y gastada la cobardía de esos que hoy son poderosos señores y habitan en lujosos palacios. Uno por uno los nombra, los acusa, denuncia la traición; recuerda el día en que –hace muchos años- decidieron rendirse sin pelear entregando la ciudad al enemigo, doblando el cuello bajo el yugo, aceptando la humillante servidumbre, la esclavitud. El viejo grita y condena. La gente se aparta. A su alrededor queda un vacío. Todos le dan la espalda. Nadie quiere escucharlo, recordar que sólo él se opuso a la conjura…
No lo mataron. Lo dejaron vivir en una celda privado de luz, encadenado, dándole basura por comida. Durante años fue golpeado; una y otra vez le rompieron la piel, los huesos, desgarraron sus músculos intentando quebrar cuerpo y alma. Le sacaron la vida hasta dejar en libertad a un anciano flaco y tembloroso, carente de fuerzas: un puñado de fracturas mal curadas, huesos torcidos por la tortura; un dolor que se mueve apoyado en un palo y malvive en las afueras de la ciudad. El viejo grita. La gente se aparta, los ojos se cierran. Los oídos se tapan. El viejo grita y la gente huye frente a los soldados que avanzan hasta rodearlo, de espaldas todos fingen no saber de la golpiza e ignoran el cuerpo sangrante que se revuelve en silencio en el suelo de la plaza cuando los soldados se retiran.
Arrastrándose, el hombre encuentra su báculo, se pone de pie y de alguna forma logra llegar a un callejón estrecho, oscuro y maloliente. Allí, en el rincón mas oculto, se sienta recostado a una pared. Le duele todo lo que no debe doler: los recuerdos, las espadas envainadas –esas que nunca brillaron en el combate-, le duele el miedo de la gente, la tranquila sumisión de su pueblo, le duele el aire pútrido de la esclavitud…
De la frente herida mana la sangre que se mezcla con las lágrimas en el rostro cubierto por las manos sucias, el cuerpo se estremece al compás de los sollozos; el tiempo pasa y alguien le toca el hombro, es un roce leve, suave como el ala de una mariposa, un roce que se transforma en un toque delicado y firme: “Beba un poco”, escucha. La voz lo obliga a mirar y ve a un niño ofreciendo un poco de agua. “Beba, está fresca”; pero al anciano le tiemblan demasiado las manos para sostener el cuenco. El niño lo ayuda y el agua atenúa un poco los dolores; con torpeza infantil le lava el rostro, venda la herida y vuelve a darle de beber. “¿Cómo fue todo?” le pregunta y el anciano se sorprende. “Cuéntenos, por favor”, dice otra voz; entonces descubre que no es uno sino cinco niños quienes le rodean; “Díganos, por favor, ¿Qué pasó?, ¿Cómo fue todo?”. Por unos instantes se queda en silencio; comienza a hablar y se detiene. Los ojos de esos niños lo obligan a calar. En ellos ve una mirada conocida. No son ojos ni mirada de niños. Ve el cansancio. El sabe, conoce bien ese cansancio. Es la mirada cansada del esclavo agazapado, harto de recibir golpes. El ha visto esa mirada en hombres cansados de soportar cadenas, de explicar su vida por órdenes salidas del garrote, mirada de gente cansada de tener miedo… es el cansancio brillante del siervo negándose ala servidumbre. Entonces habla, sin detenerse les cuenta todo y las horas pasan y los niños escuchan y entienden y con cada palabra el aire se hace más ligero y respirable, el cielo más azul y el brillo en las miradas se hizo más duro e intenso…
Cuando llegó a su choza en las afueras dela ciudad bebió un poco de miel y se dejó caer sobre la hierba seca, pero esa noche le pareció descansar en un colchón suave y mullido y por primera vez en mucho tiempo la pena se retiró un poco dejando paso al dolor del cuerpo.
El anciano duerme y sueña. Sueña porque los niños lo escucharon y los niños entienden y saben y crecen. Los niños crecen y no olvidan.
El anciano duerme y sueña porque el brillo de las espadas escondidas es mayor cuando las empuñan niños que crecieron hasta convertirse en hombres que recuerdan…
“Duerme, anciano, hoy has sembrado la esperanza. Descansa en paz. Que tus huesos alimenten la tierra hasta que la sangre limpie la traición. Descansa en paz, abuelo; porque los niños crecen y recuerdan
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