― ¡Abuelito! ¡Abuelito! ¡Cuéntame otra vez el cuento que tanto me gusta, por favor! – pedía a gritos Laia desde las rodillas de su abuelo.
― ¿Cuál? ¿El que habla del mar y las sirenas?
― ¡No! ¡Ese no! ¡El que habla de la creación del cielo!
― ¡Jajaja! ¡Ya lo sé, ya! ¡Venga va, vamos a la terraza y prepárate!
Laia, obediente, subió corriendo y entusiasmada las escaleras de la casa de su abuelo, una casa rústica situada en las afueras de un pequeño pueblo perdido en las montañas. Era de noche, el cielo estaba lleno de estrellas, una luna casi nuevo las acompañaba tímidamente, como si quisiera huir de todas aquellas miradas, y la suave brisa de verano envolvía a la niña de tan solo cinco años mientras preparaba los cojines de una cómoda y confortable hamaca. Cuando llegó su abuelo, los dos se tumbaron y se detuvieron un instante a contemplar maravillados aquel espléndido paisaje que la naturaleza les ofrecía.
― Venga, empecemos. Todo lo que voy a explicarte ocurrió hace muchos, muchos años, cuando todavía neo existía el cielo y en la Tierra sólo vivían los dioses. Como bien sabes, eran doce: Aries, Sagitario y Leo, que controlaban el fuego, eran los encargados de crear animales terrestres y aéreos con su fuerza, modelando los diferentes materiales del planeta; Tauro y Capricornio, con su facilidad para controlar la tierra, eran los creadores de montañas y acantilados por una parte, y árboles y flores por otra; Géminis, Libra y Acuario se encargaban de dar vida proveyendo de aire a los animales y las plantas que los dioses del fuego y de la tierra creaban; y, por último, Piscis, Cáncer y Escorpio, los dioses del agua, se encargaban de abastecer a la Tierra de este elemento dibujando ríos y mares, y también creaban y daban vida a los animales acuáticos.
Todos vivían en armonía. Se habían conocido al principio de todo, cuando se creó el universo, y se hicieron amigos de inmediato. De este modo, no tardaron mucho en idear la creación de un lugar donde vivir todos juntos, un lugar donde poder utilizar sus poderes para crear todo lo que quisieran, y, poco a poco, fueron creando nuestro planeta combinando sus grandiosos poderes. Por ejemplo, para crear las nubes tuvieron que trabajan juntos los dioses de agua y de aire, o, para crear volcanes, los de tierra con los de fuego.
― Pero eso no duró para siempre, ¿verdad abuelito?
― No, no duró siempre. Un día, Aries, que era muy aventurero, salió a dar un paseo por el mundo, atravesando ríos y lagos, escalando montañas y buceando por el inmenso fondo marino, y mira por donde, cuando ya regresaba a casa se encontró con un dios desconocido, Virgo.
Virgo era una joven y hermosa diosa que llegó a la Tierra atraída por la gran belleza de los animales, plantas y parajes de los dioses que allí vivían, de modo que cuando Aries la encontró, ésta iba emocionada de un lado a otro admirando todas y cada una de las creaciones de los dioses.
Aries sintió como su corazón se aceleraba sin saber por qué (a fin de cuentas, nunca había visto a una mujer, ya que todos los dioses que conocía eran hombres), así que decidió acercarse un poco más a ella bajo la forma de una cabra montesa.
La diosa se asustó un poco al principio, ya que enseguida se dio cuenta de que aquella no era una cabra normal y corriente, pero al final aceptó la compañía de Aries y éste, loco de alegría y de felicidad que nunca había conocido, decidió mostrarle a Virgo el proceso de creación de aquellos animales que tanto le habían gustado, así que la subió a su lomo y la llevó con Sagitario y Leo, sus compañeros.
Al igual que le pasó a Aries, Sagitario y Leo sintieron como su corazón se aceleraba de repente y una gran alegría y emoción los embargó por completo, ¡y era porque todos se habían enamorado de Virgo!
Los dioses del fuego se pusieron a trabajar bajo la atenta y atónita mirada de la diosa, que vio como los materiales más sencillos del mundo como la tierra o el agua era modelados y trabajados, convirtiéndose en animales que más tarde tendrían vida propia. Y así fue pasando el tiempo y los dioses del fuego decidieron descansar, ya que la creación de aquellas espléndidas criaturas los había dejado completamente agotados.
Virgo, cuando sus nuevos amigos se durmieron, no pudo resistir la tentación y decidió que ella también crearía un nuevo animal. “Yo también quiero colaborar en la creación del planeta”, pensó. Cogió un poquito de esto, otro poquito de aquello, lo mezcló y amasó con todo el amor del mundo y le dio forma. Justo cuando lo estaba acabando, Leo apareció y, al ver a la diosa utilizando sus herramientas sin permiso, se enfadó muchísimo, tanto que se convirtió en un feroz león y se lanzó bruscamente contra la asustada Virgo, quién huyó de allí presa del pánico.
La diosa corrió mucho, sin parar, sin mirar atrás, hasta que llegó a la falda de la montaña más alta que jamás había visto. “Allí arriba no podrán encontrarme”, pensó, y acto seguido empezó a escalarla, y cuando por fin llegó a la cima, encontró una caverna y decidió entrar a dormir un poco.
Cuando despertó, se vio envuelta con sábanas de seda en una confortable cama. Un poco desorientada se levantó y salió de la habitación hacia un oscuro pasillo. Al fondo del todo se veía una luz, así que Virgo fue para ver qué era aquella luz, y fue entonces cuando conoció a los dioses de la tierra, Tauro y Capricornio, que estaban trabajando en aquel momento. El primero forjaba grandes montañas con su poderoso martillo mientras que el segundo creaba delicadamente todo tipo de árboles y plantas de mil formas y colores diferentes.
Al ver a Virgo, los dos dioses se presentaros y le mostraron su trabajo, ya que la diosa demostró tener mucho interés. Tanto preguntó y se interesó que los dioses le preguntaron si le gustaría trabajar con ellos. Con lágrimas de alegría, Virgo se puso manos a la obra, poniendo todo su espíritu en lo que hacía, y creó una azucena blanca como la nieve.
Entusiasmada y radiante de alegría fue corriendo a enseñársela a sus compañeros, pero a éstos, que eran muy conservadores en cuanto a las formas y los colores, no les gustó nada. “Muy frágil”, dijo uno; “Muy rara”, dijo el tro; y la pobre Virgo, al volver a sentirse rechazada, salió llorando de allí.
Pese a todo, los dioses de la tierra corrieron detrás de ella hasta alcanzarla, y le recomendaron que fuese con los dioses del agua, ya que estos entenderían mucho mejor su arte innovador, y mientras la diosa se alejaba, lágrimas de tristeza rodaban por los ojos de aquellos dos dioses de la tierra que habían descubierto el amor.
El viaje hasta llegar a la morada de los dioses del agua no fue muy difícil. Virgo se dejó llevar por las aguas de un tranquilo río que encontró hasta que éstas la llevaron hasta el mar, y allí preguntó a un banco de peces, que la guiaron en seguida hasta la puerta de una gran mansión submarina hecha con corales y conchas.
Temblorosa, golpeó la puerta, y está se abrió sola. “¡Pasa, pasa! ¡Te estábamos esperando!”, gritó una voz desde el interior, y la diosa se dejó guiar por ésta hasta llegar a una gran sala donde Piscis, Cáncer y Escorpio trabajaban.
Los dioses de la tierra los habían avisado de su llegada y les habían rogado que le permitiesen trabajar con ellos, así que ya le habían preparado una mesa donde trabajar con todo el material necesario. Virgo se lo agradeció de todo corazón y se uso a trabajar de inmediato.
Tardó tres días y tres noches, ya que quería que su creación fuese perfecta para que fuese del agrado de los dioses del agua, hasta que finalmente la acabó. Se trataba de un maravilloso mamífero marino de color discreto, capaz de nadar a una gran velocidad, dotado de una gran inteligencia y un hocico alargado.
― ¿Un delfín?
― Bueno, se podría decir que sí.
― ¿Y a los dioses del agua les gustó?
― ¡Ya lo creo! ¡Les encantó! Estaban completamente maravillados con aquel espléndido animal que Virgo había concebido, y ésta fue, por primera vez, feliz, muy feliz.
El tiempo fue pasando y los cuatro dioses trabajaban sin descanso, creando nuevas especias y parando únicamente para descansar. Al principio parecía que todo iba sobre ruedas, pero los dioses del agua en realidad tenían mucha envidia de la diosa, ya que desde que ella llegó, sus criaturas parecían muy feas en comparación con las de Virgo, y el que más rabia tenía de todos era Escorpio, que era el que peor parado salía.
Una noche, mientras todo el mundo descansa, Escorpio se transformó en un pequeño y venenoso escorpión, se acercó sigilosamente a Virgo y la picó mientras dormía. De la picadura, ésta se despertó y, al darse cuenta de lo que había pasado huyó.
Al salir de aquella mansión, el veneno empezó a hacer efecto y la diosa dejó de poder moverse quedando a merced de las grandes corrientes marinas que arrastraban su cuerpo inerte a voluntad mientras su vida se iba extinguiendo poco a poco.
Por suerte, Géminis, un dios del viento que viajaba en una nube, vio el cuerpo de la diosa y lo recogió, y al ver la marca de la picadura del escorpión lo entendió todo. Rápidamente utilizó sus poderes curativos para retener el veneno y evitar que se extendiese más por su cuerpo, y la llevó a su casa donde, con la ayuda de su compañero Acuario, consiguió salvar la vida de la joven.
Virgo, al despertar y recordar lo que había pasado, no se lo pensó dos veces y huyó de todo y de todos. Se arrepentía de haber llegado a la Tierra, de haber pensado que ella también podría colaborar en la creación de la vida de ésta, de haber conocido a todos los dioses que allí vivían y, sobretodo, de haberse enamorado de todos y cada uno de ellos, así que abandonó el planeta refugiándose en algún rincón del universo.
La diosa no supo cuánto tiempo pasó; sólo sabía que, por mucho que pasase, no conseguiría olvidar la Tierra y sus dioses, y cada vez que lo pensaba la invadía una gran tristeza que no la dejaba vivir en paz.
Uno de estos días se armó de valor y decidió regresar, pero lo que vio al llegar no fue lo que ella esperaba. En vez de grandes ríos y mares, de frondosos bosques verdes llenos de animales, se encontró con desiertos, huracanes, incendios y muerte por todas partes. Lágrimas tan brillantes como el Sol rodaron por la cara de Virgo y cayeron en el planeta, y por alguna extraña razón los incendios se sofocaron, los huracanes se calmaron, pero por desgracia ya era demasiado tarde; todos los seres vivos del planeta habían muerto.
Libra, el dios juez de la Tierra, se apareció al lado de Virgo y le explicó lo sucedido. Los dioses habían pasado muchos y muchos eones conviviendo solos, haciendo las cosas de una determinada manera, estableciendo una serie de normas y criterios que Virgo, con su repentina aparición y su gran imaginación y capacidad de creación, desbarató por completo. De este modo, los dioses reaccionaron a esta situación excluyéndola e, incluso, intentando matarla, por miedo a la novedad, al cambio y, sobretodo, por miedo al nuevo sentimiento que había despertado en ellos: el amor. Al principio todos se alegraron de su marcha, pero al poco tiempo comenzaron a echarla de menos muchísimo, así que descuidaron su trabajo y sus obligaciones y salieron a buscarla… sin éxito.
Al volver, empezaron a discutir entre ellos, echándose la culpa unos a otros, y el caos se apoderó de la Tierra. Los elementos, igual que los dioses, se descontrolaron y acabaron con todo lo que había, y si no lo detenían pronto el planeta entero desaparecería, y todos los dioses con él. Por suerte, Libra ya había pensado en un plan, ¿y sabes qué hizo?
― ¿¡Qué!? ¿¡Qué!?
― Libra mató a Virgo con sus poderes, cogió su cuerpo y apareció en medio de todos los dioses con la diosa en brazos, reprochándoles que su furia la había matado.
― ¡Pero eso es horrible, abuelito!
― Lo se, pero gracias a eso los elementos se calmaron, aunque la tristeza se apoderó del planeta y de los dioses, que lloraron y lloraron. Virgo se sacrificó para salvar aquello que tanto amaba, y los dioses, para poder contemplar a la que había sido el amor de todos, combinaron sus grandes poderes y crearon el cielo, donde dejaron reposar el cuerpo inerte y brillante de la diosa. Después, muchos dioses quisieron subir al cielo con ella para estar siempre a su lado, pero Libra no se lo permitió. Como juez, los condenó a vivir en la Tierra, a repararla y a cuidarla para siempre bajo la atenta mirada de Virgo, y éstos no tuvieron alternativa alguna más que obedecer.
Los dioses volvieron al trabajo. Después de limpiar todo el planeta lo restauraron con todo su grandioso repertorio de animales, plantas, montañas, ríos y mares, pero aún así el planeta no lucía el brillo de antaño.
Capricornio, haciendo limpieza en el taller donde creaba sus plantas y árboles, encontró la azucena que Virgo había creado mucho tiempo atrás y decidió que a partir de aquel momento intentaría crear especies nuevas basándose en aquella bella y pura flor. Y lo mismo los pasó a los dioses del agua con la cantidad de animales y plantas que la diosa ideó e imaginó.
Poco después, el planeta brillaba con luz propia y un cierto aire de juventud, y todo gracias a las creaciones de Virgo y, sobretodo, al amor que todos habían depositado en aquellas magníficas creaciones. Pero pese a todo, aunque aquellas espléndidas creaciones eran obra de la diosa, no eran ella, y los dioses sólo querían que se hiciese de noche con tal de poder verla de nuevo y mostrarle todo lo que habían construido gracias a ella.
Por otro lado, los dioses del fuego hacía mucho tiempo que no salían de su cueva, y no atendían a la llamada de ninguno de los otros dioses. Todos lo atribuían a la tristeza y pensaban que sólo necesitaban un poco de tiempo, pero en realidad los dioses estaban plenamente volcados en un gran proyecto: la finalización del animal que Virgo dejó incompleta en su casa.
Sin duda, la diosa había hecho una espléndida faena, pero por desgracia no la había acabado, y los dioses pensaron y discutieron muchísimo sobre cómo completar aquella creación dándole el carácter y la belleza que Virgo era capaz de dar, y finalmente lo consiguieron. Cuando todos los dioses se enteraron, quisieron asistir al ritual mediante el cual los dioses del aire daban vida a las criaturas.
Con todos reunidos, incluso Libra, Géminis y Acuario empezaron el ritual. Éste consistía en un baile y un cántico mediante los cuales los dioses canalizaban la energía infinita del universa hacia el cuerpo rígido y frío de las criaturas inertes, y , poco a poco, esta energía los llenaba hasta desbordar aquel cuerpo de vida, pero, a diferencia del resto de seres del planeta, esta vez fue un ritual muy especial, ya que quisieron colaborar todos los dioses. De este modo, dieron vida a la raza más perfecta de todas cuantas habían creado, la raza humana, y cuando acabaron, Libra les dio una noticia que les hizo saltar el corazón a todos: Virgo no estaba muerta.
Les contó que en realidad la diosa sólo dormía por culpa de un conjuro provocado por él mismo. ¡Todo había sido una estrategia para restaurar la paz del planeta! Y no sólo eso. Los humanos heredaron la Tierra, convirtiéndose en los nuevos protectores y guardianes de las criaturas que allí habitaban, de manera que los dioses pudieron dejar atrás sus ocupaciones para siempre y pudieron instalarse definitivamente en el cielo con Virgo, a quién encontraron tal y como la habían dejado.
Todos se acercaron a ella, y Libra la libró del conjuro de sueño, y cuando abrió los ojos y los vio a todos allí, los doce se fundieron en un eterno abrazo y fueron felices. Y como puedes ver, aún hoy en día están allí arriba, todos juntos, viviendo tranquilamente sin ninguna preocupación más que disfrutar de su mutua compañía.
Laia y su abuelo observaron maravillados y en silencio las numerosas constelaciones que brillaban en el cielo. Por la cabeza de la niña todavía bailaban las imágenes que su mente había creado mientras su abuelo le contaba la leyenda cuando le vino a la cabeza una importante cuestión.
― Abuelito, ¿y de verdad dejaron a los humanos a cargo del planeta?
― Sí, eso dice la leyenda.
― Vaya... pues espero que a ningún dios le de por mirar a ver como van las cosas por aquí…
― ¡Jajaja! ¡Caramba que nieta más lista tengo! ¿Sabes? Hay quien dice que a veces los dioses bajan a la Tierra y se reencarnan en personas, y que estas personas están destinadas a realizar grandes proezas utilizando los poderes innatos que heredan de su naturaleza divina, pero eso ya te lo explicaré mejor mañana, que hoy ya se nos ha hecho muy tarde. ¡Venga va! ¡A la cama!
Ambos, abuelo y nieta, bajaron las escaleras de la casa hasta llegar a su habitación, se acostaron uno al lado del otro y apagaron las luces. Laia se durmió en seguida, pero su abuelo se quedó un buen rato despierto imaginando cómo sería la vida de su nieta, imaginando que la leyenda era cierta, que Laia en realidad era la reencarnación de la diosa Virgo y que le esperaba un rico y maravilloso futuro. Y con estos pensamientos, el abuelo cayó en el sopor de la noche mientras en el cielo las estrellas brillaban, como cada noche, con su intermitente y misteriosa luz.