I
Costa Cantábrica. Siglo XIX
Tres días sin noticias suyas fueron suficientes para alarmar a medio pueblo. La plaza, abarrotada como todas las tardes de verano por niños y no tan niños en busca de la tan preciada sombra de los frondosos árboles era un alboroto, y en multitud de corrillos el tema de conversación era el mismo. Mujeres cuchicheando en voz baja, y de vez en cuando una de ellas que echa una mirada furtiva, rápida, aguileña, en busca de posibles infiltrados en su grupo. Ancianos gritando, imponiéndose unos a otros cada cual a su manera, ya sea esta un bastón de madera o un temible gruñido. Y no se dan cuenta de que los gritos y las discusiones no resucitan a los muertos, aunque claro, ellos no saben que ella esta muerta, y es por eso por lo que discuten, y es por ello también por lo que discuten las mujeres, y también es por ello por lo que sus vecinos mas cobardes no salen de casa, atemorizados de lo que le haya ocurrido, y de paso, guardando sus espaldas.
La pescadera bajaba la calle estrecha y sombría que daba a su casa. Cargaba con un cajón vació. Había sido un buen día, pensaba, demasiado bueno para ser verano, mañana será diferente, seguro, mañana no venderé nada, y no tendré que darles a los míos que llevarse a la boca, porque ya se sabe, en casa de herrero, cuchillo de palo.
Tan inmersa en sus pensamientos iba, que al llegar al puerto ni siquiera echo una mirada a la multitud que se agrupaba en una cornisa del dique, la misma multitud que pocas horas antes había estado en la plaza, y la misma que probablemente esa noche llenaría el nuevo paseo de la colina. O quizás no. No ese día.
-¡Matilde, por dios, llama a tu marido!- Una mujer con pañuelo a la cabeza se había percatado de la presencia de la pescadera y la gritaba desde lo lejos. Matilde giro entonces la cabeza, aún metida de lleno en sus pensamientos.
-¡Matilde, deprisa, llama a tu marido!, ¡es tu sobrina!- Grito con mas fuerza la del pañuelo. Fue entonces cuando Matilde pareció volver en si, y fijando la vista en la multitud de curiosos que unos metros mas allá se agolpaban señalando el agua, sus ojos se abrieron como platos y una angustia la lleno por dentro. -La niña, ay mi niña, que me la ha tragado el mar.
Y así era. Minutos después, un joven, por orden del policía del pueblo , recogía el cuerpo sin vida de Marian y lo colocaba a duras penas en el pequeño bote. Tenía el cuerpo desnudo y completamente rígido, por lo que la única manta que llevaban en el bote no bastó para tapar todo su cuerpo. Los comentarios se oían a la vez que el cuerpo pasaba delante de los espectadores. Está llena de magulladuras, decían unos, sí, y también parece que tenga una herida en la cabeza, añadían otros. Las múltiples hipótesis de su muerte también comenzaron a surgir, más sino lo habían hecho antes era por simple vergüenza, no querían ser los anunciantes de una muerte ya prevista. Es más, no querían ser los primeros sospechosos de un asesinato sin asesino. O eso es al menos lo que ellos pensaban.
Una vez se hubo calmado el pueblo, o mejor dicho, una vez transportado el cadáver al almacén pesquero que hacía las veces de tanatorio y la muchedumbre se había disuelto, Matilde, en brazos de una de sus vecinas, prima para mas señas, avanzaba el pequeño trecho que había del muelle al almacén. A duras penas podía caminar, lloriqueaba y se abrazaba con todas sus fuerzas a su prima, que era la que la mantenía en pie, también ésta emocionada. Si eterno fue el camino hasta allí, mas duro sería el trámite legal aquel que, cruel, le obligaba a observar de nuevo el cadáver, para comunicar a un impasible doctor, que sí, que aquella era su sobrina.