IV
Dos chicos golpeaban la pelota contra la pared, uno era más habilidoso que el otro y hacía correr a este último por todo el frontón. Sebastián se divertía viendo el trepidante partido de pelota sentado en un banco de piedra, a la sombra de los árboles. Era media tarde y el sol poco a poco iba perdiendo fuerza, pero aun así se sentó a la sombra, y con las piernas estiradas disfrutaba de un espectáculo que casi tenía olvidado. Mientras veía las idas y venidas de la pelota y del pelotari menos bueno, se liaba un cigarrillo, quería fumarse uno allí placidamente.
- ¡Tanto! Y ya llevo dieciocho, cada vez te pesa mas el culo Algorta.
- ¡Pero que me dices, si has dejado dar dos botes a la pelota, no seas gárrulo y pásame la pelota, que me toca sacar!
- ¿Estás insinuando que soy un tramposo?
- No lo insinúo, lo afirmo.
Sebastián miraba con una sonrisa en la boca a los chavales. Tenían tanta afición estos que no les gustaba perder ni en los partillos que jugaban con los amigos. ¿y a quien si?. El que había empezado la discusión echó una mirada a Sebastián, y se dirigió a él.
- Señor, no habrá visto por casualidad el tanto.
- Si, si que lo he visto.-Contestó.
- ¿Verdad que ha dado dos botes la pelota cuando este tramposo la devolvió?
- No os voy a decir cuantos botes ha dado, en vez de eso porque no sacáis de nuevo este tanto.
- ¡Ha dado dos botes!.
- ¡Que ha sido solo uno!
Sebastián se levantó apresuradamente tratando de no ser visto por los chavales, que querían que hiciese de juez ocasional. Ni un cigarrillo tranquilo se puede fumar pensó. Dando una calada, giró en la primera calle a la izquierda, dando esquinazo lo más rápido posible a los crios. Era una callejuela pequeña, estrecha y empinada. Un olor a pescado invadió el ambiente. Conocía esa calle, había subido esa cuesta cientos de veces, y otras tantas la había bajado del otro lado, ya con carmen de la mano, camino del puerto, camino del paseo diario. Esos recuerdos invadieron su mente, le llevaron a tiempo atrás, no mucho, pero si lo suficiente como para no haber olvidado del todo. Una calada mas, un paso más, quería dejar atrás cuanto antes ese callejón, pero claro, las cosas nunca suceden como uno quiere.
- Al parecer sigues aun con ese mal hábito tuyo.
- Le prometí a su hija dejarlo cuando me casara con ella. Lamentablemente eso nunca pasó. Nunca dejaré de fumar. No.
Sebastián giró entonces la cabeza, y vio a una Matilde envejecida, doblada por las desgracias con las que la vida le había hecho enfrentarse. La vio y se apiadó de ella. Nunca la había visto así. Salió esta entonces de la puerta y Sebastián la abrazó. Había sido su madre antaño, mas aun cuando su verdadera madre murió y ayudado por ella y por Maria Fe (su prometida) había logrado pasar aquellos malos momentos.
- Son malos momentos Sebastián, acabamos de enterrar a nuestra pequeña. Pasa dentro, hay mucho que contar.
Sebastián no tuvo mas remedio que entrar. La casa estaba revuelta, no imaginaba como aquella mujer, tan ordenada y fiel a sus costumbres podía vivir allí. Definitivamente la muerte de la cría la había superado, y no podía contar con el apoyo de su marido, que desde la muerte de su hija vagaba por el mundo, se perdía meses y meses sabe dios por donde, y volvía, con el carácter mas huraño que cuando se fue. Y así era como Matilde debía mantener a su sobrina y a ella misma, y lo hacía como podía en la pescadería. Heliodoro no traía mas que problemas a casa. Últimamente ni venía por casa, se había instalado en la antigua casa de sus padres, y allí se reunía con unos tipos extranjeros, con los que supuestamente trabajaba. Y luego estaba Marian. La trajo un día a casa, diciendo que era la hija de su difunto hermano Lucas, y que quería que viviera allí con él. Sebastián escuchaba atento la historia de la buena mujer. Según avanzaba en la historia, el tono de esta se volvía mas y mas quebrado, e incluso al joven le entro una desazón en el cuerpo que le hacía erizarse su pelo por momentos. Era una historia muy dura.
Matilde continúo. Al parecer, Marian nunca se adaptó a vivir con ellos. Heliodoro decía que era por el tiempo que llevaba en el orfanato, que allí tratan muy mal a las pobres criaturas. Pero el tiempo pasaba y pasaba y Marian no mejoraba. No hablaba con nadie y solamente se dedicaba a vagar por el muelle. Allí se pasaba horas y horas sentada, mirando al horizonte, como si esperara la llegada de alguien. Matilde lloraba, sacó un pañuelo y se quitó las gotas que le caían por la mejilla, hasta que no aguanto más y se puso a llorar desconsoladamente. Sebastián la animó como pudo, pero poco pudo hacer. Se levantó del sillón y fue en busca de un pañuelo. Conocía la casa al dedillo, y cuando volvía, ya con el pañuelo en mano, se fijó en una pequeña foto que colgaba de la pared.
- ¿Era esta Marian?
Matilde levantó la cabeza. –Si, lo era.- Volvieron los sollozos.
Sebastián se quedo observando la foto un momento, le habían venido los recuerdos de nuevo. Y es que aquella chica de larga melena, ojos pálidos y mirada perdida se parecía enormemente a su Marife. En ese momento, el también lloró.