VI
Heliodoro no se había percatado de la presencia que oculta en el monte unos metros hacia arriba había presenciado la reyerta con el negro. Sabía que nadie pasaba por allí, mas le valía al valiente que lo hiciera que no le cogiera espiando o merodeando por los alrededores. Estaba seguro que nadie había visto lo ocurrido, aún así trabajó rápidamente. Cogió de los pies a su victima y la introdujo en la casa. Una vez allí pensó donde esconderlo. Los nervios estaban aumentando, temía la llegada de alguien y finalmente decidió dejar allí en medio, inconsciente al negro. Tomó un pequeño bolso y metió algo de ropa, comida y el poco dinero que pudo reunir. Entonces salió de la casa corriendo. El miedo podía con él, los pies no le respondían, quería avanzar rápido pero la sensación de que no llegaría a ninguna parte le angustiaba. De una u otra manera, sabía que fuera dónde fuera no estaría lo suficientemente lejos del Houngan, que estaba atado de manos y pies a lo que aquellos tipos quisieran hacer con él. Pero siguió huyendo, antes perder las fuerzas que la esperanza, pensó.
Minutos después el tipo negro con el que se había topado Sebastián llegaba hasta la mansión. Antes de entrar se alarmó, sus sentidos le decían que algo trágico había sucedido, su mente palpaba la tensión que poco antes había invadido la casa. Entró en la casa y vio al otro hombre en el suelo, boca abajo, un pequeño hilo de sangre salía de su oído. Se arrodilló ante él y comprobó que aún estaba vivo, palpando la sangre que le salía del oído le dibujó con ella una especie de estrella en la frente. Luego se levantó y murmuró unas palabras para sí mismo. Se cercioró de que el hombre que buscaba no estaba en la casa y sacó del bolsillo un pequeño muñeco de trapo. Era una especie de persona en miniatura, los brazos, las piernas, todo hecho con una magnífica destreza. El pelo era tan real que a muchos produciría pavor, debido a lo real que parecía. Era tan auténtico cómo lo el pelo de los ancianos, blanco y a punto de perder toda su vida. En ese momento el Houngan se llevó una mano al pelo, y una larga melena le cayó sobre los hombros. Con el alfiler que sacó del pelo en las manos pronunció de nuevo unas palabras en voz baja, una especie de oración, y punzo el alfiler varias veces en el muñeco de trapo.
- No escaparás Solitario. Pagarás con sangre romper el trato.
Se guardó de nuevo el muñeco con el alfiler clavado en el bolsillo y salió fuera de la casa. Allí, a la puerta fijó su vista en el mar, en el aire que éste traía del norte, el mismo aire que le dijo que camino tomar. Habilidosa y rápidamente, tomó el mismo camino que Heliodoro había tomado tiempo atrás y en poco tiempo se perdió de vista entre la vegetación. Bien sabía Heliodoro que no podría dejarlo atrás, pues a ese ritmo en poco tiempo estaría en manos del Houngan. Más seguro estuvo aún cuando un pinchazo en el pecho le hizo caer por un terraplén. Un nuevo pinchazo en la rodilla, mas agudo aún que el primero, le impidió ponerse en pie. La desesperación se apoderaba de él, allí tirado en un agujero en medio de la nada, sin poder ponerse en pie, y con la noche cayendo sobre él. Lo peor estaba por venir.