IX
Sebastián guardó bien aquellos documentos. No quería dejarlos a la vista de su padre, bastante tenía ya el viejo Ciano con sus conjeturas como para ponerle todavía las cosas mas claras. Aún no era el momento de contarle aquella historia a su padre, aunque Sebastián sospechaba que éste sabía ya muchas cosas de lo que estaba ocurriendo. De aquella manera salió de la casa, con las manos vacías, esperando traer alguna noticia que aclarara aquel embrollo. De camino se preguntaba una y otra vez cómo demonios habría sido capaz Heliodoro de tramar tal horrendo acto, y más aún, se preguntaba cuál había sido el desenlace de éste.
Subió de nuevo la cuesta que daba a la casa de Matilde, dejando atrás de nuevo a Algorta, que esta vez jugaba con un rival más a su medida. No había nadie en la casa, por lo que tuvo que rodear toda la calle para llegar a la pescadería. Allí, una multitud llenaba el pequeño establecimiento. Unos por curiosidad, otros por pura necesidad y también los había que por morbo habían acudido a visitar a la pobre mujer que acababa hacía tan poco tiempo de enterrar a su sobrina. El alboroto era mayor que cualquier día normal y Sebastián se sorprendió tanto al verlo que decidió no entrar hasta que estuviera más calmado.
Paseaba de un lado a otro de la calle tranquilamente, esperando su turno, el gentío continuaba entrando y saliendo y cuando al fin vio que Matilde salía de la tienda, no era la hora del cierre, pero posiblemente estuviera ya hartada de el agobio de la gente del pueblo. Nada más salir, se percató en que Sebastián estaba por allí, y se dirigió hacia él.
-¿Vienes tu también a ofrecer tu hombro para que esta desgraciada llore a gusto?
-No soy como ellos, sólo quiero charlar un rato.
-Habla pues, pero no me calientes más la cabeza, no quiero que te apiades de mí como esos falsos de ahí adentro.
Llegaron al muelle, donde días antes comenzaron los hechos de esta historia. La mujer paró entonces sus pasos, y miró a los barcos que esperaban la hora para salir a faenar, fue entonces cuando recordó a su marido, y le habló a Sebastián.
-Heliodoro se ha marchado. No espero su vuelta. La última vez me dijo que aquí ya no le quedaba nada... yo ya no era nada para él. –Matilde hablaba y no dejaba entrever sus sentimientos en sus palabras. Solamente anunciaba los hechos, como alguien que se sienta a observar ver pasar su vida.
-Ya lo había hecho otras veces, ¿verdad?. El marcharse sin decir nada.
Matilde lo miró a los ojos. –Veo que te has informado ya de lo que ocurría en mi casa. Sí, ya lo hizo antes, pero siempre volvía. Antes era distinto. Con esos tipos con los que venía, llegaba un día y al día siguiente se iba, y se llevaba todo el dinero. No se para que lo quería, nunca me atreví a preguntárselo, desde que murió nuestra hija estaba muy distante y yo con sacar adelante la pescadería tenía suficiente.
Sebastián presintió entonces que la conversación iba por donde el quería que fueran. Era mejor no preguntar, Matilde se desahogaría ella sola, y le contaría todo lo que sabía. Se sentaron en un banco del muelle y siguieron charlando. Matilde hablaba sin parar, y Sebastián escuchaba atento, atando cabos ahora que veía las cosas mas claras.
-Cuando murió Marife, Heliodoro estuvo insoportable. Tu te fuiste, no creo que huyeras, pues ya no había nada aquí que te atara, así que no lo viste, pero su carácter fue cambiando, se convirtió en una bicho sin sentimientos. O eso creía yo. Dejó su trabajo, y de vez en cuando aparecía con ese tipo negro. Mala gente. No se en que estarán metidos, no me importa. Ahora ya nada importa. Solo la tenía a ella.
Sebastián esperaba que le dijera algo más, algo que le indicara que tramaba Heliodoro en sus viajes. Entonces, se decidió a preguntarle. Trató de que no descubriera lo que sabía, pero Matilde en ningún momento sospecho, su estado de debilidad la dejaba abierta a hablar de cualquier cosa. Así que siguió hablando.
-Como ya te he dicho, se había ido sin decir nada en más ocasiones, pero cuando murió nuestra hija ni se dónde fue ni porque. Nunca quería hablar de ello. Volvió un día, en un pequeño barco pesquero que decía venir de Francia. No creo que estuviera allí trabajando. El trato que les dan a los pescadores de aquí lo habría soportado Heliodoro. Y él vino acabado. Estuvo tres semanas vagabundeando de aquí para allá, no quería hablar con nadie. Se levantaba pronto a la mañana y se acercaba al cementerio. Allí pasaba la mañana. Me lo han contado muchos que lo vieron. Se sentaba en el suelo y dejaba pasar la horas muertas mirando fijamente el sepulcro de su hija. Sin decir nada. Sin dejar caer una lagrima. Cuando el hambre, el frío o la lluvia lo devolvían a la realidad, pasaba por casa, comía algo o se arreglaba un poco y entonces se iba al puerto. Y allí mirando al horizonte, maldecía una y otra vez a los barcos que llegaban a puerto y no eran sus deseados.
Entonces, un día, me dijo que tenía una buena noticia que darme. Una buena y una mala, pero que la mala no le preocuparía para nada. Había estado algo inquieto los días anteriores, siempre de aquí para allá, hablando entre dientes. Pensé que tramaría algo, pero nunca me imagine que fuera algo así. Me hizo sentar a la mesa, le brillaban los ojos, juraría incluso que había estado llorando. Le temblaban las manos, entonces agarró las mías y me hablo.
-Mira Matilde, esta cosa que te voy a contar es muy importante. –No sabía ni por donde empezar.- Te he hablado muchas veces de Ángel, que en paz descanse.
-Si Heliodoro, Ángel, tu hermano mayor. ¿verdad?
-El mismo Matilde. Tu no lo conociste, ni a él ni a su hija. La muy pobrecita se ha pasado toda su vida en un orfanato y ahora que es mayor de edad no tiene donde ir. Así que he decidido adoptarla y que nos haga compañía.
Matilde sonrió. –Estaba tan ilusionado con la llegada de su sobrina que no dije nada. Y así fue como Marian llegó a casa.
Entonces su sonrisa desapareció de su cara.- Era una chica muy callada, demasiado diría yo, pero Heliodoro decía que había que darle tiempo, que no me preocupara, que sería como una hija para mi. Pero nunca lo fue. Me hacía compañía a las noches, cuando Heliodoro desaparecía, yo le contaba historias de la mar y de sus antepasados, ella solo me miraba y asentía. A veces incluso dejaba escapar una tímida sonrisa, cuando le hablaba de su prima pero nunca decía nada, pero al menos era mejor aquello que nada, y la cogí cariño.
Sebastián se estremecía por momentos. La carta de Heliodoro, los tipos del caribe, y ahora la aparición de esta chica tan... distinta. Todo parecía conectar y sus sentimientos de odio hacía Heliodoro se juntaban con los de lastima hacia Matilde, su ignorancia ante lo que suponía estaba pasando delante de sus ojos, algo que incluso el mismo se atrevía a debatir.
Entonces una explosión se escuchó a lo lejos. Provenía del monte, la casa de Heliodoro estaba en llamas. Una enorme nube negra se extendía hasta el cielo y muchos curiosos se acercaban al puerto, desde donde la visión de la casa envuelta en llamas era estremecedora.
Sebastián cogió de la mano a Matilde y ambos corrieron en dirección a la casa. Cuando llegaron, varios muchachos rodeaban a Heliodoro. Juntos lo habían logrado sacar de la casa arrastras. Respiraba con dificultad y tenía la ropa quemada por completo. Sebastián apartó de allí a los jóvenes, que casualmente eran los chicos del frontón. Heliodoro abrió los ojos, tosía mucho y tenía la piel completamente incandescente. Matilde le agarró la mano y trató de hablarle.
-Lo siento, Matilde, sólo quería lo mejor para nosotros.
-¿De que me hablas?. Las lagrimas empezaban a recorrer su mejilla.
-Eso no importa, sólo quiero que me perdones.
-¿Qué te perdone porque Heliodoro?, ¡contéstame, no te vayas tu también!.
-Quizá su padre te lo pueda contar mejor-dijo Heliodoro señalando a Sebastián.
-¿Mi padre?. Que tiene el que ver en todo esto.
-Es una larga historia, pero has de saber que toda ella comenzó por su culpa, sino fuera por él, no me habría topado con esos desalmados. Eran monstruos sin civilizar.
Sebastián se quedó de piedra. No podía creer lo que estaba oyendo. Su padre también metido en esto. Entonces corrió, corrió a su casa en su busca.
Abrió entonces la puerta y otra sorpresa llegó a sus ojos. El cuerpo de su padre, suspendido sin vida, colgaba de uno de los grandes lamparones de la casa. El cuerpo giraba sobre si mismo, dejando ver la cara blanca, e inanimada del viejo. Sus manos, rígidas, agarraban un papel, el mismo que Sebastián escondió aquel mismo día para alejarlo de su vista. Se los arrancó con furia de las manos y distinguió unas letras escritas en él.
Lo siento hijo, tan solo buscaba lo mejor para ti.
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