Me pregunto de dónde ha salido la materia de la que estoy hecho. Mis padres me prestaron mis primeras células y luego fui creciendo gracias al alimento. Pero, entonces, ¿de dónde salió la materia de mis padres, de mis abuelos ... y de toda la pitanza que entre mis ancestros y yo nos hemos ventilado? La imperecedera sabiduría de los antepasados nos recuerda que somos la naturaleza misma: una vieja leyenda maya-quiché dice que los hombres fueron hechos de maíz y otras nos hacen emparentar con diversos frutos de la tierra. Y la sabiduría moderna, la ciencia, lo confirma: estamos hechos de átomos, de los mismos ciento y pico elementos de los que está hecho todo el universo –los de la famosa tabla periódica que nos hacían aprender en la escuela con la cantinela de hidrógeno-litio-sodio-potasio ...
Me parece asombroso que los cielos y la tierra, las cosas y los hombres estemos hechos de la misma substancia pero aún me impresiona más saber que no ha sido fabricada aquí en la Tierra, sino en las estrellas. El sueño de volar libremente por el universo ya se nos ha cumplido: las partículas de mi mano ya han estado, de alguna manera, en una estrella y, si hablaran, nos contarían su periplo por los confines del espacio y del tiempo. Los núcleos de algunas de ellas fueron creados cuando el universo tenía apenas unos minutos de edad y su temperatura era de unos mil millones de grados (nucleosíntesis primordial): durante unos pocos minutos se dieron las circunstancias adecuadas para que todo el universo funcionara como el centro de una estrella convirtiendo por fusión nuclear una cuarta parte de la materia existente (hidrógeno, el elemento fundamental) en helio (el número dos).
Otros núcleos tuvieron que esperar cien millones de años para formarse en el seno de las primeras estrellas de la historia, cuya elevada masa les permitió superar la resistencia del helio a la fusión y sintetizar núcleos de elementos más complejos: carbono, nitrógeno, oxígeno, silicio, magnesio y así hasta llegar al hierro (nucleosíntesis estelar). Y otra parte de mi substancia proviene del canto de cisne de algunas estrellas al final de su vida; lo que la tremenda estabilidad del hierro les impidió hacer en vida, lo lograron inmolándose en su explosión final como supernovas: crear elementos más pesados que el hierro (nucleosíntesis explosiva).
Desde que se formó nuestra Galaxia, varias generaciones de estrellas la han ido enriqueciendo a un ritmo trepidante , cada una entregando a la siguiente el fruto de una vida, y también de una muerte, prolíficas. Así, diez mil millones de años después, cuando se formó nuestro sistema solar, las proporciones de los diferentes elementos eran ya las que encontramos actualmente. Y más de cuatro mil millones de años de existencia de nuestro planeta apenas han cambiado la proporción de sus elementos –eso sí, éstos no han parado de reorganizarse hasta dar origen a estructuras tan bellas como un cristal de rubí o una célula nerviosa. Pero el hidrógeno, el nitrógeno y el oxígeno del aire y del agua, el carbono y los oligoelementos como el potasio, el fósforo o el hierro de nuestro cuerpo e incluso el silicio y el germanio de los chips que mueven nuestra sociedad, en suma todos los elementos que sostienen la vida en este planeta son inmigrantes venidos de los primeros instantes del universo o de estrellas que ya han muerto. Literalmente somos escoria de enésima generación.
En la crueldad natural de este ciclo de vida y muerte se basa la existencia no ya de nosotros como entes complejos, sino de cada átomo de nuestro ser. Tras la efímera belleza de nuestra pequeña vida se oculta una cadena de reacciones termonucleares y de seminales supernovas. Como siempre, la astronomía nos habla de la mágica ingeniería cósmica de la que estamos hechos