Diferente
Entre intento e intento de suicidio, algunas veces cojo el autobús y voy al aeropuerto de la ciudad.
Al llegar, siempre doy un paseo por las tiendas libres de impuestos; me maravillo de los cartones multicolor de tabaco extranjero y de la amplísima dentellada blanca de la dependienta -¿qué desea señor?-, -¿señor? Debe ser un error señorita, solo tengo 20 años-. Dejo el vapor cancerígeno sobre la estantería; algún turista se beneficiará de tres o cuatro mil caladas a precio reducido. Queda cumplida mi buena acción del día.
Como hablo sólo a voces, mucha gente me mira y se lleva el dedo índice a la sien; yo finjo que no me importa y continúo recitando Walking Around: calma, ojos, zapatos, furia y olvido. Neruda en las entrañas.
En el ala oeste está mi sección favorita del aeropuerto: la sala de espera de los que viajan solos. La B-13, donde paso la mayor parte del tiempo.
He mantenido grandes conversaciones allí. Es curioso el afán por una charla interesante de los que van a enclaustrarse 15 horas, sin más compañía que el síndrome de la clase turista y la ridícula ensalada con sabor a plástico de a bordo. Es el precio por apuñalar el mundo de parte a parte, amigo mío.
Recuerdo como lloré junto a Mark, el día que me contó cómo dio su primer beso en horizontal. Después embarcó su enorme maleta azul y ya no volví a verle nunca más.
Espero que los rascacielos de Manhattan le dieran más suerte que el sudor áspero de las cosechas.
Hay momentos en que ningún viajero habla conmigo, entonces aprovecho para admirar el olor a lejía de los dispensarios y probar puntería lanzando ladrillos a los aeroplanos. No suelo dar en el blanco ni en un sitio ni en el otro. Mal asunto.
Una vez me gasté el sueldo de todo un mes para invitar a mi gran familia de la B-13, a nubes de algodón dulce y zumo de naranja. ¿Cantarán canciones de excursión en el interior del avión? Ojalá. ¡Qué difícil es que te quiera un desconocido y qué duro se hace cuando, una vez conseguido, se despiden y suspiran de alivio cuando creen que no les veo! Buen viaje.
Cuando la tarde se abotona el traje de faena, le digo a la señora del perrito en la jaula que voy al baño; en realidad lo que hago es marcharme a casa, porque al contrario de lo que podría parecer, odio las despedidas. Será nuestro pequeño secreto.
En el autobús nadie me cede su asiento-¿no era yo un señor?-. Así es que escucho apoyado en el posa manos lo último de los Strokes, no son Nirvana, pero me acompañan en esta soledad entre empujones.
Evito caerme ante los frenazos repentinos; tarea difícil. Mientras tanto recuerdo que no hay semanas eternas; ésta, larga hasta la asfixia ya va sugiriendo su ocaso. Soñé que cambiaba las pistas de aterrizaje por un asiento a tu lado en el segundo vagón del tren. Dos tickets y un beso.