Me imaginé un día, un don nadie, perdido en medio de la nada, con sólo el aire que respirar y un par de alpargatas remendadas. Me imaginé vagando de un sitio a otro, desorientado, con una botella de whisky barato bajo una bolsa del sabeco. Buscando un camastro entre cajas de cartón rellenas de poliespán. Me imaginé sin nadie, sin familia, sin amigos, pensando en alguna convincente frase que escribir en un trozo de papel, buscando un alguien apiadado que dejara caer unas monedas en una vieja caja de galletas suizas. Para poder comer.
Al otro día me volví a imaginar. Me imaginé rico y poderoso, viviendo en una gran mansión rodeado de toda clase de lujos imaginables y luciendo una envidiable colección de coches deportivos en mi amplio garaje acondicionado. Con mis criadas y mis siervos a mi disposición, degustando exquisitos platos exóticos cada día, sumido en baños de aguas termales y adicto a las manicuras. Excéntrico, admirado y vividor, amante de mil mujeres y multimillonario de nacimiento. Un poseído del dinero y la lujuria.
Al día siguiente me desperté, y dejé de imaginar. Miré a mi alrededor y ví amor. Ví la ternura, la entrega y el cariño en dos ojos negros de mirada inocente. Ví la pasión, la paciencia, la dulzura y el querer. Ví la luz en una sonrisa, el sentido de mi vida en un abrazo, la eterna locura del enamorado. Ví alguien por quien luchar, una ficha en forma de mujer por quien apostar en la ruleta de la vida. Ví esperanza, ví felicidad, ví la vida juntos plasmada en acuarelas de colores.
Me comparé con el imaginado el primer día, y me sentí afortunado. Luego me comparé con el segundo imaginado, y sentí envidia. Segundos después, me paré a pensar. Y sentí pena no por el mendigo, sino por el magnate, pues nunca podría valorar el sentido de este escrito. No tuvo oportunidad de vivir ese capítulo. Porque el sentido de esta vida se encuentra en los pequeños detalles, porque cada cual etiqueta, a su manera, con diferentes valores cada elemento que nos rodea. Y un detalle, un simple detalle, puede llenarte de monedas tu dolido corazón. Puede hacerte sonreír de felicidad. Y el poder no es, ni mucho menos, felicidad. Sonreir de poder carece de valor. Una sonrisa vacía adornada de lujuria.
Ese mismo día dejé caer un billete en una caja de galletas suizas, y ví la mirada cristalina de aquel hombre dando gracias vete a saber a que dios, repleto de gloria, suplicando al cielo honores para mi persona. Un simple papel, un billete, el mismo que otros enrollan para esnifar fruto del aburrimiento del empacho de poder. Hartos de todo. Vividores vacíos. Los triunfadores a ojos de esta nuestra extraña sociedad.
Y dejé de reflexionar, de imaginar y de soñar y te amé más que nunca esa misma noche. Y note la verdadera felicidad de nuestras sonrisas, y me sentí afortunado.