Os dejo dos relatos míos que escribí el año pasado. Cuando tenga algunos más los usaré para alguna antología que publique. A ver que os parecen:
La muerte viste de blanco
El viento ártico ululaba sin cesar mientras Erno Toivonen recogía su saco de dormir y la tienda de campaña y la introducía en su mochila. Todo era blanco: su traje de camuflaje, sus pertrechos y el mar de nieve que lo rodeaba. Todavía no había amanecido y las luces de la aurora boreal se estaban apagando dando paso a un sol que rozaría el horizonte durante solo una hora: el invierno todavía extendía su manto de oscuridad a estas latitudes.
Con la escasa claridad previa al amanecer fue subiendo la montaña al abrigo de los arboles hasta encontrar el sitio perfecto para esperar. Se situó al abrigo de un pequeño montículo de nieve que le daba una vista limpia y sin obstáculos de todo el valle y del pequeño camino que ascendía hasta el puerto de montaña que daba acceso al resto de Finlandia. Erno preparó meticulosamente su escondite: compactó la nieve delante de él para evitar que al disparar la nube de cristales de hielo le delatase. Apoyó su M28 Pystykorva en su soporte de manera que estuviera totalmente estable. Había pintado de blanco el cuerpo de madera del fusil para que se camuflara totalmente con el entorno. Erno prefería disparar con la mira tradicional en vez de usar una mira telescópica. Siempre se había fiado de su buena vista para cazar alces y sabía que el cristal de una mira telescópica podía delatar su posición con un inoportuno reflejo de la luz solar.
Tras esperar camuflado un buen rato, observó como una columna de vehículos todoterreno, tanques, camiones de suministro y soldados de infantería avanzaban a buen ritmo por el estrecho y nevado camino del valle. Cogió un puñado de nieve y se la metió en la boca: así evitaría el formar vaho al respirar. Giró lentamente su fusil, ignoró la vanguardia de camiones que iban despejando la nieve y se centró en uno que parecía transportar tropas. Apuntó al conductor y disparó, abatiéndolo de un solo disparo. El camión, sin nadie que lo guiase, se cruzó en medio del camino y obligo a detenerse a todo el convoy. El corazón de Erno latía a un ritmo desenfrenado. Sus compañeros estaban al otro lado de la montaña y no podría ayudarle. Tenía que decidir si huir sin que nadie le detectase o esperar. Cargó de nuevo su fusil y decidió esperar. Los soldados y oficiales, tropas inexpertas y sin conocimientos del terreno salieron de sus vehículos apuntando a todo a su alrededor, pero sin llegar a verle en ningún momento.
Erno tragó otro puñado de nieve y en ese momento vio algo que le indicó que había merecido la pena esperar unos instantes más: todo un general del Ejército Rojo de la Unión Soviética había salido de su camión y estaba ladrando órdenes de manera rabiosa a sus soldados. Podía verlo, un gran Iván de poblada barba y cuerpo corpulento, en cuyo uniforme se podían ver las condecoraciones agitarse violentamente con sus ademanes. El tiempo se detuvo para Erno, que expiró lentamente concentrando toda su visión en la presa. Con los camiones detenidos y el convoy parado el disparo resonó en todo el valle con sucesivos ecos, pero la bala ya había entrado por la frente y salido por la nuca del general, dejando un patrón radial de sangre y sesos en la inmaculada nieve. El gran oso ruso había sido abatido y ahora yacía sobre su espalda. Erno se asombró de su propia audacia con un tiro tan difícil y lejano. Siempre había preferido matar a sus enemigos asegurando un disparo al pecho, más fácil de acertar que la cabeza, pero esta vez se había superado. Tras ese instante de estupor inicial, cogió su fusil y sus pertenencias y reptó para escapar sin ser visto por los soldados que estaban disparando en todas direcciones, tratando de dar con él. Cuando alcanzó los árboles, su conocimiento del terreno y su habilidad para camuflarse le permitió alcanzar su unidad sin ser atrapado por los soldados soviéticos.
Vladimir Andreev había sido llamado desde la academia del ejército en Moscú, donde entrenaba a los mejores francotiradores, para una misión secreta en Finlandia. En la capital se comentaba que las operaciones militares no iban nada bien y que la resistencia de los soldados finlandeses estaba causando grandes bajas y pérdidas al Ejército Rojo. Viajó al cuartel general establecido en la conquistada ciudad de Vilipuri, al oeste del lago Ladoga. Allí se presentó al general Fiodor Korolenko que era el que había solicitado su presencia.
—Buenos días, tome asiento.
—Gracias, general. Por lo que he oído tienen un grave problema con las guerrillas finlandesas.
—Así es, teniente. Especialmente con uno en concreto. Un francotirador, por eso está usted aquí.
—Algo he oído, el espectro blanco, le llaman. Pero, ¿tan bueno es?
—Bueno, lo que le voy a contar es estrictamente confidencial, porque no queremos desmoralizar a las tropas. Nuestros informes nos aseguran que es el responsable de entre unas cuatrocientas y quinientas muertes entre soldados y oficiales.
—¡Tantas! ¿Cómo es que todavía no ha sido abatido? Supongo que se camuflará y aprovechará su conocimiento del terreno.
—Es más que eso. No usa mira telescópica y hace unos disparos que la mayoría de nuestros tiradores experimentados dicen que son casi imposibles de hacer a ojo a la distancia que los hace él. Por consiguiente, es muy difícil saber desde que posición exacta dispara.
—¿Cómo saben lo de la mira telescópica?
—Uno de nuestros soldados se cruzó con él. Salió de detrás de un árbol, con uniforme y fusil blanco y con total frialdad le disparó al soldado antes de que este pudiera reaccionar. Por suerte, solo lo dejó malherido y pudo darnos algo de información acerca de su rifle, que suponemos que es un M28, pese a la pintura blanca con la que está camuflado.
—Va a ser todo un desafío el poder abatirlo.
—Lo sé, por eso he preparado una trampa, aprovechando que usted ya está aquí.
—¿En qué había pensado?
—La idea es enviar un convoy, el típico en cuestión de suministros y soldados, nada especialmente grande. Pero el cebo consistirá sobre todo en la gran cantidad de oficiales y comisarios políticos que irán en él. Toda la morralla que nos envía Moscú y que nos está retrasando en esta guerra irá en ese convoy.
—Así que la idea es que yo trate de cazar al cazador.
—Así es, sobre todo queremos que se asegure. No nos importa cuantos comisarios políticos se lleva por delante el francotirador antes de que pueda abatirlo con total precisión. Aquí nos sobran bastantes, que no hacen nada más que estorbar. Así que no se preocupe por ese aspecto.
—Si nos oyera Stalin hablar así nos enviaría a un gulag en Siberia…
—Siberia le parecerá Odessa cuando experimente el invierno de Finlandia, así que no piense en eso y dé caza al espectro blanco.
Mientras Erno esperaba al convoy desde su escondite, rememoraba los tiempos en que salía con su padre a cazar alces al bosque helado. En concreto, recordaba cuando tenía diez años y estaban pasando hambre en la granja en un invierno especialmente crudo. Su padre le pasó el fusil y sin decirle nada comprendió la responsabilidad que depositaba en él, en ese momento. Llevaban todo el día persiguiendo a un alce solitario y si fallaba no habría nada que cenar esa noche en casa. Vació su mente, se relajó y su vista se concentró únicamente en su presa. Echó el aire que tenía en los pulmones y a continuación disparó. Esa noche su familia pudo cenar carne y vio a su madre sonreír por primera vez en todo el invierno.
También echaba de menos a su mujer. Recordó el día en que el funcionario del gobierno se acercó a su granja para reclutarle. Era algo mayor para ser soldado, pero todo el mundo en la comarca lo conocía por su puntería al cazar y eso era algo necesario en esos momentos. La Unión Soviética había aprovechado que los ojos del mundo estaban puestos en la invasión alemana de Polonia para montar su propia guerra de anexión, en lo que posteriormente se conocería como la Guerra de Invierno. Estaban solos y ningún país parecía dispuesto a ayudarles frente a la URSS. Se despidió de su mujer y le prometió volver vivo a casa.
De pronto, el ruido de maquinaria y camiones se empezó a oír por todo el valle. Observó a sus otros compañeros, tiradores hábilmente camuflados como él y al resto de los soldados finlandeses escondidos detrás de los árboles. Desde Vilipuri llegó la información sobre la ruta de un importante convoy, que tenía que pasar por un cuello de botella como en el que estaban ahora, ideal para una emboscada. Cuando los camiones llegaron a su altura, los soldados del bosque empezaron a disparar indiscriminadamente. El convoy se detuvo y empezaron a repeler los disparos, sin demasiado éxito, al encontrarse en terreno más bajo.
Erno observó como los oficiales empezaban a salir de las furgonetas y camiones, para refugiarse detrás de rocas, tronco de árboles o de cualquier cosa que les ocultase, lo cual era inútil. Era como disparar a los patos de feria. Tal como iban saliendo de sus vehículos para intentar ocultarse, Erno les disparaba, cayendo muertos o malheridos. Estaba siendo una auténtica carnicería donde una fuerza pequeña de soldados finlandeses estaba masacrando a un contingente mayor de soldados soviéticos.
Vladimir había subido aún más alto a la montaña del valle, horas antes de que las tropas finlandesas llegaran al sitio más probable para una emboscada. Había distinguido a la tenue luz de la aurora boreal a las tropas que se ocultaban en el bosque, pero no lograba divisar a los francotiradores. Así que esperó a que comenzase la escaramuza. Tuvo que ser paciente y con su mira telescópica ver desde que dirección abatían a los soldados para averiguar el posible escondite de su objetivo. Al final, una pequeña humareda, al atravesar una bala un montículo de nieve, delató la posible posición de su objetivo. Disparó a un montón de nieve, desde dos kilómetros de distancia, esperando acertar.
Erno hizo el último disparo muy deprisa y exclamó una obscenidad por haber levantado un poco de nieve. En ese momento, la bala le entró por entre sus labios, parcialmente abiertos, le destrozó varios dientes y salió por su mejilla izquierda. El dolor era insoportable, pero aun así se repuso y comprendió que ese disparo tan preciso venía desde la posición de un francotirador enemigo. Con la sangre derramándose a borbotones desde su cara buscó en la ladera opuesta y allí, a una distancia considerable vio a su oponente. Fue un breve destello del sol, que lamía los riscos de la sierra y que se reflejó sobre el cristal de la mira telescópica, el que lo delató. Erno vació su mente, ignorando el dolor, y disparó. La bala le entró a Vladimir por la clavícula rompiéndose en varios trozos que rasgaron la aorta y la vena cava superior. Antes de morir se dio cuenta de que se había convertido en una víctima más del espectro blanco y de que su fama era bien merecida.
Erno se despertó en un hospital de campaña y no recordaba nada de lo sucedido después del disparo. Sus compañeros de unidad le habían rescatado inconsciente y mantenido con vida taponándole la herida. El cirujano hizo una gran labor con la cara y pudo reponer el trozo de mejilla que le faltaba con un injerto de piel de su abdomen. Cuando se recuperó del todo fue condecorado por el gobierno finlandés. Tras el acto, fue licenciado y volvió acompañado de su mujer a la granja familiar, que era lo que deseaba hacer, por encima de todo.
Aunque Finlandia acabó perdiendo la guerra y una parte de su territorio, que fue incorporado a la URSS, evitó la invasión total y siguió existiendo como estado independiente.
Hay un lugar especial
—Te dije que no íbamos a llegar a tiempo para el arroz de mi madre y viste como llevaba razón: Cuando nos sentamos a la mesa estaba ya frío y asurado.
—Bueno, Ani —empezó a replicar José a su mujer, Ana— yo también te dije que había que echar gasolina en el depósito. Hemos ido a noventa por la autovía hasta que hemos encontrado la dichosa gasolinera.
—El coche lo cogemos los dos, Pepín.
—Sí, pero esta semana solo lo has utilizado tú para tus clases de Pilates. ¿Tengo o no tengo razón?
—Pa’ti la razón. Oye, ¡mira! Un autoestopista.
—Ani, ¿lo recogemos?
—Como quieras, Pepín. Con ese traje y corbata no creo que sea ningún delincuente.
José y Ana eran la típica pareja de casados españoles, con hipoteca, mileuristas y sin hijos. Ana era una treintañera normal, morena con pelo corto y cara mona. Fantaseaba cada día con ponerse implantes de silicona para convertirse en una mujer más sexy. José, delgado, moreno, con perilla y con una incipiente calva en la coronilla, iba tres días al gimnasio para intentar quitarse esa pequeña barriga cervecera que tenía. Quería parecer más atractivo para su mujer y que no le dejase, si al final un día se decidía a operarse las tetas.
—Buenas, ¿a dónde se dirige? —preguntó Pepe al extraño hombre trajeado.
—A la casa de un amigo. Está a unos veinte kilómetros de aquí, siguiendo esta misma carretera —respondió el hombre.
—Suba, le llevamos.
El extraño hombre se aposentó en los asientos traseros, en la parte central, y cerró la puerta.
—Soy Ana y este es mi marido, José ¿cómo se llama usted?
—Astaroth.
—Curioso nombre —comentó Ana— ¿sus padres eran ocultistas?
—Algo así —respondió evasivamente el extraño.
—¿Has visto, Pepín? Tengo un sexto sentido con esto de las ciencias ocultas. ¿Te dije que mi amiga Clara se ha pasado a un culto de la Cábala? Tenía la mosca detrás de la oreja hasta que un día…
—Perdona, Astaroth, con ese traje y por esta carretera, ¿es usted representante y se le ha estropeado el coche?
—Eso es, ¿cómo lo ha adivinado? Es usted muy perspicaz.
—¿Has visto, Ani? Tengo un ojo clínico, es igual que cuando me presentaste a tu hermano y te dije que era gay. Hasta que no salió del armario no me creíste.
—Sí y me lo has estado recordando desde entonces…
El extraño suspiraba mientras observaba los continuos reproches entre ambos, hasta que decidió interrumpirlos.
—José, creo que tienes el desvío a 5 kilómetros de aquí.
—Sí, allí lo veo: “Próximo desvío a Möbius, 5 km” Pero me voy a asegurar con el mapa. Ani, ¿puedes sacarlo de la guantera?
—Claro que sí, Pepín —dijo Ani mientras lo sacaba y se quedaba mirándolo un momento—. Oye, aquí pone que este mapa es de 2010.
—¿Y qué? La carretera a Möbius seguirá estando en el mismo sitio, si no, ¿cómo vas a llegar allí?
—Tendríamos que haber comprado de serie el GPS para el coche, ya te lo dije…
En ese momento, Ana vio como salía de su pecho la punta de una espada y su sangre a borbotones. Giró la cabeza para pedirle ayuda a José, pero era inútil. Astaroth le acababa de cortar el cuello con una daga y solo pensaba en taponar inútilmente la herida con las manos. El coche sin control acabó empotrándose contra un árbol quedando convertido en un amasijo retorcido de hierros, plásticos y cristales rotos. Astaroth lanzó lejos la puerta trasera derecha, tras abrirla de una patada, y salió por su propio pie sacudiéndose el polvo de su traje.
Un coche solitario avanzaba por la carretera a Möbius en el crepúsculo del día. Dentro una pareja discutían en voz alta.
—Te dije, Pepín, que no hablaras con mi padre de futbol. Sabes que es “colchonero” hasta la muerte —le recriminaba Ana a su marido mientras conducía el BMW financiado a quince años.
—¿Y qué culpa tengo? Soy “merengue” desde siempre y me ha estado restregando durante toda la tarde las fotos que se hizo en el museo del Atlético. Al final le tuve que decir qué dónde estaban las que se había hecho con las copas de Europa. Qué si se habían borrado…
—¿Y se habían borrado? —preguntó Ana.
—Mira que te lo he dicho veces, que el Atlético… ¿ese hombre nos está haciendo señas para que le recojamos?
—Creo que sí.
—Pasa de él.
—Con ese traje no creo que sea peligroso, además me resulta familiar —replicó Ana mientras iba frenando el coche para arrimarse al arcén.
—Buenas, ¿me pueden acercar a ciudad Möbius?
—Claro, que sí. Guapo, ¿cómo te llamas? —preguntó pícaramente Ana.
—Astaroth. Muchas gracias por recogerme.
—Ani, esas confianzas… —protestó José en voz baja.
—Astaroth, uhm, ¿es usted israelí?
—De esa parte del mundo, sí.
—¿Ves, Pepín? Desde que mi amiga Clara se metió en lo de la Cábala…
—Perdonen, pero hoy tengo un poco de prisa —interrumpió Astaroth.
—Ningún problema. ¿Para que están los doscientos caballos de este coche si no es para disfrutarlos? —le dijo Ana a Astaroth al tiempo que le guiñaba un ojo.
—No, no me refiero a eso. Es que hoy tendré que matarlos antes.
—¡¿Qué?! —Contestaron Ana y José al unísono.
Ya era tarde, volvieron sus cabezas simultáneamente hacia el extraño pasajero solo para ver como de sus manos salían sendas bolas de fuego dirigidas hacia ellos. Si hubiera habido alguien más en la carretera hacia Möbius, habría visto como el BMW estallaba en llamas mientras se salía recto en una curva, parándose finalmente en medio del campo y ardiendo sin control. Instantes después la puerta trasera derecha se abría y Astaroth salía completamente intacto, ya que su piel y traje eran completamente ignífugos.
Tras torturar a unos cuantos condenados más, Astaroth tuvo que completar su jornada asistiendo al curso “Empalamiento: Mejor duración que sufrimiento”. Se sentó en su pupitre y vio como el mismo Lucifer en persona presentaba al ponente principal del curso: El príncipe Vlad, más conocido como Vlad el Empalador. Pensándolo fríamente, si Dios elevaba a la santidad a muchos humanos, ¿por qué no iba a darle Lucifer el mismo tratamiento a aquellos que se habían distinguido en la maldad y la tortura? Por supuesto Lucifer no hacía ayudantes a todos. Solamente a aquellos que habían hecho grandes contribuciones al mundo de la tortura, el asesinato y el sufrimiento humano.
—Es un grave error, que llevándonos por las prisas, dejemos la estaca terminada en punta —explicaba Vlad durante su intervención—. Siempre hay que redondearla un poco y si podemos limar las aristas, mejor. El sufrimiento debe durar días, si la hacemos puntiaguda entrará muy rápido rompiendo arterias y venas principales y provocando el desangramiento inmediato.
—Vamos a ver, llevo miles de años empalando humanos —replicó Asmodeo, que se sentaba al lado de Astaroth— ¿va a enseñarme algo nuevo, príncipe Vlad?
—¿Ha considerado el tipo de madera de la estaca? En general, la mayoría son hipoalergénicas, pero las de esta tabla le provocarán al empalado un shock anafiláctico —replicó Vlad.
—Eh, no, no lo sabía… —se sorprendió Asmodeo.
—¿Veis? —Intervino Lucifer— Os traigo a los mejores expertos, así que haced el favor de prestar atención. Os doy quince minutos para la pausa del café. En el pasillo está instalado el catering.
—¡Qué cabrón el príncipe Vlad! No me esperaba esa respuesta —le dio Asmodeo a Astaroth mientras salían del aula.
Astaroth iba a decirle algo a Asmodeo, pero se contuvo en el último momento. Mientras se tomaba un café con leche con un pastelito de crema vio como Lucifer pasaba a su lado sin dirigirle la palabra. A continuación hubo una discusión en la mesa de enfrente.
—¡Has cogido dos cruasanes! —dijo Judas Iscariote, camarero del catering, a uno de los demonios.
—¡Serás chivato! —replicó el aludido, el demonio Azazel, al tiempo que con un rápido movimiento de su cola puntiaguda le atravesaba el corazón a Judas.
Se formó un gran barullo con el cuerpo de Judas cayendo sobre los postres y desparramando las tazas. Lucifer se acercó rápidamente a la mesa a poner orden.
—¡A ver! ¡Llamad a Bruto y a Casio para que vengan a limpiarlo todo y a servir estas mesas! ¡Tú, Azazel! Te encargarás de organizar el curso entero de “Coaching proactivo” del mes que viene, al cual tendréis que asistir todos. Y recordad que los pastelitos están contados, no cojáis más de uno por demonio.
Otro día más en la carretera a Möbius. Esta vez Astaroth acudió a tiempo, tras un apercibimiento de su supervisor relativo a la duración mínima exigida de sufrimiento para los condenados.
—¿Me llevan a Möbius? —preguntó Astaroth.
—Por supuesto —contesto José, que estaba al volante en esta ocasión.
Tras entrar en el coche, Ana se presentó a sí misma y a José.
—¿Cómo se llama usted? —preguntó Ana.
—Astaroth.
—Le parecerá una tontería, pero creo que he tenido un déjà vu. Creo que no es la primera vez que oigo ese nombre. ¿Estuvo de Erasmus en la Universidad de Atenas? Aunque si lo conocí allí posiblemente no le recuerde. Iba la mitad del tiempo borracha y conociendo a chicos de todas las nacionalidades. Por suerte le dije a José que lo dejáramos ese año aprovechando que él también se iba de Erasmus. ¿No lo pasaste mal en Cracovia? Conociste a un montón de polacas, ¿verdad?
—Por favor, Ani. ¿Qué va a pensar Astaroth de nosotros? Además fui yo quien te dije que era lo mejor cortar ese año.
—Perdona, pero la idea fue mía —replicó Ana.
Astaroth, tras suspirar de vergüenza ajena, sacó una cuerda y empezó a estrangular a Ana.
—Pare el coche ahí, si no quiere que la asfixie —indicó Astaroth a José.
—Vale, vale… por favor, no nos haga daño.
José paró el coche y salió por la puerta el primero, como le indicó el demonio. Le siguió rápidamente Astaroth, que tras liberar a Ana, corrió rápidamente a abrirle la puerta y a sacarla mientras ella se masajeaba el cuello. Astaroth desenvainó, aparentemente desde la nada, una gran espada y obligó a Ana y a José a arrodillarse para proceder a atarlos.
—¡Por favor! No nos mate —suplicó Ana.
—Ya te dije que no debíamos recogerle —le recriminó José.
—¡Silencio! —gritó Astaroth al tiempo que de un golpe de su antebrazo izquierdo dejaba a José inconsciente.
Astaroth tardó un buen rato en preparar las estacas y asentarlas firmemente en la tierra. Mientras, golpeaba de vez en cuando a Ana, para hacerla sufrir. Les quitó de sendos zarpazos los pantalones a ambos y con fuerza demoniaca situó a José en la primera estaca. No le gustó el resultado. José recuperó el conocimiento, chillando con gran dolor, para seguidamente volver a desmayarse por el shock. Por entre sus piernas corrían ríos de sangre. “Mierda. Recuerda lo de quitar la punta de las estacas” Pensó Astaroth. Con Ana la cosa fue mejor. Chillaba y chillaba mientras se hundía muy lentamente la estaca en su cuerpo.
—¿Por qué nos haces esto? Preguntaba dolorosamente Ana mientras miraba a su marido muerto con la estaca sobresaliéndole por el pecho.
—¿Qué por qué? Porque hay un lugar especial en el infierno para todos los cansinos que en vida tienen el “ya te lo dije” siempre saliendo de su boca.
—¿Cómo? —preguntó desconcertada Ana.
Mientras Ana se retorcía de dolor, a su mente acudió el recuerdo de su muerte en el mundo de los vivos: Se despeñaba con su BMW mientras le recriminaba a José “ya te dije que este no era el camino”. Astaroth, tras mirar su reloj, decapitó rápidamente a Ana con su espada. Llegaba tarde al curso de “Prevención de riesgos laborales al manejar azufre fundido”.
Al día siguiente, Astaroth esperaba pacientemente a que apareciera el BMW por la carretera a Möbius. Como cada día, recordaba con gran disgusto y arrepentimiento la frase que nunca debió decirle a Lucifer tras ser expulsados del paraíso: “Ya te dije que a Dios no le iba a gustar nuestra rebelión”.