Prólogo
La gran grieta de Khadzun. Me pregunto cuantos son conscientes todavía de su importancia. Cuantos, como yo en este día, se han parado al borde de su interminable precipicio a observar las runas inscritas en sus paredes y se han dado cuenta de lo que significaban. Seguramente más de los que imagino, pero pocos han tenido el valor de admitirlo.
Supongo que no puedo culparles. Es fácil dejarse abrazar por la ignorancia cuando esta nos ofrece algo tan dulce como la tranquilidad. Incluso ante algo tan claro como la advertencia grabada en la roca de estas paredes. Y más cuando hacerlo suponía un beneficio para nuestra propia raza.
Me pregunto que sentirían ahora los antiguos Khadram si viesen en qué se han convertido los animales que ocuparon su lugar. Probablemente asco, qué otra cosa podría sentir por nosotros una raza para la que su mundo era tan parte de ellos mismos como sus propios cuerpos.
Antes me resultaba difícil llegar siquiera a imaginármelos. Cuando leía las leyendas que nuestros historiadores habían sacado de sus ruinas no podía comprender el concepto de una civilización como la suya. Basada puramente en la magia entre la que se movían. Como si para ellos el mundo no fuese la realidad física que nosotros conocemos, tan solo un conjunto de corrientes mágicas entre las que ellos podían moverse y manipular a su antojo.
Ahora puedo hacerme una ligera idea de cómo era aquella raza… y de muchas otras cosas. Tal vez por eso esta grieta despierta tantas dudas en mi cabeza, porque en ella no solo veo una simple abertura en la tierra sino también a la responsable de la desaparición de toda una raza Algo que ahora parece lejano y sin importancia, pero que es en el fondo la única razón por la que la nuestra ha llegado a ser lo que es hoy en día.
Cuando los Khadram ocupaban esta tierra no había sitio para nosotros en su mundo. Desde las áridas tierras del Este ocupadas por los clanes afines a los espíritus de la tierra hasta las frondosas junglas del Oeste en las que vivían los clanes unidos a los espíritus del bosque y del agua, el mundo era un lugar hostil para nuestros antepasados que no eran aún más que simples animales.
Entonces llegó la grieta. La tierra se dividió separando ambos territorios como si la propia naturaleza desease dividir sus dominios y los dos clanes de los Khadram se vieron por primera vez alejados unos de los otros. No solo por sus afiliaciones a las distintas corrientes de magia, sino también por una barrera física que iniciaría el declive final de su civilización.
Pasarían miles de años todavía hasta que sus consecuencias empezasen a notarse y los Khadram lucharían durante siglos contra su destino como demuestra el gran puente que ahora se extiende frente a mis pies. Pero ni siquiera ellos podrían detener los cambios que la naturaleza ya había puesto en marcha.
Aunque su civilización había podido salvar la grieta levantando un colosal puente destinado a convertirse en la mayor obra de ingeniería de nuestro mundo, esto ya no serviría de nada. Pese a la comunicación que ambos clanes podían mantener a través de aquella calzada de roca suspendida sobre el abismo, los espíritus a los que eran afines comenzaron a separarse y ellos los siguieron hacia el olvido.
El clan de la tierra se aisló en los valles del Oeste de la grieta dónde aún era posible la vida y el clan de los bosques emigró hacia el Este siguiendo a la jungla. Incluso el clima, hasta entonces dividido entre las calurosas pero siempre húmedas tierras del Oeste y la aridez de los desiertos de roca del Este cambió como tratando de dividirles.
Una nueva franja climática apareció entre ambas justo al Este de la grieta. Una zona de clima templado y lluvias regulares pero no demasiado frecuentes que alejaría aún más a las densas junglas del Este hacia la lejana costa creando un gran vacío entre ambos clanes. Ahí empezó nuestro camino.
Con el clan del Oeste volcando más esfuerzo en tratar de sobrevivir que en su lazo con los espíritus de la tierra y el clan del Este fundiéndose cada vez más con su lado animal en las junglas que habían elegido como hogar, solo una especie quedó para ocupar ese vacío: nosotros
No teníamos nada especial. Ni siquiera podíamos comunicarnos con los espíritus o sentir la magia como lo hacían los Khadram, pero aún así seguimos adelante. Nuestra especie prosperó por si misma, pasando de los toscos animales que una vez habíamos sido a una raza inteligente cuya civilización se extendería rápidamente por aquella fértil tierra. O al menos eso les gustaría pensar a la mayoría.
Lo cierto es que simplemente tuvimos suerte. Suerte de estar allí en aquel momento y de no tener competencia por una de las zonas más ricas y menos hostiles de nuestro mundo. De haberla tenido tal vez no estaríamos hoy aquí, o al menos puede, solo puede, que hubiésemos comprendido mejor nuestro lugar en este mundo y no tuviésemos que lamentar tantos errores.
Pero desgraciadamente no fue así y nuestro orgullo se convirtió en el motor de una civilización que avanzaba demasiado deprisa. Aprendimos cosas que no debíamos, usamos otras sin llegar siquiera a entenderlas y tratamos a las otras razas de este mundo como algo que podíamos usar para nuestro beneficio. Por eso, cuando los primeros niños con el don para usar las runas blancas empezaron a nacer a orillas del Armir el desenlace era ya inevitable.
No nos fue muy difícil darnos cuenta de que era la magia presente en esa tierra la que había provocado el nacimiento de esos niños. Como tampoco lo fue decidir invadirla para intentar imbuir a nuestra raza de tanta magia como fuese posible e imitar a los antiguos Khadram. Pero nos encontraríamos con el mismo problema que cuando nos atrevimos a cruzar la grieta en busca del conocimiento de las runas: esa tierra ya estaba ocupada.
Los Leoran habían sido la razón por la que jamás habíamos cruzado el río, una raza inteligente como los Harumar que habitan las áridas tierras del Este, pero mucho más salvaje. Algo que los convertiría en simples animales a nuestros ojos, tanto por su ferocidad como por su apariencia. Pero esto no los hacía menos peligrosos, sobretodo a la hora de moverse entre los densos bosques que cubrían su hogar cazándonos como depredadores implacables.
Allí empezó precisamente mi viaje. Y lo hizo como siempre suele hacerlo para nuestra raza: con una guerra.