El cruzado (Relato corto - Fantasía)

Lo escribí hace poco, para no quemarme mucho con la novela.


El cruzado


1


Empezaba a atardecer y la luz cada vez era más escasa. La nieve había empezando a derretirse, el Invierno llegaba a su fin.

El hombre vestía un jubón negro con algunos fragmentos rojos. Llevaba las riendas del caballo a las manos, dirigiéndolo por el pueblo a pie. La atención de los viandantes estaba fija en él.

Se detuvo ante la taberna El Gato Negro. En la entrada había un par de hombres con hazadas, echados sobre la pared. Ató las riendas de su caballo blanco en un poste a la entrada y pasó por la puerta.

El interior de El Gato Negro era bastante espacioso. Habían varias decenas de personas tomando jarras de cerveza y un par de bardos tocando al unísono una canción sobre un héroe que venció a un demonio. Al caer por completo la noche, los bardos tocarían canciones muy distintas y cerca de la mitad de los clientes serían sustituidos por prostitutas intentando ganar algo de dinero para malvivir.

Tomó asiento cerca de la barra, echándose la capa negra hacia atrás para evitar pisársela. El posadero se acercó velozmente.

—¿Qué va a ser, forastero?

—Una cerveza.

El posadero sacó una jarra de metal medio oxidada por la humedad y la llenó de un líquido amarillento de dentro de uno de los barriles de la pared. El forastero bebió, sin dar importancia alguna a la suciedad que cubría su jarra.

—¿Y de dónde es usted? Si me permite el atrevimiento —dijo el posadero, mientras limpiaba la barra con un trapo de tela. Parecía ser una de esas personas demasiado curiosas en lo que respecta a las vidas ajenas. Al forastero no le gustaba la gente así.

—De Elias soy —respondió, tras lo que dio un buen trago, intentando que la insulsa conversación se fuera volviendo más llevadera.

—¿De Elias? —el posadero lo miró a los ojos durante unos segundos, extrañado—. Vaya, no tiene usted acento de Elias, señor.

—Viajo mucho, así que es normal que no tenga acento.

El desconocido tenía un aspecto relativamente joven. No era un mozo, sin duda, pero su aspecto auguraba aún una larga vida por delante. Su cabello castaño le llegaba por los hombros. Bajo el jubón llevaba una cota de malla ligera, por seguridad.

—Busco habitación para pasar la noche.

—Pues lo siento, pero estamos completos.

—Seguro que puede hacerme sitio, dormiré donde sea. Puedo pagar, si es ese el problema.

—No, no es ese el problema. Estamos completos —el posadero volvió a fijarse en los ojos del forastero—. Y por favor, cuando termine su copa, márchese.

Él desconocido ya lo había comprendido todo. Había sido reconocido por el posadero. Si quería pasar la noche bajo techo, tendría que ser en otra posada. En cualquier caso, Euphon no era un pueblo muy grande, con suerte los otros posaderos no le reconocerían.

Sacó dos monedas de su bolsillo, terminó su copa, y se levantó.

—Aquí tiene, dos esteos. Gracias por su hospitalidad.

El posadero hizo un ademán con la cabeza y el forastero abandonó la estancia. Los dos tipos con las hazadas seguían en la puerta, echados en la pared. Uno de ellos, que tenía la cara llena de granos, puso su mano en el hombro del desconocido.

—Oye, no eres de por aquí, ¿cierto?

El forastero callaba.

—Cierto —dijo el otro tipo de la azada, que era más alto y corpulento que su compañero—. Míralo a los ojos, su iris es rojo.

—¿Su iris es rojo? —el granudo agarró con fuerza la azada—. Lárgate de este pueblo, forastero, no necesitamos ningún cruzado. A los de por aquí no nos gustan los de tu clase.

—A mi tampoco me gustan los borrachos ni los idiotas —dijo el desconocido—. Pero está claro que hoy no llueve a gusto de nadie —hizo ademán de irse, pero el más corpulento le agarró.

—¿Estás seguro de que es eso lo que quieres? —levantó su azada—. No nos gustaría que sufrieras ningún tipo de... accidente.

El forastero alzó su capa, mostrando una espada larga, guardada en una vaina de cuero negro que llevaba atada al torso, el mango asomaba por su hombro derecho. Los bordes de la vaina estaban revestidos de tela roja.

—Y vosotros, ¿estáis seguros de que es esto lo que queréis?

—No tendrás tiempo de desenvainar —dijo el de los granos.

—Ni siquiera necesitaré usarla.

Todo ocurrió muy rápido. Demasiado rápido para dos campesinos que nunca habían peleado contra un cruzado en su vida. El alto atacó de frente, su ataque fue muy fuerte, pero también muy lento. El forastero partió su azada de un golpe con la mano, le robó la mitad afilada y se la clavó en el estómago al granudo, que había intentando atacarle por detrás. Su compañero se le echó encima, intentando asfixiarlo, el forastero robó la azada del tipo de los granos, que intentaba inútilmente tomar aire, escupiendo sangre por la boca. La agarró con fuerza y se la clavó al corpulento en el hombro. El tipo cayó sobre el suelo de roca provocando un estruendo por toda la calle. Se apretó el hombro y gritó, confuso, no sabía si arrancarse la azada o dejársela hincada en el hombro. Entretanto, el desconocido desenvainó la espada, dispuesto sin duda a finalizar el trabajo.

—¡Ya basta!

Ante él había una mujer, rubia, bastante guapa.

—Déjale marcharse. Ya ha tenido castigo suficiente como para dos vidas —señaló al cuerpo del granudo, que yacía desangrado sobre el suelo de piedra. El forastero no hizo mueca alguna.

—¡Tú, bruja! —el hombre corpulento intentaba incorporarse torpemente. Aún tenía la azada clavada en el hombro—. Tú eres como él. ¡Otra abominación de la naturaleza! ¡Alejaos, alejaos de mí, monstruos! —salió corriendo por la calle hacia la salida del pueblo. Por la noche, en el bosque, y con un hombro sangrando, no sería muy difícil adivinar el destino que le aguardaba.


2

La habitación estaba adornada con multitud de alfombras de los colores más vivos en el arco iris. Junto a la pared había un mostrador con un montón de frasquitos y multitud herramientas de alquimia; morteros, mazos, etc.

—Gracias por dejarme pasar aquí la noche —dijo el forastero.

—Es un placer recibirte. La gente de este pueblo es muy dada a realizar juicios de valor sobre aquello que no conocen. Cualquier cosa que no sea «normal» es fruto de su ira más estúpida e irrefrenable.

El forastero se encogió de hombros.

—Pero no he sido yo el que ha acabado muerto.

—Y tampoco van a ser ellos los que tengan remordimientos. ¿Cuál es tu nombre? Me da igual si es real o falso, sólo quiero saber cómo llamarte.

—Tristán. ¿Vives sola?

—Sí. A decir verdad, no confío realmente en nadie de este pueblo. A menudo iba a Iuphon, el pueblo que hay cerca de aquí, donde conozco a un par de personas. En general la gente es como aquí, no te confundas. Pero cuando hace poco las familias de este pueblo se pelearon con las del pueblo vecino, se ha prohibido que ningún ciudadano de Euphon visite Iuphon. Y viceversa.

—Bueno, yo no soy nadie para juzgar a la gente. Y tú, bruja, ¿tienes nombre?

—Me llamo Erika. Es un placer conocerte.

—El placer es mío. ¿Llevas mucho por este pueblo?

—Harán cinco meses en la próxima luna llena —bufó—. Aún no sé cómo he aguantado aquí todo este tiempo. ¡Me echan la culpa por cualquier cosa que pase en el pueblo! Si alguien contrae alguna enfermedad, ¡es culpa de la bruja!, Si alguien se cae y se parte una pierna, ¡es culpa de la bruja!, si la hija de un campesino se queda embarazada, ¡culpa de la bruja!

—Deberías ir a la ciudad. La vida de un hechicero en un pueblo no debe ser nada fácil.

—Ni la de un cruzado —le miró a sus ojos rojos—. Nunca antes había conocido a uno de los tuyos, dime ¿A qué te dedicas, Tristán? ¿Asesinas bestias?

—Más o menos. Cuánto más escasean los de mi clase más bestias hay, y más trabajo tengo. Pero últimamente está todo muy tranquilo, así que, simplemente, resuelvo problemas.

—¿Resuelves problemas?

—No del tipo de bajar gatitos de los árboles, sino... bueno, ya te imaginarás. Alguien con mis capacidades puede hacer cosas que no puede hacer una persona normal. Poseo más fuerza que alguien el triple de grande y corpulento que yo. Poseo mayores reflejos que cualquier ser humano normal. Y puedo realizar hechizos básicos.

—Me interesa eso de los hechizos. ¿Cómo de básicos son?

—Como de un aprendiz que apenas conoce el primer círculo de hechizos. Realmente los cruzados no hemos estudiado magia. Nuestros hechizos provienen de nuestros ojos.

Erika escuchaba entusiasmada, para un hechicero, el hambre de conocimiento no tenía fin.

—Explícame eso de vuestros ojos.

—Verás, nuestros reflejos son más rápidos que los de ningún ser humano, pero ¿de qué nos serviría eso con una visión normal? Seríamos rápidos, sí, pero de nada sirve ser sobrenaturalmente rápido si no tienes también una vista sobrenatural. Los primeros cruzados de dieron cuenta de esto, por ello, entre tantas cosas, nos hacen beber la poción del halcón. Tras ello, y si sobrevives, una gran cantidad de sangre se concentra en los ojos, para siempre, proporcionándonos una velocidad de visión por encima de la normal y tornando nuestro iris en rojo.

—Ya empiezo a comprender. Toda magia proviene de la sangre.

—Exacto. Para los primeros cruzados, el conseguir la habilidad de lanzar hechizos como resultado de beber el halcón fue un suceso inusitado. Así, los cruzados, sin necesidad de ningún talento natural y con apenas unos años de práctica, somos capaces de realizar algunos hechizos.

—Fascinante. Ciertamente sois unos seres increíbles, y sin embargo la gente os repudia por ello.

Tristán se encogió de hombros.

—Bienvenida al mundo real. Donde los hechiceros y cruzados somos tratados como escoria y elfos y enanos no tienen sitio en nuestras ciudades.

—Muy cierto, Tristán.

—Se hace tarde. ¿Dónde dormiré, Erika?

—Aquí mismo, en la alfombra junto a la chimenea. El Invierno acaba, pero el frío aún peleará durante algunas semanas más.

—¿Y tú? ¿Tienes chimenea arriba?

—Yo soy bruja. Tengo métodos de sobra para aguantar el frío.


3

La zona del mercado era muy bulliciosa, incluso para un pueblecito como Euphon. Todo el mundo intentaba atraer a los clientes hacia sus mercancías.

—¡Bollos! ¡Bollos de pan recién horneado! ¡Pasen a por ellos antes de que se enfríen! ¡Solo por un esteo la unidad!

Cerca de las murallas había una carpa llena de telas, el vendedor afirmaba vender las mejores ropas del reino. Tristán se detuvo un momento en la tienda de los bollos a comprar uno.

—Saludos —dijo Tristán—. Quisiera un bollo.

—Por supuesto, señor —de debajo del mostrador sacó un bollo de pan que humeaba. Tenía una pinta realmente deliciosa—. Tenga cuidado, está muy caliente.

—Lo tendré.

—Oiga —el vendedor se acercó a Tristán desde el mostrador—. ¿Es usted ese de quien se dice que está viviendo con la bruja?

El cruzado bufó.

—Así es. ¿Y qué?

—¿Usted la conoce de algo?

—Llegué a la ciudad y ella, muy amable, me ofreció hospedarme en su casa.

—Le doy mi consejo, señor, ya que le veo cara de buena persona y yo no tengo ningún prejuicio hacia los de su clase. Váyase de esa casa tan rápido como pueda. No pase allí ni una noche más. Escúcheme bien, esa mujer es malvada, los dioses saben que está planeando hacer con usted.

—Le escucho.

—Hace unas semanas llegó otro forastero como usted, un tal Rómeus, del pueblo de al lado. La bruja le ofreció hospedaje en su bonita casa. Muchos días estuvimos sin volverlo a ver por el pueblo, pensamos que él y la bruja se habían gustado y habían estado toda la semana... bueno, ya sabe, pasándoselo bien.

—Oh, dios, cuanta maldad encierra esa bruja.

—Espere y déjeme terminar, forastero. El problema es que siguieron pasando los días, y el joven seguía sin dar señales de vida. Todos estábamos muy preocupados, un pueblo pequeño es este, y aquí todo se sabe. Hasta que al final un día, Jeisen, el cazador del pueblo, encontró su cadáver en el bosque, asegura que lo que fuera que lo matase, no fue una persona. Al menos, no una persona normal. Preguntamos a la bruja si sabía qué había pasado, pero ella dijo que nada sabía, que el joven se había marchado de su casa ya hacía muchas lunas.

—¿Y qué? ¿Acaso no pudo ella decir la verdad? Algún monstruo o bandido podría haberle atacado en el bosque, no sería nada raro.

—Cruzado, la historia no ha terminado todavía. Cuando fuimos a enterrar al joven, le cambiamos su ropa por el traje de fallecido. Entre sus bolsillos encontramos una carta, una carta que le pedía ir al bosque por la noche. Y en el borde de la carta, estaban marcados con pintalabios los labios de una mujer.

Tristán no creía una palabra de lo que escuchaba de la boca de los pueblerinos, pero la vida le había enseñado que nunca hay que dar por falso algo sin investigarlo primero.

—Investigaré el asunto antes de hacer nada —se frotó la barba—. Mierda, el bollo ya está frío.

—Tome otro, que no se diga por ahí que Maelon sirve bollos fríos a sus clientes. Si realmente quiere investigar el asunto, vaya a la casa del alcalde, fue uno de los últimos sitios a los que Rómeus fue antes de desaparecer.


4

—¿Así que está investigando el asunto de la muerte de Rómeus? —el alcalde se arrascó su cabello canoso.

—Así es. Erika me ha evitado el tener que pasar la noche en la fría roca. Lo mínimo que puedo hacer para ayudarla es probar que no es una asesina.

—Parece usted muy seguro de su inocencia, señor...

—Tristán de Elias.

—Tristán de Elias. Permítame que le tutee —cogió un par de sillas de madera que había pegadas a la pared y se sentaron.

Las paredes estaban llenas de cabezas de animales disecados. Una de oso, otra de ciervo, otra de tigre montés... Por las paredes habían colgadas también pieles de diversos animales. Tristán las miraba perplejo.

—¿Te gustan, cruzado? Jeisen, el cazador, me las regala. He escuchado que los de tu clase matáis monstruos, ¿crees que podrías conseguirme una piel de dragón? ¿De mantícora quizás?

—No.

—Muy bien, veo que eres un hombre poco hablador. Vayamos al grano pues. Sí, ese hombre vino a mi casa. Todo el mundo hablaba muy bien del joven, así que lo invité a comer a mi casa para conocerlo. Disculpa si no te he invitado a ti, pero los de tu clase no son muy bien recibidos por este pueblo.

Se escuchó un gruñido proveniente de una cesta pegada a la ventana de la habitación.

—Es Nieve, el perro de Rómeus. Mi hija lo adoptó cuando murió. Parece que le da pena o algo así.

La puerta de la habitación se abrió. Una chica joven, de cabellos morenos entró.

—Oh, disculpe padre, no sabía que tuviera visita. La cena está lista.

—Gracias, Juliet. Bien, pues si no hay nada más que preguntar, es tarde, y me gustaría cenar junto a mi hija.

Tristán asintió.

—Que pase una buena noche, alcalde.

El cruzado bajó las escaleras, y salió de la casa. La joven, Juliet, estaba junto a la puerta.

—Tú, cruzado, ven. Ten, toma esto —sacó una carta de su bolsillo y se la entregó a Tristán—. Rómeus me dio esa carta. Si realmente quieres descubrir lo que pasó, debes de saber que tu amiga la bruja es inocente.

—Pero...

—Espera, no tengo tiempo. Si alguien pregunta, diré que no se nada de esa carta, que te lo has inventado todo. Esta noche es luna llena, habrá bastante luz en el pueblo, los campesinos están planeando ir a la casa de la bruja y matarla. No puedes permitirlo, no si quieres que se haga justicia.

—¡Juliet! —la voz del alcalde provenía de la casa como un estruendo.

—¡Ya voy, padre! ¡Estoy observando las estrellas! —la joven miró a Tristán a los ojos, y volvió adentro de la casa.


5

—¿Que van a venir a matarme? —Erika estaba furiosa—. ¡Pues que vengan! No quedará ni uno de esos catetos hijos de puta vivo.

Tristán miraba la carta de Juliet, pensativo.

—¿Qué es eso?

—La prueba de tu inocencia. Si esa gente posee un mínimo de inteligencia; oirán, comprenderán y actuarán.

—Espero que tengas razón, sino... en cualquier caso será peor para ellos. Oye, todavía estoy enfadada porque no vinieras a hablar conmigo en primer lugar.

—¿Y qué esperas? Tampoco te conozco tanto.

—¿Crees que me acostaría con un chiquillo y después lo asesinaría?

La puerta de la casa retumbó. Tristán y Erika se asomaron con cuidado por la ventana, un grupo de al menos unas treinta personas armadas con antorchas, lanzas y hoces asolaban la entrada de la casa.

—¡Que salga la bruja! —gritaban—. ¡Es hora de que se haga justicia!

—Ya basta —Tristán salió , la bruja lo acompañó—. ¿Cuáles son esos crímenes tan graves de los que se acusa a esta mujer, para tener que venir a matarla antorcha en mano como a un animal?

Uno de los campesinos salió de entre la multitud.

—¡Es una asesina! ¡Envenenó a mi hermano ofreciéndole una cura para su enfermedad!. El había estado bien, a pesar del dolor, ¡pero al cabo de unos meses de beber su pócima murió!

—Tu hermano tenía viruela, idiota. No existe ningún remedio para curar la viruela una vez está contraída, tan solo le dí una poción para calmarle el dolor.

Otro tipo salió del grupo.

—¡Desde que llegaste, mi semental ha dejado de criar!

—Porque tu vecino te robó a tu semental y te lo cambió por una yegua —se encogió de hombros—. ¿Algún idiota más que quiera echarme la culpa de su desgraciada vida?

—¿Y qué hay de Rómeus? —el alcalde se acercó a Erika, con una lanza en las manos—. El chico era tu amante y lo mataste. Todo el mundo lo sabe.

—Ya basta de estupideces —Tristán se acercó a la multitud—. Es irónico que precisamente tú la culpes de haber matado a Rómeus.

—¿Y por qué, cruzado? Si se puede saber, por supuesto.

—Porque fuiste tú quien lo mató.

La reacción de la muchedumbre fue dispar. Algunos no comprendieron las palabras de Tristan, otros rieron a carcajadas, y otros simplemente parecían no haberle escuchado. El alcalde, por su parte, callaba.

—Pero qué dices, cruzado, ¿cómo va a haberlo asesinado el alcalde? -dijo alguien entre la multitud.

—Con un poco de ayuda. Rómeus llegó a la ciudad, a ver a Erika, que era una buena amiga suya. Ella misma me lo contó. Aquí conoció a Juliet, la hija del alcalde, ambos hablaron, se gustaron, y decidieron seguir viéndose. Por eso Erika dijo que Rómeus se hospedaba con ella, aunque no era así. Él vivía en Iuphon, pero si lo hubiera dicho, no le hubieran dejado entrar y no habría podido ver a Juliet. Así que los días que pasaba fuera, no es que estuviera desaparecido, sino que estaba en su pueblo... o pasando el día con Juliet.

Uno de los tipos con antorchas bufó.

—Bien, pero la cuestión es, ¿cómo murió?

—El alcalde descubrió las cartas que su hija había estado mandándose con Rómeus. Descubrió que el joven había deshonrado a su hija, así que le envió una carta, haciéndose pasar por Juliet. Poniéndole una marca con su pintalabios, incluso. En esa carta le pidió que quedaran en el bosque. Como Rómeus creía que la carta provenía de Juliet fue sin dudarlo. Pero Juliet no era quien estaba allí, sino el alcalde, que lo mató por deshonrar a su hija y llevar la vergüenza a su familia. Después, con un poco de ayuda de su amigo el cazador, pudo engañar a la gente y echarle la culpa a la bruja.

El alcalde estaba sudando a chorros.

—Muy bien, ¿y qué prueba tienes, cruzado? ¿No me digas que eres capaz de lanzar acusaciones así de graves sin ningún fundamento?

—¿Acaso tenéis vosotros alguna prueba para inculpar a Erika?

Se hizo el silencio durante algunos segundos.

—Yo si tengo pruebas para inculpar a mi padre —Juliet salió de entre la multitud.

—Niña, ¡calla! —el alcalde hizo ademán de golpear a la joven en la cara, pero ella le agarró el brazo.

—Ya no más, padre —dijo la chica—. Ya no más.

—Dí lo que tengas que decir, Juliet —Tristán cambió el peso de su cuerpo de una pierna a otra—. Aquí estás a salvo.

—Este hombre tiene razón, el cruzado tiene razón. Padre fue quien lo asesinó. Descubrió el doble fondo del cajón donde guardaba las cartas que Rómeus me mandaba. Cuando regresé a casa él estaba furioso. Me llamó puta. Decía que no volvería a salir nunca más de casa. Dijo que si volvía a verme con un hombre me mataría, y que Rómeus había pagado las consecuencias por deshonrarme —la chiquilla sollozaba—. Creía que no hablaba en serio. Creía que solo quería asustarme, pero cuando trajeron el cadáver al pueblo...

—Suficiente —Tristán puso su mano en el hombro de la chica—. No hace falta que digas más. Ahora, si os parece, llamaré a la guardia. Este hombre, si se lo puede llamar así, va a pasarse el resto de su vida en el calabozo de Antivas. ¿Juliet, tienes alguien con quien vivir?

—Que viva conmigo —dijo Erika—. Si no le importa vivir fuera del pueblo, por supuesto, porque no pienso quedarme aquí ni una sola noche más.

—No, no... —el alcalde estaba cegado por la rabia—. Nadie más te tendrá, ¡antes prefiero que mueras! —agarró con fuerza la lanza y se la clavó a su hija en el pecho. Tristán lanzo de su mano una ráfaga de aire que lo arrastró hacia la multitud. Pero ya era tarde.

La joven miraba a las estrellas, arrodillada, mientras la sangre manaba de su corazón.

—Rómeus, no se si he sido mancillada. No se a dónde iré, ya sea cielo o infierno; pero allá a donde vaya... que sea adonde tu estés, y moriré feliz.

Y así hizo. Cayó al suelo, y fue liberada. Con una sonrisa en la cara.


6

—Al final, su propio pueblo lo llevó a rastras hasta los calabozos de la capital. Nunca más en su vida verá la luz del sol —dijo Erika, mientras cerraba una bolsa llena de telas y frascos.

—Su hija tampoco volverá a verla.

—Pero murió... feliz. ¿Cómo puede sentir algo así por alguien a quien apenas conocía?

—Supongo que unos días son suficientes para la persona adecuada.

—Quizá. Bueno, ya está todo listo, ¿nos vamos?

—Espera un momento, quiero echar un último vistazo a la casa del alcalde. Si no te es molestia.

—Tranquilo, ya está amaneciendo. Tenemos todo el día por delante para dejar atrás el bosque.

—Gracias, Erika.

Tristán entró en la casa. Miró con nostalgia la casa en la que tan preciosa y trágica historia de amor se había vivido. Escuchó unos suaves y agudos gruñidos, provenientes del piso de arriba. Subió las escaleras y miró a su alrededor. Se encontró con el cachorrito de Rómeus, que Juliet había adoptado, metido en una cestita. El adorable animalillo intentaba salir torpemente.

—Oh, vaya. ¿Nieve, no es así? Parece que con la que se ha montado, todos se han olvidado de ti— metió la mano en la cesta y le arrascó por detrás de la oreja. El perrito cerró los ojos y sonrió, erizando su abundante pelaje blanco.

—Parece que le gustas —Erika había entrado en la habitación.

—¿Y qué hacemos con él? No puede valerse por sí solo. Dudo siquiera que pueda caminar.

—Pues quédatelo.

—No puedo, Erika, estoy viajando. Siempre viajo.

—Estos perros del norte son muy ágiles y fuertes. Cuando crezca un poco será capaz de ayudarte a cazar monstruos, y hasta podrá seguiros el ritmo a ti y a tu caballo.

Tristán meditó durante unos instantes.

—Dime, Nieve, ¿quieres venir de viaje conmigo?

Se hizo el silencio durante unos segundos.

—Ha dicho que sí —respondió la bruja.

—¿Cómo lo sabes?

—Es lo que yo querría.

Tristán agarró la cestita y bajó las escaleras, abajo aguardaban cuatro bolsos llenos de objetos «imprescindibles» para Erika.

—¿No hay nada que necesites llevarte? —preguntó la bruja.

—Tengo mi espada y... mi cesta. Es todo lo que necesito.

—Me llena de rabia pensar que ese cazador se librará de castigo alguno... —Bufó—. Bien, pongámonos en marcha. Oye, Tristán, la carta que te dio Juliet... Rómeus se la dio a ella, ¿no es así? En esa carta... ¿qué ponía?

—En la carta ponía... Amor.
Camino al alba

1

La supremacía del ser humano es fugaz, apenas un destello en este anciano mundo. Como en su día ocurrió con los elfos, los ahora gobernantes de la tierra y el mar ven amenazada su superioridad por especies más capaces y evolucionadas. Los cruzados y los hechiceros. Entretanto, el simple hecho de ser aceptados en este mundo de prejuicios es tan solo un lejano sueño para estas especies superiores. El prisionero lo comprobó, una vez más.

Se encontraba desnudo, tapado solamente por unos roídos pantalones de tela. Tenía la cara hinchada, llena de moratones y cortes, y de su boca y nariz descendían regueros de sangre. Su torso desnudo era un sinfín de cicatrices, la mayoría recién cerradas; y la espalda estaba llena de tal cantidad de costras, sangre y cicatrices que sería capaz de hacer vomitar a una persona. Tenía las manos atadas con una cuerda de calidad, lo bastante gruesa para evitar cualquier accidente.

Dos tipos lo arrastraban por las lúgubres mazmorras. La fauna local se componía de estafadores, rateros, violadores y asesinos; el sonido ambiente, de gritos, sollozos y numerosas goteras.

Los guardias lo arrastraron hasta que llegaron a una gran sala, subiendo unos peldaños de piedra caliza. Una vez dentro, uno de ellos dio una patada al desconocido, haciéndolo caer al suelo. Su ondulado cabello castaño, ahora más largo de lo normal, le caía por encima de la cabeza hasta el torso desnudo. La barba le había crecido de forma prominente. Un hombre regordete y completamente calvo se paró ante él.

—Dejadnos solos —dijo el calvo—. En este estado no creo que suponga ningún tipo de amenaza.

Los guardias obedecieron y abandonaron la sala, el tipo regordete caminó, pensativo.

—Bueno, forastero, espero que hayas comprendido el por qué no se debe liberar a un preso de la horca. Tu cuerpo ha quedado francamente... magullado.

El desconocido pensó en hacer recordar al calvo que la mitad de su guardia había acabado algo más que magullada, pero decidió callar.

—Espero que la chica a la que salvaste la vida valga realmente la pena —se encogió de hombros—. Si yo salvara la vida de cada mujer que me he tirado, tendríamos un nuevo justiciero en el pueblo.

El desconocido escupió, su saliva estaba llena de flema, tornándose roja, al igual que el iris de sus ojos; aunque esto último no se debía a las consecuencias de la paliza.

—Dime qué es lo que quieres de una vez —preguntó el desconocido. Su voz era grave y ligeramente rasgada.

—¿Lo que quiero? ¿Y por qué querría yo algo de ti?

—Porque sigo vivo.

El calvo soltó una carcajada.

—Muy cierto. Al contrario de lo que se suele decir de los tuyos, demuestras inteligencia. Aquí en el desierto se suele decir que los cruzados solo valéis para matar monstruos y tiraros a putas. Celebro descubrir lo contrario —se agachó un momento y deshizo las ataduras del desconocido—. Vamos, ven aquí, a la mesa. Al fin y al cabo en ese estado no podrías dañarme aunque quisieras. Un par de viandantes dijeron haberte reconocido como, a ver... —sacó un panfleto de su bolsillo y le echó un vistazo rápido— Tristán. Eso, Tristán de Elias. Bueno, pues encantado de conocerte, yo soy Olaf, comandante de la guardia de Castora, el pueblo de la frontera.

Tristán miró a una ventana en el fondo de la sala, se podía ver como la arena del desierto ondeaba entre los edificios.

—Encantado de conocerle, comandante Olaf —sonrió—. Le daría la mano, pero temo llenar de sangre a vuesa merced.

—Tu ironía es casi tan afilada como tu espada, cruzado. Por desgracia para ti, en esta situación ambas te son inútiles. Iré al grano, pues. Hace escasos días, unos transeúntes que acababan de llegar del desierto me informaron de la aparición de una gigantesca y mortífera bestia en el punto más alto del valle de Ita. Apuesto a que ni te imaginas de qué clase de bestia se trata, cruzado.

Tristán se encogió de hombros.

—¿Un escorpión gigante?

—Frío. La bestia que nos atañe es más grande y un millón de veces más peligrosa.

—¿Un gnatos de arena?

—Tampoco es lo que quiera que sea eso. Piensa en algo más grande, más alado y con más escamas.

Tristán pensó un momento, después se irguió nerviosamente.

—¿Un dragón? ¿En mitad del desierto? Imposible.

—Posible, cruzado. Esos idiotas hubieran sido incapaces de realizar una mentira tan elaborada. En cualquier caso, tampoco tendrían razón para mentirme, al contrario; si están lo cierto serán recompensados, de lo contrario... —señaló al cuerpo magullado de Tristán— bueno, ya te lo imaginas.

—¿Y quieres que lo mate? ¿Para qué? El valle de Ita está muy lejos, las posibilidades de que por casualidad llegue a la ciudad son pocas, las de que nos ataque, escasas.

—No es protección lo que busco en la muerte de esa bestia, sino su piel. ¿Te imaginas, cruzado? Una espada forjada de las escamas de un dragón, los bardos cantarían canciones sobre mí —alzo la mano y empuñó un arma imaginaria—. Una espada digna de un rey.

«Pero tú no eres un rey», pensó Tristán.

—¿Y si me niego?

—En ese caso, se hará justicia. Pero tranquilo, en cualquier caso no espero que alguien mate a un dragón gratis. Demonios, ni siquiera yo soy tan avaro.

Tristán meditó un momento, pero no había razón para ello. Al fin y al cabo no tenía opción alguna. Si se negaba le matarían, y si intentaba escapar el desierto supondría su muerte. Mirándolo por el lado positivo, al menos había encontrado trabajo, lo cual era de agradecer últimamente.

—Si quieres que mate a tu dragón, necesitaré un carro, provisiones y varios hombres.

—Todo está listo, mi carro más grande con algunos de mis mejores caballos está a tu disposición. Y te acompañarán tres de mis mejores hombres.

—¿Solo tres?

—Cuantos más vayáis más provisiones serán necesarias, y aquí por el desierto no sobra el agua ni la comida. Cuatro personas es el número perfecto. Partirás al amanecer, cruzado.

Tristán bufó.

—Está bien, acepto el trabajo. Pero no será mañana cuando parta hacia el valle, sino dentro de dos lunas. Necesito tiempo para prepararme, descansar y curar mis heridas. Los cruzados sanamos rápido, pero seguimos sin ser inmortales.

El capitán de la guardia calló durante algunos segundos.

—De acuerdo pues. Te será entregada una espada de nuestro mejor herrero y una armadura acorde.

—Gracias —respondió Tristán—. Pero prefiero usar mi espada, donde quiera que la hayáis tirado.

—Como quieras. Puedes irte.

Tristán se levantó, produciendo un grito sordo de dolor. Se dirigió hacia la puerta.

—Una cosa más, cruzado. No sería nada recomendable que una vez estés recuperado te diera por volver a hacer de las tuyas en la horca. Puede que hayas acabado con cerca de la mitad de mi guardia, pero te lo garantizo, esta vez no saldrías con vida del desierto.

—Al igual que usted, capitán, yo no busco ser el nuevo héroe del pueblo. Tan solo un muy selecto grupo de personas merecen que arriesgue mi vida por ellos.

—Mejor para ti, entonces. Por cierto, casi se me olvida, tu chucho está afuera, atado a un poste en la entrada. Espero que se le dé igual de bien pelear con dragones que morder a mis guardias, sobretodo teniendo en cuenta que casi mata a uno.

2

El suave traqueteo del carro provocaba cierta relajación en Tristán. Nieve estaba acurrucado en un rincón. Había reducido su pelaje para soportar el clima del desierto, pero un perro del norte no está hecho para tanto calor, y a causa de ello se pasaba la mayor parte del tiempo cansado. Ya fuera durmiendo o simplemente acurrucado, no solía hacer demasiado ejercicio desde que llegó.

Además del cruzado y el perro, habían otras tres personas más en el carro. Tres dentro, y otro controlando a los caballos. La decepción de Tristán fue máxima al conocer a «tres de los mejores hombres del comandante». Estaba Lored, un calvo flacucho a quien el comandante había prometido perdonar un crimen de robo a cambio de participar en la expedición hacia el dragón, enfrentarse al dragón presentaba la posibilidad de la muerte, pero negarse, presentaba la seguridad de ello; Samal'el, un joven elfo explorador al que uno de sus viajes le había conducido al desierto, él mismo se ofreció a participar en la expedición, poseía los rasgos faciales refinados de los de su raza, y un cabello dorado que le llegaba hasta la cintura. Apenas llevaba unos meses asentado en Castora; Suce, un corpulento guerrero, sacado de la propia guardia de la ciudad. A simple vista se le veía como el más capaz de los tres. Por el momento, se encargaba de los caballos.

—Y un día, en ese mismo bosque, al salir a cazar, encontré tal cantidad de licántropos que realmente pensé que mi vida llegaba a su fin. Pero corrí. Corrí tan rápido como nunca en mi vida y no me avergüenzo de admitirlo. Ya fuera porque no me divisaron o porque a los dioses caí en gracia, pude salir vivo de ese infernal pueblo, Zobo —dijo Samal'el. No había dejado de parlotear en todo el camino sobre sus viajes y aventuras. A excepción de algunos comentarios puntuales sobre las historias del elfo, el resto del grupo callaba—. Dime, tú, el cruzado, ¿alguna vez has peleado contra un licántropo?

A Tristán no le apetecía hablar, pero por cortesía se obligó a responder.

—Sí. Aunque mucho hace ya desde la última vez.

—¿Qué puedes contarme sobre ellos? Yo soy un elfo joven, apenas tengo ciento cinco años, tú, como hombre más sabio y anciano que yo, seguro que me puedes decir algo sobre esas bestias, para que quizá la próxima vez no necesite de huir para salvar la vida.

—Lo que te contaré no te servirá para salvar la vida en un combate, pero no te vendrá mal saberlo. Los licántropos son criaturas basadas en la fisionomía de el hombre junto con la del huargo negro, debido a la enfermedad transmitida por la saliva de estos. Se mueven a cuatro patas y miden cerca de dos metros. Si la saliva de un huargo negro entra en contacto con tu sangre, debes ir de inmediato a un curandero. Si no puedes hacerlo por alguna razón, mi consejo profesional es que te rebanes el pescuezo cuanto antes.

Callaron unos segundos. El elfo esbozó cara de asco.

—Que sarta de tonterías, cruzado —replicó Lored, el calvo—. Todo el mundo sabe que los licántropos nacen cuando una hembra humana se tira a un perro. En mi pueblo, allá por Ormia, había una chica, tan increíblemente fea, que pareciera que los dioses le hubieran cagado en la cara al nacer. Sin ser eso suficiente castigo para ella, se dice decidió tirarse a su perro, la zagala se quedó preñada, y cuando fue que el vástago dijo de nacer, lo que salió de entre las piernas de la chica fue tal monstruosidad que, aún pese a su temprana edad, no quedaron vivos ni la madre, ni los padres, ni las matronas siquiera.

Se escuchó una larga carcajada proveniente del exterior. Suce se asomo hacia adentro del carro.

—¿Pero que clase de mierda destilada bebes para inventarte tamaña clase de abominaciones, chiquillo? Cuando volvamos a Castora le contaré esa historia a mi hija, ¡seguro que no duerme en toda la noche! —volvió a carcajearse.

—Estoy rodeado de ignorantes —dijo Lored. Tras lo que se tumbó en un rincón del carro cerca de Nieve, dispuesto a echar una cabezada durante el largo trayecto. El sudor hacía que su calva brillara en la penumbra del interior del carro.

El elfo se acomodó sobre la madera.

—Dime, cruzado, ¿te has enterado de lo que ha ocurrido en Antivas?

—No tengo ni la menor idea, elfo. Pero seguro que estarás encantado de contármelo.

—Faltaría más. No hace muchas lunas desde que ocurrió, pero la noticia ha viajado como la espuma. No sin razón, por supuesto. ¿Recuerdas la muerte del viejo rey Earnis?

—Por supuesto. Earnis el próspero. Se dice que a lo largo de su vida ganó más de mil batallas, y todo para morir envenenado en su propio castillo. Se cuenta que le impregnaron el oído con veneno de belladona mientras dormía.

—Pues según parece, a su hijo, el príncipe Letham, se le estuvo apareciendo su espíritu por todos los rincones del castillo.

—Un espíritu que no quiere abandonar este mundo. Ante ciertas situaciones puede darse. Contrata a la persona apropiada y no quedará de él ni ectoplasma.

—Pero eso no es lo raro. El espíritu del viejo rey apareció, pero no para asesinar, sino para contarle a su hijo que su propio tío, el que era el actual rey, le había asesinado. No veas la que se lió, Tristán.

—Las peleas entre nobles siempre acaban siendo todo un lío.

—Pues esta debió de ser la madre de todas las peleas de nobles, pues al parecer, el príncipe, sediento de venganza, creó tal clase de conflicto en el castillo que de toda la gente que allí vivía solo quedó vivo el mejor amigo del príncipe, Ciohora. Y todo para que después acabara muriendo atropellado por un caballo. Toda una desgracia.

—¿Y entonces quién gobierna ahora la capital de Lanáeda?

—El consejo. De momento ningún rey nos gobierna a nosotros los habitantes de Lanáeda. Y esperemos que no sea así durante mucho tiempo. Los reyes no son santo de mi devoción, menos aún los reyes humanos, pero aún menos lo son ese puñado de brujos y eruditos que forman el consejo.

Tristán se fijó por un momento en el collar que el elfo llevaba al cuello. Se trataba de una roca de forma circular y llena de bordes, de un color rojo con manchitas azules, que recordaba al cielo en mitad de la puesta de sol.

—¿De dónde has sacado ese collar? —preguntó el cruzado.

—¿Esto? —toqueteó la roca rubí— lo encontré en las montañas, en uno de mis viajes. Estaba en el fondo de un enorme cráter, creo que la propia roca lo formó al caer —señaló hacia arriba— del cielo.

—¿Crees que esa roca es una estrella?

—Quién sabe. Al menos a mí me gusta pensarlo. En cualquier caso es preciosa. Cuando recién la había recogido brillaba muchísimo más, con el tiempo ha ido perdiendo el fulgor. No sé a qué podrá deberse, pero en cualquier caso no la vendería ni por mil estios.

Tristán meditó durante algunos segundos, esa roca era de un rojo tan intenso como el iris de sus ojos.

El traqueteo del carro cesó. Los pasos de los caballos se detuvieron. La puerta del carro se abrió.

—Por aquí el camino es ya demasiado estrecho. Deberemos avanzar a pie —dijo Suce.

Quienes hablaban cesaron la conversación, y quienes dormían despertaron, todos descendieron, por fin, del carro. Tristán llevaba un jubón blanco con un mandoble colgado de la vaina a la espalda; no llevaba ningún tipo de capa o capote, por lo que este le asomaba vacilante por el hombro. Durante los días anteriores, se había afeitado la barba, aunque ya le asomaba considerablemente. También se había cortado el pelo, que ahora le llegaba hasta los hombros.

Nieve llegaba ya por encima de las rodillas de su amo. El perro, que otrora poseía un pelaje blanco, se había tornado de color negro, lo cual, según la opinión de cierta hechicera amiga del cruzado, era toda una ironía para con su nombre.

Muy lejos había quedado ya el desierto rocoso, más aún el de arena. Actualmente todo el paisaje era un mosaico del desierto montañoso.

Todos se refrescaron antes de abrir la marcha, no podrían cargar con todo un barril durante el resto del trayecto, así que esta sería la última vez que beberían agua en horas, había que aprovecharlo.

3

Lored cayó al suelo, exhausto. Habían recorrido ya muchas yardas y el cansancio hacía mella en su cuerpo. Acababan de cruzar por un bordillo en una pared no mucho más ancho que una cornisa. Tristán había tenido que cruzar con Nieve en sus brazos.

—Ya está. No puedo más —Lored jadeaba nerviosamente—. No puedo continuar, lo siento mucho.

Suce levantó al calvo con brusquedad.

—El monte sobre la que se encuentra el dragón está solo un poco más arriba. Ya hemos llegado al valle de Ita, así que haz un último esfuerzo y no la cagues ahora que estás apunto de disfrutar de tu indulto. A todos, preparemos las armas, no sea que ese dragón nos alcance por sorpresa.

Todos obedecieron. Samal'el preparó su arco y el carcaj de flechas; Lored sacó una ballesta ligera y se colocó un estilete en la bota. Suce se acercó a Tristán.

—Oye, cruzado, ¿estás seguro de que el dragón seguirá allí arriba? Hace ya varias lunas desde que los viajeros lo vieron volando por aquí.

—Los dragones suelen asentarse en un mismo lugar por largo tiempo, por lo que sí, estoy casi seguro de que el dragón sigue ahí arriba.

—Bien —Suce agarró su maza y se colocó en la otra mano un escudo de acero gris— pues acabemos con ese dragón de una vez.

La luna ya estaba muy arriba para cuando alcanzaron la cima. Suce había sacado unos abrigos de piel de ciervo de su bolsa para aguantar el frío que el desierto aguardaba en la noche. Por suerte, fuera del desierto de arena, el viento no era mortal. Mejor aún era para Nieve, que no había estado tan enérgico desde que llegaron al desierto. El perro correteaba alrededor de los caminantes, se frotaba contra ellos y cruzaba entre sus piernas. El elfo lo acariciaba constantemente, y Suce reía a carcajadas cada vez que el perro se restregaba contra él. Lored hizo amago de dar una patada al chucho cuando este intentó cruzar entre sus piernas, tras una mirada de Tristán, la idea desapareció de su mente.

Ante el grupo se extendía una llanura de roca, amplia como un anfiteatro. Y en el centro, la bestia, acurrucada disfrutando de la noche bajo el frío viento desértico.

Apenas tuvieron tiempo de sacar sus armas cuando el dragón movió sus orejas puntiagudas. Despertó y se incorporó. Su color era de un marrón claro como la arena. Era más alto que cinco caballos y su cuerpo estaba lleno de escamas que brillaban como el diamante. Su cabeza y lomo poseían protuberancias finas y afiladas como agujas. Alzó sus alas, abrió la boca y el aliento de fuego manó. No era rojo, sino que debido a su gran temperatura, el fuego que escupía era en su mayor parte azul, amenazando de que este se trataba de un dragón maduro. El rugido que le acompañó fue tal, que hasta la propia tierra tembló. Muchas de las rocas que bordeaban la cima se desprendieron. La bestia lanzó su amenaza, y el grupo la aceptó.

Fueron de uno en uno, tal como Tristán había planeado por el camino. La principal regla al enfrentarse a un dragón era no lanzarse todo el grupo a la vez, ya que un zarpazo certero, o el aliento de fuego podría acabar con todos fácilmente.

Suce fue el primero en cargar contra la bestia, además de su enorme escudo de acero gris, portaba una maza con pinchos, tan pesada, que una persona con una fortaleza física normal no podría haberla empuñado. El dragón se dispuso a dar un zarpazo, pero Samal'el disparó una flecha que lo distrajo. Suce aprovechó para ondear la maza y golpearle en el lomo, alcanzando una de sus protuberancias que estalló en mil pedazos. La bestia lanzó un sonoro grito de dolor, que obligó a todos los presentes a taparse los oídos, tras ello golpeó a Suce con un zarpazo tan fuerte que destrozó su escudo y le hizo perder el conocimiento. Por suerte fue lanzado a lo lejos, lo suficiente para no correr demasiado peligro.

—Vamos Lored, ¡adelante! —apremió el elfo.

El chico calvo vaciló, pero al final no tuvo más opción que lanzarse a la caza de la bestia. Empuñó su ballesta y disparó a la cabeza del dragón, pero el virote rebotó como quien dispara a la roca maciza. La bestia trató de asestar un golpe alto a Lored, pero este lo previno agachándose, se agarró con fuerza a la zarpa, y comenzó a trepar por el lomo del dragón como un mono escala un árbol. Bien arriba, en la cabeza, sacó el estilete de su bota y empezó a clavarlo repetidamente en el ojo derecho de la bestia. Esta, con un movimiento contundente, lanzó a Lored al suelo, se agachó, y pegó un mordisco a su cabeza, produciendo un sonido agudo y estremecedor. Y llenando todo el suelo de sangre y sesos.

—¡Vamos, vamos, vamos! —se apremió a sí mismo Samal'el. Sacó su arco y comenzó a lanzar flechas hacia la cabeza del dragón. Este intentó deshacerse del elfo con un zarpazo, pero con un movimiento veloz Samal'el lo evitó. Disparó otro par de flechas seguidas, acertando con una en el ojo de la bestia. Esta, malherida y ciega, abrió ampliamente la boca y tomó aire.

—¡Nieve, quédate aquí! —gritó el cruzado.

Tristán se lanzó rápidamente al campo de batalla, hizo un gesto con las manos y se colocó frente al elfo. La bestia lanzó su aliento de fuego azul, pero Tristán alzó el brazo y el fuego desapareció ante su mano, obedeciendo a la orden del cruzado. Una vez el elfo se alejó lo suficiente, Tristán saltó hacia uno de los costados de la bestia y el fuego siguió su trayectoria, alcanzando a Suce, que se encontraba en el suelo, y no dejando de él más que una masa de hierro y carne fundida.

El dragón saltó desde el borde de la montaña, y comenzó a dar vueltas alrededor de ella. Tristán sacó su espada, tenía el pomo plateado y la hoja blanca como el papel, con una ingente cantidad de runas negras grabadas en ella. Hizo un gesto con las manos y las runas tornaron en un color rojo como el fuego. Hizo unas florituras, la espada producía un ruido antinatural al cortar el aire, como el de mil cuchillas chocando entre sí.

Saltó al vacío, hacia el lomo del dragón. En el aire, se inclinó hacia atrás y clavo su espada justo en el punto donde Suce había dañado el lomo de la bestia. Suce lo hizo bien, había golpeado justo en la zona donde Tristán le dijo que lo hiciera, donde la espada del cruzado podría perforar su corazón. Y así lo hizo, perforó las escamas con facilidad, y el dragón descendió al suelo desértico rápidamente, aunque, por suerte, no tanto como para que el cruzado acabara hecho papilla.

Tristán descendió del lomo de la bestia, que yacía inmóvil frente a él. Samal'el llegó jadeando al cabo de unos minutos.

—La montaña no está muy inclinada —afirmó el elfo—. Ojalá el ascenso hubiese sido tan rápido como el descenso... Y ojalá siguiéramos vivos los cuatro.

—Acabamos de asesinar a una de las bestias más mortíferas del mundo. Agradece por tu propia vida, elfo.

—De hecho ha sido más fácil de lo que imaginaba. Si te soy sincero... Estoy algo decepcionado.

—Este dragón estaba muy debilitado. Los dragones no vienen al desierto porque en el desierto no hay nada que comer. No solo eso, sino que la arena daña sus alas —señaló a las alas del dragón, que estaban erosionadas y casi agujereadas—. Probablemente lleve meses sin comer nada, si se hubiera tratado de un dragón en forma no hubieras esquivado su zarpazo y ya estarías muerto, como él lo está ahora.

—Pero él no está muerto aún, Tristán. Míralo, respira.

El dragón aún tenía los ojos abiertos, y con una de sus garras intentaba alcanzar al elfo.

—Aún intenta matarte o... espera —Tristán miró a la piedra que Samal'el llevaba al cuello, emitía unos preciosos destellos rojos como el rubí y azules como el zafiro—. No me lo puedo creer. Había oído hablar de esto, pero en toda mi larga vida, jamás lo había visto con mis propios ojos. Elfo, déjame esa roca.

Samal'el obedeció. Tristán colocó la roca cerca del dragón. Este la acarició un poco con su tez.

—Es un huevo de dragón —continuó el cruzado—. Y el lugar donde lo encontraste era el nido. Por ello este dragón vino hasta el desierto, para recuperar a su cría.

—No tenía ni idea —realmente el elfo no la tenía—. Lored y Suce han muerto por mi culpa... Y el propio dragón... No, no. La culpa es del comandante. Él es quien ha ordenado matar a la bestia.

—Puedes autoconvencerte como prefieras, pero nosotros somos quienes hemos levantado nuestras armas contra él —el cruzado se dirigió al dragón—. Yo... lo siento. Realmente solo querías recuperar a tu cría. Probablemente ni siquiera fueras una amenaza para el pueblo. Un huevo de dragón no puede crecer sin el calor de una dragona junto a él. Pero sois criaturas maravillosas, estáis destinadas a perdurar a pesar de quedar cada vez menos en este mundo, aunque no crezca, un huevo de dragón puede aguantar cientos de años con el feto en su interior, esperando a encontrar a una madre que se encargue de él —recogió el huevo—. Yo encontraré a esa madre, lo prometo.

Y finalmente el dragón cerró los ojos y ascendió volando hacia el negro infinito. Dejando su cuerpo tras de sí.

—Bueno... —el elfo hizo una pausa—. Lo hecho, hecho está. Debemos ir al carro y regresar a Castora, le diremos al comandante que aquí está el cuerpo del dragón... aunque han muerto dos de los hombres que envió.

—Al comandante le da igual quién haya muerto mientras tenga sus escamas de dragón. Coge uno de los caballos y regresa tú solo a Castora, yo cogeré el otro.

—¿No vienes? Perderás tu recompensa.

—No voy, seguro que el comandante intentaría regatearme, que se quede su recompensa. Además, los perros no saben descender montañas, y temo que voy a tener que regresar ahí arriba a por él.

El elfo soltó una carcajada.

—Buena suerte en tu viaje, cruzado. Rezaré porque Dae'nisa vuelva a juntar nuestros caminos.
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