Hola a quien lo lea.
Londres luce la gris belleza de los supervivientes.
En la calle, los adoquines brillantes por la humedad soportan el peso de únicamente un coche, negro y largo. A nadie le habría sorprendido ver como conductor de este temido automóvil a la mismísima dama de la guadaña.
De pie, al lado de la puerta del conductor, espera Robert Frank, con un cigarro en la boca que le ayuda a apaciguar la impaciencia, con su traje completamente negro y la gorra oscura que llevan todos los conductores.
Mientras espera tararea una canción melancólica y triste como solo lo fueron las canciones de posguerra. Para acompañar el tarareo, con sus rudos dedos golpea rítmicamente en la cuidada chapa del coche. Robert no se sabe la letra, aprendió esa canción de su abuelo, que la cantaba en alemán mientras araba el campo. Si la supiera, cantaría una canción sobre dos amantes que por la guerra se separan y años después se reencuentran, el amor entre ellos no ha muerto, pero ellos sí, y por toda la eternidad se aman en las ruinas de su pueblo.
Mientras espera Robert mira la calle vacía, el cielo nublado, los relámpagos que a lo lejos anuncian la llegada de sus perseguidores los truenos.
Un susurro colectivo se comienza a escuchar, es una canción cantada en voz muy baja, parecido al zumbar de un enjambre. La canción es un réquiem, la despedida inútil a los muertos, una tradición que trajeron los mayores del pueblo al emigrar por la guerra a la ciudad, las tradiciones no conocen distancias ni fronteras.
De una casa salen cuatro hombres serios cargando un ataúd, en el que un viajero dará su último viaje.
Robert se acerca a la puerta de atrás del coche fúnebre y la abre totalmente, no sería muy agradable para los familiares ver a los portadores del ataúd pelear con la puerta para introducir los restos de su ser querido en el coche.
La experiencia en el trabajo evita muchos disgustos, Robert recuerda la vez que dejó mal cerrada la puerta de atrás del coche, en una cuesta de la ciudad el fallecido salió en su ataúd para dar un inesperado y último paseo, deslizándose con gracia adoquín tras adoquín. Iniciativa que no gustó a los familiares, no suelen esperar esos desplazamientos por parte de un muerto. Los familiares en un entierro no están muy receptivos a novedades en la ceremonia de sepultura.
Desde entonces se asegura de cerrar y abrir bien las puertas (entre otros detalles) que evitan que los bromistas de los muertos hagan su última travesura.
La experiencia es aquello que se tiene cuando no se necesita, decía alguien.
Tras los cuatro hombres que llevan el ataúd una veintena de personas entonando la susurrante canción les sigue, caminan a paso lento y con la cabeza baja, concentrados en su canción y su pena. Esta canción habla de las buenas obras que el fallecido realizó en vida, en realidad no es cierto pues es la misma canción para todos los entierros. Hace muchos años esta canción era personal para cada muerto, en la época de los abuelos uno de los familiares directos tenía que escribir la canción y cantarla en el entierro, con el viajar de las décadas este ritual perdió su significado por completo.
El callado cuarteto coloca el ataúd en el coche y se retiran al grupo que canta, uniéndose a los cantos de despedida.
Quizás el cielo es muy exigente con los cantares al aire libre o quizás estaba escrito que en ese momento se pusiera a llover, sea como sea un relámpago presenta a un trueno y un trueno hace de maestro de ceremonias de una gran lluvia, de esas lluvias que dejan caer gotas frías y gordas como huesos de cerezas.
El comité de despedida reunido en la calle hace gala de su buena forma corriendo a sus respectivas casas. Algunos gritan mientras corren “¡Amén! ¡Amén!” para asegurarse de que la ceremonia esté completa, no sea que al fallecido le parezca inacabada y les pida cuentas en noches futuras, otros tienen suficiente con mantener el equilibrio en los adoquines resbaladizos.
A Robert estos ajetreos le recuerdan a los no tan lejanos bombardeos de los aviones, esto le entristeció (si es posible que el superviviente de una guerra se entristezca más). Una cosa es que te digan que toda tu familia ha muerto en un bombardeo y otra muy distinta es que te digan que eres el único superviviente del bombardeo. A Robert le dijeron lo segundo pero no tardó en comprender lo primero.
Robert notó en ese momento como una gota con estúpido destino cayó justo en la cabeza encendida de su cigarro, iniciando con ello la primera campaña en contra del tabaco de la historia. Guardó su cigarro en el bolsillo y dio unos pasos para cerrar la puerta de atrás del coche.
Frente al ataúd había una niña mojada por completo, miraba la caja de madera y no era posible saber si lloraba, las lágrimas y las gotas de lluvia utilizaban como tobogán las mejillas, imposibilitando diferenciarlas.
En la calle solo se oye el intenso impacto de las gotas en el suelo, parece un aplauso continuo de homenaje al fallecido.
- “¡Lucille! ¡Lucille!” Grita una señora desde la puerta de una casa, resguardándose dentro de la lluvia.
- “¡Lucille! ¡Ven que vas a coger una pulmonía! ¡Lucille!
La niña ni siquiera mira hacia atrás, continua mirando el ataúd bajo la paciente mirada de Robert. Él ha aprendido que para despedir a un muerto se ha de tener todo el tiempo necesario, en su propio caso necesitará una vida entera.
- “¡Lucille! ¡Lucille!” La señora pone a prueba la resistencia de sus cuerdas vocales enfrentándolas al ruido ensordecedor que provoca la intensa lluvia.
La niña no deja de mirar al ataúd, llorando, las gotas de lluvia, respetuosas, han dejado de jugar con las entristecidas lágrimas, que ahora lentamente se deslizan hasta la comisura de sus labios.
Robert se acerca a ella y arrimando la boca a sus oídos le musita lentamente:
- “¿Quieres venir a enterrarle conmigo?”
La niña asiente decidida sin mirarle, se retira para que Robert pueda cerrar la puerta y se monta en el coche. La madre ve como la niña sube al coche del enterrador y grita a su hija desde la puerta intentando no mojarse. El enterrador se sube en el coche y lo pone en marcha, el coche, frío por el temporal, tarda unos segundos en entrar en calor y arrancar. La madre hasta que no ve moverse el coche no se cree la partida de su hija, entonces sale tras de él haciendo inútil su persecución.
Lucille y Robert viajan en silencio, la niña experimentando por primera vez la desgarradora pérdida de un ser querido y Robert reviviendo los momentos en que supo que por la soez broma del azar fue el único que sobrevivió a las bombas que arrasaron su casa.
Robert mira de soslayo a la niña, que lame cada una de las lágrimas que llegan hasta sus labios mientras con las manos, nerviosa, estira de su vestido.
-“¿Qué le pasó a tu papá Lucille?” – Pregunta, sin mucha esperanza de ser respondido, Robert.
Las curvas y los adoquines reciben al coche muchas veces antes de que Lucille, con voz aguda responda a la pregunta de Robert.
Un saludo.