Un perro aulló esta tarde a una paloma en una calle vieja, atemporal, perdida entre los recovecos de la curva espacio-tiempo. La atmósfera del medio meditaba contenida. El equilibrio del campo magnético se quebró y la perturbación que produjo se dejó sentir en todos los corazones puros. Sollozaba el perro, sollozaba la paloma.
El discurrir turbulento de las experiencias se congeló por un momento. Los cristales microscópicos del granito frío y duro de la pared se volvieron a observar, las gotas de agua que luchaban contra la coalescencia suspendieron su batalla para escuchar, los libros de la biblioteca suspendieron su animada charla, y los ojos de los niños se clavaron en la paloma que, asustada, remontó el vuelo.
Planeó sobre nuestras cabezas. Atravesó en un instante la barrera del sonido, la barrera también del silencio. Sobrevoló delicadamente los tejados mudos y naranjas, y reflejó en su minúscula retina todos la gama de colores del gris, del blanco. Con sólo ese gesto nos recordó que era más libre que todos nosotros, más libre de lo que nunca seremos. Vió el peligro, y se elevó. Y no fue ningún acto de cobardía, sino de inteligencia.
El perro, mientras tanto, permanecía impasible ante la rebelión sensorial que había producido. Seguía con la mirada las piruetas gráciles y acompasadas de la paloma. Comprendió, el perro, que había perdido la razón. Y los cristales retornaron a su lugar, y las miradas se cruzaron. El perro, la paloma. ¿Quiénes son?
Contenemos la respiración. Todavía quedan momentos de libertad. Mientras tanto, la aguja sigue contando.