La pintura de mi amigo era expresionista.
Aquel obsesivo mundo sin atmósfera, circular como una pecera, espeso y amortiguador lo mismo que una alfombra.
Su padre, pintor igualmente -tenía por ídolo a Sisley, de cuya pintura me hablaba a menudo-, era artesano tapicero, pero de tapices de esos que se tejen para colgarlos luego de las paredes, y además, profesor en la escuela a donde íbamos él y yo a estudiar artes aplicadas. Mi amigo seguía la tradición familiar y, a su vez, hacía tapices, de ello que sus cuadros resultasen influenciados.
En aquellos días lejanos, yo no acababa de comprender su pintura. Amaba demasiado el color transparente del cielo, para poder entender esos firmamentos casi negros a fuerza de tenebrosos azules. Cielos de tormenta, claro que entonces tampoco me gustaba Van Gogh, y la pintura del muchacho me la recordaba.
Tenía un cuadro que a mí me repelía, y sólo tiempo después, al verle colgado en la sala de una exposición, de pronto lo comprendí, y me dejé arrastrar por su salvaje belleza.
Había mezclado aserrín en la pintura y de cerca, ya lo he dicho, me era repelente, evocaban sucios grumos caídos al tún-tún sobre el lienzo. Pero al verle de lejos y enmarcado, todo cambió -y no fue el marco el autor del milagro precisamente-.
Se trataba de un paisaje, de un paisaje desolado, el cielo era rosa salmón, un salmón veteado de blanco de china, o un rosa que tiraba a amarillo...
(Blanco, rosa, azul añil, amarillo, pardo, rojo bermellón oscurecido... Siempre parte de sus colores...)
Era un cielo de pantano en el atardecer, fluctuante de nieblas rojizas y estrías plateadas. La tierra, el paisaje, árboles, quizás montañas, no lo sé a ciencia cierta, constituía aquella masa informe y grumosa.
¡Oh, cómo al alejarme pude adivinarlo todo, verlo con tanta claridad!
Era un bosque que se abría en su centro, como dos manos unidas por los pulgares, los árboles los dedos verticales, el llano, la línea recta de los pulgares...
Un páramo desierto y, al fondo, el horizonte infinito.