Bueno, este es un cuento que escribí hace tiempecillo, hace unos años más bien, así que quizás no esté muy bien.
Ella lo miró, y en un lenguaje que sólo ellos dos podían entender comenzaron a hablar, a expresarse. Y así pasaron horas, días, meses... algo que nadie cabía a esperar empezó a suceder y aquella sirena, de pelo oscuro como la noche y revuelto como las olas del mar, se alejó de su pequeño mar, de sus pequeñas cosas y comenzó a adentrarse en aquel océano desconocido donde habitaba el príncipe de los océanos.
El príncipe, contento de aquella inesperada visita, preparó a la sirena la mejor de las habitaciones y susurrándole al oído le contó un secreto. ¿Qué secreto? Nadie lo escuchó y el mar con un rugido se lo llevó, tan sólo ellos dos lo sabían y en lo más hondo de sí mismos lo guardaron.
Todas las noches, antes de dormir, el príncipe y la sirena se miraban a los ojos fijamente, juntaban las manos y así se comunicaban cosas que las palabras no podían expresar, ¿cuánto tiempo pasaban así? nadie lo sabía, se decía que había veces que no dormían y que aún cuando el sol aparecía alto en el cielo y mandaba destellos de luz al mar, seguían juntos, mirándose, sintiéndose.
Una noche, antes de ir a dormir, el príncipe le preguntó a la sirena:
- ¿Has estado alguna vez ahí arriba? ¿Has pisado la arena blanca y has sentido el sol secar el agua de tu piel?
Un silencio inmenso se hizo presente, ni un pez se escuchó moverse en los abismos. Plop, una burbuja de aire explotó y la sirena dijo entonces:
- ¿Y respirar el aire que traen las olas del mar cuando se mueven al compás del viento?
- Y mirar las estrellas que se dibujan altas cuando el sol desaparece – contestó el príncipe.
Entonces la sirena tristemente respondió:
- No, nunca pisé la arena blanca, sentí el sol secar el agua de mi piel, respiré el aire que traen las olas del mar cuando se mueven al compás del viento o contemplé las estrellas que altas se dibujan cuando el sol desaparece.
- Cuando llegue el verano, subiremos y yo te enseñaré todos esos placeres, pero has de ser fuerte, siempre querrás volver.
Después, durmieron. Tanto que parecían haberse alejado de aquel mundo y haberse imbuido en otro mejor, ¿mejor? quizás, se habían adentrado en el mundo de los sueños y parecía que jamás iban a despertar.
Hasta que una mañana, con el rugir del agua, la sirena abriese los ojos.
Mirando a su alrededor se dio cuenta de que el príncipe no permanecía junto a ella, no estaba, y desesperada, lo buscó.
Cruzó todos los mares y océanos, preguntó a todos los peces, a las algas, le preguntó al agua, lo llamó... pero el príncipe no apareció y ella decidió volver a casa. Recordó entonces lo que el príncipe había dicho, “cuando llegue el verano, subiremos y yo te enseñaré todos esos placeres” y pensó que ya era verano y quiso subir arriba, pero tenía miedo, y sin el príncipe, ¿qué podía tener sentido?
Afrontó su miedo y decidida subió allá arriba. Se sentó en la arena, dejó su piel mojada secar al sol, respiró el aire puro que arrastraban las olas y allí, dejó el tiempo pasar y consumirse. Vio las estrellas dibujadas en lo alto cuando el sol se había marchado y después contempló el amanecer .
Como si la muerte la fuera arrastrando, allí se quedó inmóvil y mil veces contempló la salida y la puesta de sol, y como las estrellas venían y se iban y dejaban su turno a otras. Respiró aquel aire más de las veces que ella pudiera pensar y una ola la llevó de vuelta al mar, a su lugar. En lo más profundo del océano, en su lecho de algas, la dejó, pálida, con el pelo oscuro y revuelto sobre sus hombros, con sus oscuros ojos cerrados, preciosa, como una diosa digna de poseer todos los mares y océanos. Y en el último de sus momentos entendió el secreto que el príncipe le había contado: “No le digas a nadie que esto es un sueño”.