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Al octavo día recordó aquellos caminos por los que descendió mientras subía por su pierna, comenzando por un tobillo hasta llegar arriba, admirada por su fuerza, vitalidad y energía con la que más de una vez demostró que no hay camino lo suficientemente largo que no se pueda recorrer. Al llegar arriba recordó esa cueva, cálida y misteriosa que se ocultaba de la vista, desconociendo si por miedo o por vergüenza, además se escondía del sol. Ello la hizo especial, ya que tan sólo al tacto se puede provocar uno de sus cometidos el cual, dicho esfuerzo ciego, hacían verdaderamente un placer conocerla y ser conocida. Más tarde se encontró de nuevo en su ombligo, en medio de aquel mar que se elevaba con su respiración. Quizás este también fuera miedoso y reticente a ser conocido. Aquello que es agradable al tacto a veces no es agradable a la vista, siempre y cuando no sepas comprender que existe cuerpo más allá de la piel. Por ello, disfrutaba cada segundo que podía siendo a la vez testigo de su respiración, testigo de su risa y en definitiva de su estado de ánimo, el cual nunca conoció otro que le contrariara. Se despidió de esa pequeña cueva en medio del mar, para seguir subiendo guiada por un incesante golpeteo. El pulso de su corazón, el cual se hallaba fuerte e incesante bajo aquellos dos grandes escudos de oro, de belleza delicada que sólo brillaban para unos afortunados, aquellos que desde lejos los admiraban. Cada instante, cada pulso le hacía sentir aquella suavidad y dulzura que la encerraban contra su pecho, deseando que aquel pulso se detuviera, indicando así la falta de caminar del tiempo. Así, la niña cada vez se encontraba más a gusto y feliz, pues aquel camino le otorgaba seguridad y felicidad para seguir subiendo, no importa el camino. Por ello, y acompañada del eco de aquel corazón, siguió ascendiendo por su cuello, lugar mágico donde el pulso era distinto, más tímido, pero que sólo el roce de unos labios era capaz de sonsacar aquella textura, tersa y suave, enfatizada a veces por un calido perfume el cual en ocasiones le hacía perder el sentido, mientras al volverse, su pelo caía y adornaba de nuevo. Más arriba se escuchaban cánticos, una voz dulce, fina y poco labrada, que le daba cariño al aire de aquellos que la escuchaban, pues de sus labios, cuyo color indicaban calor, ardor y fuego, más allá de la música, cada palabra era escuchada y luchada por mantener en la memoria, pues nunca quiso la niña que de esos labios saliera algo más que magia como hasta ahora. Y subiendo por su mejilla, suave y curva como un monte viejo que al igual que su cuello, era un gran destino para sus pequeños besos, estos cada vez más cerca de rozar su alma. Así pues, siguió subiendo, alcanzando su lugar de partida. Dicho así, atravesó aquel acantilado boscoso que conformaban sus pestañas, el cual guarecía sus ojos. Unos grandes ojos que se encontraban en medio de una gran extensión blanca adornada por pequeños hilos de fuego, dando la impresión de que el infierno tomaba posesión de un cielo de mármol. Y en medio de aquel infierno se encontraba un pequeño borde oscuro, tras el cual se protegía la casa de la niña, un mar de barro, cuyo color es difícil de precisar, ya que aquel iris coloreaba según la luz y según la zona, dejando sólo entrever la figura de sus olas. Y tras atravesar aquel mar, llegó a su hogar, la niña de sus ojos, que inició el viaje a partir de la nada oscura desde la cual contemplaba el mundo a su frente de aquella manera única y especial.
Y por ello, todo aquel que la viera pensaría, quien fuera la niña de sus ojos, que recorra cada parte y rincón de su cuerpo, con ilusión e inocencia, como sólo una niña puede hacerlo.