Se levanta del sillón casi a cámara lenta. Suspira levemente, tan levemente como sus pulmones dan de sí. Se ajusta la blusa con un mimo y un cuidado que no se ven frecuentemente. Levanta la cabeza y sonríe. Ya es de noche. La televisión murmura en su nivel más bajo de volumen. Desde que él murió ha sido una buena compañera. Casi sin pensarlo se acerca al mueble grande del salón y observa sus deliciosos guiños del pasado. El arañazo que Pedrito hizo con el paraguas, la esquina roma de cuando se tropezó Sagrario y se dio un buen golpe. ¡Qué susto aquel día! La pobre lloró tanto que parecía se le iba a ir el alma entre las lágrimas. Mira detenidamente cada fotografía. Un abanico de caras y sonrisas que forman una simpática línea del tiempo. Boda, bautizos, comuniones y nietos. Seis nietos está bien pero hubiera preferido más.
Pausadamente, como en un trágico ritual se da la vuelta y camina despacito, poco a poco. A estas edades, se dice, la prisa ya no es compañera. Camino a la cocina recuerda parte de su vida sin saber el motivo. Recuerda, por ejemplo, el día que marcharon de Asturias camino de Madrid a buscar fortuna. Recuerda su trabajo en la casa de costura y a sus compañeras. De entre todas ellas a Manuela, muchacha de ojos tristes que siempre soñaba con una vida mejor. Fueron buenas amigas y ahora que ha llegado a la cocina se dice que habría estado bien saber de ella.
Camina hacia el armarito blanco encima de la pila. De él extrae un viejo vaso de vidrio verde, último superviviente de un juego de doce que compró por seis pesetas en la calle Carretas. Abriendo el grifo un poco lo llena y se entretiene mientras el agua lo va llenando en una hipnótica danza sobre sí misma. Aunque lo ha llenado poco seca con un pañito blanco una gota rebelde que lame el vidrio por fuera. Dobla con mucho cuidado el paño y cogiendo el vaso emprende de nuevo el camino hasta la cama. Todos los días desde hace tantos años que no puede ni recordar realiza por las noches el mismo recorrido. Del salón a la cocina y de la cocina a la cama. En este último trayecto vuelve a abrir las puertas de la memoria y, esta vez, se acuerda de él. El pobre no era muy listo, pero tampoco un tonto. Sabía las cuatro reglas y poco más, pero era bueno. Muy bueno. Cuando acabó la guerra se casaron y al poco marcharon a Madrid. Allí llegaron Pedrito, Sagrario y José. ¡Ay los hijos! Cuantas alegrías y cuantas tristezas te dan. Los tres casados hace tiempo dejaron un vacío tremendo. Pero lo malo fue cuando se le marchó él.
De jóvenes, cuando paseaban después de misa los domingos ella le hizo prometer que siempre estaría a su lado. Pero se marchó antes que ella. Cómo echaba de menos sus manías, sus historias y sus batallas. Y sus manos, sus grandes manos castigadas por el trabajo. Todavía se pregunta porqué no pudo ser ella la que se fuera antes, porqué tenía que estar tantos años echándole de menos.
Una vez que ha llegado a la cama deja el vaso en la mesilla. Ya ha llegado, y lo sabe. Lo estaba esperando hace tiempo. Se tumba en su cama con cuidado, sin ponerse siquiera el camisón. Reza, como cada noche, por sus hijos y por sus nietos. Una vez que ha terminado, mira tranquilamente la cama de él sabiendo, por fin, que cuando se quede dormida podrán volver a reunirse. Cierra los ojos, respira profundamente y