Hasta este preciso instante siempre he tenido la costumbre de hablar de mí mismo, y la verdad es que nadie me escuchaba. Pero hoy me van a perdonar, porque me gustaría que conocieran unos datos de mi vida. Me llamo Juan y vivo en un barrio de zona media. Tengo una casa en propiedad, donde vivo con mi esposa -Eva- y con un pastor alemán lo suficientemente viejo como para olvidarse de su fogosidad, lo cual es un dato a tener en cuenta, ya que apenas me insiste para que le lleve a pasear. Esto nos suele traer problemas, y a veces me toca coger el cubo y la fregona para limpiar el charco de orín que deja en el salón. Hace mucho que no sube al sofá para que le acaricie porque ni siquiera se molesta en mearse de pie. Se queda sentado y un río de pis avanza inexorablemente hacia la alfombra. Sí, es un asco, pero es bastante peor cuando tengo las piernas estiradas. Entonces el líquido amarillo es empapado por la felpa de mis zapatillas, y llega incluso hasta los calcetines. El cerebro recoge la señal y la procesa de este modo:
a) debo matar al perro
b) he de cambiarme los calcetines porque la humedad es insoportable
c) lo sacaré a pasear aunque sea lo último que haga el pobre animal
Odio la situación, no porque el bicho se esté haciendo viejo -es el perro que trajo mi esposa a casa después de casarnos, por lo tanto no me importa lo más mínimo- sino porque en invierno le hacía subir al sofá y metía mis piernas debajo de su cuerpo. Me calentaba en el acto, y no hacía falta encender la calefacción, y eso era un buen indicio para nuestra economía doméstica. Pero no quiero lavar la ropa cada dos días, porque el chucho me deja zonas oscuras en las camisas cada vez que se acerca. Además todos mis sentidos tratan de escapar a la vez porque el olor es insoportable. El jueves pasado fuimos a visitar a los Fernández, y decidimos llevarnos al perro con nosotros para que no hiciera ningún destrozo en casa. Por supuesto, en todos estos años de convivencia conyugal he llegado a la conclusión de que si puedes ir a comer a casa de un amigo debes hacerlo, y cuanto más aprovechado seas, mejor. Cuando Genoveva nos abrió la puerta pudimos advertir una cara de viles circunstancias, y es que la última vez que lo llevamos a una reunión había comido algo que le sentó mal y dejó el sofá hecho un asco.
"Hola amigos, pasad" -cara puta-
"Genoveva, tu puerta tiene un brillo estupendo"
"¿Os gusta? Hemos tardado mucho en limpiar la casa para la ocasión" -serás zorra, esa indirecta te va a suponer una posición privilegiada en mi último relato, puta. Saldrás al final del segundo párrafo, pendona-
"¿Has visto Erbi? ¿Vas a estar tranquilito y sentado hasta que nos vayamos? Todo está muy limpio y en el suelo no cogerás infecciones"
Erbi me miraba como si quisiera vomitarme encima. Lo entiendo, desde que se ha hecho viejo no disimulo mi falta de afecto hacia él. Si no fuera por mi esposa ya habría metido una caja de alfileres dentro de una miga de pan untada en caldo de carne para que tuviese una muerte cruel y lenta, llena de dolor. Eso no es nada comparado con todas las penurias que me ha hecho pasar. Un día, camino del parque, tuvo una idea brillante: dos ancianas paseaban por los jardines cuando Erbi intuyó su itinerario. Se dispuso a generar un gran zurullo entre las hierbas altas y cuando una de las ancianas puso el pie encima notó cómo una sustancia pegajosa y caliente se mezclaba con su barniz de uñas. La verdad es que me hizo mucha gracia, y para esquivar responsabilidades decidí desentenderme del perro, actuar como si no fuera mío, y corrí al estanque a meterle un par de granos de maíz en el pico a un pato. Mientras tanto, Erbi estaba sentado con pose majestuosa, con su lengua fuera y mirándome de forma desafiante.
"Yo, animal, te reto, no te tengo miedo, y estás acabado"