Verraco: cerdo macho que se utiliza como semental
Era necesario, me dije mientras observaba a un gordo pavonearse con una gorra con la visera hacia atrás. Inevitable. Trataba de convencerme… ¿pero por qué retorcía las manos como los raperos? Desvié la mirada a un lado, los ojos azules del gordo me habían sorprendido. Se sentía fuerte, superior. Estaba en su elemento y yo no.
La crisis, la maldita crisis, me repetía cerrando los ojos para no ver. La realidad resultaba demasiado grotesca. Apreté el ritmo de mis piernas, nada como el ejercicio aeróbico para quemar la ansiedad. Cuando los párpados se abrieron el gordo y su autosuficiencia rumana habían desaparecido. Lo que me encontré fue mucho peor.
Concentrados en cuarenta metros cuadrados, seis magrebíes ocupaban distintos aparatos de musculación. Conversaban despreocupadamente en su lengua, expulsando unas carcajadas excesivas para los que no eran de su condición. No eran ellos los que atrapaban mi atención. Una camiseta roja repetía “soy español” en letras amarillas, tres veces a lo largo de un torso. Pertenecía a un tipo que me analizaba con descaro.
Era evidente que me consideraba de los “suyos”, que yo no daba el tipo “sudaca”… ¡Será gilipollas! ¿Esto es lo mejor que puede ofrecer esta tierra? Sus ojos me traspasaban, como si repentinamente me hubiera espiritualizado y de mí no quedara más que la impresión del nervio óptico en sus retinas. No sé si quiero “ser español, español, español”. No en sus términos.
No quise recrearme en unos rasgos que revelaban la complejidad emocional de una encina, uno de los árboles que conforman el paisaje de la dehesa serrana, y retomé con mayor denuedo los pedales de la bicicleta elíptica. Al menos ahora puedo permitirme pagar un gimnasio… Me pertrechaba en el vano intento de ver mi vaso medio lleno.
Un resoplido profundo, gutural, como el de un animal que muere con desgana me sacó de mis pensamientos. Provenía de un banco inclinado, sobre el que estaba recostado un joven de pelo corto, autóctono a juzgar por su capacidad de construir frases con algún participio y siempre recortado. Normalmente se limitaba al participio como oración completa, y a veces, como alarde de expresividad, a la numeración de dos o tres participios seguidos. Insisto, siempre recortados.
—¿Puedeh unoh kiloh máh? —le preguntaban.
—Chupao…
Y gimió de nuevo, exhibiendo un tatuaje en su brazo izquierdo, que cubría desde el hombro hasta el codo. Era más una sucesión de dibujos apretados, de un negro que reverdecía por la mala calidad de su tinta, que un diseño único… Lástima de brazo, me dije. Ese galimatías de sombras y trazos ocultaban un desarrollo espectacular de la musculatura. Y le obligaba a forzarse más, para compensar el tatuaje.
—¡Vamoh, que tú puedeh! ¡Una máh! ¡Una máh!
Y el aberroncho, juntando unas mancuernas descomunales sobre su pecho, resopló una vez más. Sabiéndose el centro de atención, dejó caer las pesas estrepitosamente contra el suelo y, con un berrido de ciervo en celo, obsequió con un cabezazo a un pilar que en nada le había ofendido. Entonces comprendí la razón de sus tatuajes, el sobre-entrenamiento y su auténtica naturaleza…
Era de los que no soportan pasar inadvertidos, de los que venderían a su madre por salir en “Gran Hermano” y practicar “edredoning” con la rubia más “choni” del programa. Dónde me he metido, dónde me he metido… me decía sin oír las risas de mi hija y mi mujer.
—Hola, Elena llamando a papá… ¿Hay alguien en casa?
Así es mi hija, guasona y alegre. Justo lo que más necesito.
—Que si sabes que significa “verraco” —recordó mi niña.
Yo ya no recordaba de lo que habíamos hablado, pero la veía tan guapa, tan sonriente, tan primaveral en primavera, que no podía ignorar que… Un grito adolescente, que provenía de la acera de enfrente, interrumpió mi pensamiento. ¡Otro aberroncho!
—Claro hija, estamos rodeados de ellos.
Fin