Pasó a lo lejos, la miró y por un momento compartió en su mirada la complicidad de un segundo. Siguió su marcha observó multitud de desconocidos que intentaban conocerle, una mirada, un momento… un susurro. No hubo nadie como ella.
Anduvo por la misma calle un día tras otro intentando poder perderse de nuevo en la dulzura de aquella mirada, deseando poder sentir el calor del movimiento de su pelo al ritmo que marcaba el contornear de su cuerpo, deseaba aquel segundo como una vida entera, todos los días, al ir al trabajo, escrutaba el horizonte en su busca y nunca aparecía.
Lejos de perder la esperanza, soñaba a diario con el momento del encuentro, lo había planeado una y otra vez y había sacado de dentro el coraje que nunca tuvo para poder hablar con ella, eran extraños y resultaría incómodo pensaba mientras elaboraba frase tras frase todo el diálogo en su mente.
Al fin un día la vio, se había cortado el pelo y al fijarse no le pareció tan hermosa, pero en su recuerdo seguía siendo la muchacha perfecta con la que llevaba meses soñando. Alzó su coraje y con paso firme se dirigió hacia ella, casi a su altura observó como sus sueños se esfumaban al presenciar la escena de sus recuerdos con distinto protagonista… el frágil cristal de su pecho se partió en un millón de pedazos y en cada uno de ellos se reflejaba la desilusión de su rostro y el frío que se siente ante la traición de quien mas has deseado, un frío indescriptible que no pasa y que, lamentablemente, no te mata… vives con él si no adquieres el suficiente valor para poner fin al dolor.
Marchó a su casa, aquel día no pudo ir al trabajo… se sentó en el sillón delante del televisor y pasó las horas pensando en el dolor que puede provocarte un extraño.