Despertó el caminante. Ante él estaba el camino. A su lado, un muro.
Empezó a caminar y caminó a lo largo del muro. Y cuanto más caminaba, más intrigado estaba por lo que ese muro ocultaría. Tanto le creció la curiosidad que caminó y camino pero al no encontrar puerta alguna decidió trepar.
Los primeros pasos no fueron difíciles, pero a medida que la altura aumentaba, sus músculos se fatigaron, sus dedos empezaron a doler y su mirada, que no alcanzaba a ver el borde del muro, se humedeció. A unos metros a su lado, se abrió una ventana y el brazo de su amada apareció seguido de su voz:
- Sigue un poco más y ya me habrás conseguido.
Pero tanta era la fatiga y el dolor que el caminante escalador ya no podía moverse. Miró aquellos ojos que le esperaban, cerró los suyos y cedió. Mientras caía se maldecía por no haber resistido un poco más. Chocó contra el suelo.
Despertó el caminante. Ante él de nuevo estaba el camino. A su lado, una verja metálica.
Empezó a caminar y caminó a lo largo de la verja. Podía ver que al otro lado le esperaba un vergel frondoso donde podría refrescarse y descansar de su viaje. Tanto creció su deseo que aceleró el pulso intentando alcanzar una puerta de entrada. Pero por más que caminaba, la puerta no aparecía.
Empezó a intentar pasar por el espacio entre las barras de la reja. Primero la mano, luego el codo. Pero al llegar al hombro quedó atrapado y no pudo avanzar más. Miró con desesperación el camino que había abandonado y con frustración dolorosa el paraíso que no alcanzaría. Entre la foresta se abrió paso lo que más deseaba y sonó su voz:
- Entiendo tu deseo y tu dolor, pero este no es el lugar al que debes entrar. Aquí no hay lugar para ti. Sal y vuelve a mirar si quieres pero ni una brizna de hierba alcanzarás a tocar.
El atrapado caminante forcejeó aún más hasta que las llagas, el dolor y el cansancio le hicieron rendirse. Tiró de su brazo intentando salir de la verja pero nada parecía funcionar. Agotado y resignado al dolor, golpeó su hombro con un movimiento brusco. Los huesos salieron de sus lugares y su hombro se desarmó. Pero sólo así pudo retirarse de la verja y sentarse en el camino, dolorido, lloroso, frustrado.
Despertó el caminante. El camino seguía ante él pero ni muro ni verja se veían: el campo se abría a ambos lados enorme, inabarcable, fascinante.
Pero se veía igual a ambos lados. Así que caminó buscando encontrar alguna diferencia que le hiciera elegir hacía que lado salirse de su camino. Y por eso caminó y caminó pero ninguna diferencia le apareció ante los ojos: ambos parecían hermosos, ambos parecían estar esperándolo, ambos ofrecían todo lo que necesitaba.
Empezaron a dolerle los pies y aparecieron llagas. Empezó a buscar a cada lado un lugar que le permitiera refrescar los pies, ya sabía lo que estaba buscando, lo que marcaría la diferencia. Pero mirando desde el camino no alcanzaba a ver ningún estanque o río así que decidió entrar en el campo a su derecha, luego volvería al camino y entraría en el campo a su izquierda.
El fresco verde le reconfortó, pero sus pies necesitaban algo más. Caminó sintiendo la hierba entre los dedos, trazó un arco entre aquella inconmensurable belleza, se llenó los pulmones de aire fresco y aromático, llegó incluso a sonreír. Pero el dolor en sus pies le recordaba que allí no estaba lo que él buscaba.
Alcanzó de nuevo el camino, sólo para descubrir que al otro lado de este, sólo había un erial seco y cubierto de raíces llenas de espinas. Miró sus pies sucios y heridos, levemente recuperados tras el paseo por la verde hierba antes. Miró el polvo y las espinas, las estrías en la tierra y su propia piel. Miró el camino avanzando hasta el horizonte y espero a la noche sentado y mojando su pecho con lágrimas.
Despertó el caminante.
Había fallado al no resistir un poco más y había perdido lo que más deseaba.
Había fallado al intentar alcanzar algo que no era para él.
Había fallado al rechazar lo que podía tener por pensar en lo que creía que necesitaba conseguir.
Empezó a caminar. Al lado del camino un muro seguía sus pasos. No era muy alto, pero no quiso intentar saltarlo y siguió caminando. Con sorpresa descubrió que más adelante el muro se separaba y tenía una puerta de reja. Se paró ante ella y miró al otro lado. La belleza de lo que vio le encogió el pecho y no pudo seguir caminando. No intentó pasar entre las rejas, se limitó a observar. Sus pies estaban tan cubiertos de callos que no sentía dolor. La brisa que salía por la reja le refrescaba y no sentía necesidad de más. Cerró los ojos para conformarse con aquello que ahí tenía.
-Puedes pasar si quieres.
Abrió los ojos. Sujetando la puerta abierta, estaba ella, todo lo que él sabía que había anhelado, lo más hermoso y lo más dulce, lo más inesperado y lo más deseado. Pero no cruzó, habló. Habló de su viaje y ella escuchó y preguntó, sonrió consoladora ante sus fatigas y lloró al oír sus fatigas y dolores.
El día se terminaba pero la conversación no cesaba. El caminante no quería que llegara la noche, no quería cerrar los ojos. Extendió la mano y cruzó la puerta tomando los dedos de ella.
Despertó el amante.
Despertó feliz, satisfecho, lleno.
Vivió.