“Señores telespectadores, acabamos de recibir la noticia de que el mundo se va a acabar en diez minutos. Aprovechen este tiempo para disfrutar con sus allegados hasta el último momento. Esto no es una broma. No podemos darles más información porque los trabajadores de los medios de comunicación también queremos estar con la familia. Nos despedimos. Nueve minutos y medio.”
Esas fueron las últimas palabras que se escucharon por el televisor. Acto seguido, dejó de funcionar. La radio se encontraba en el mismo estado.
En una pequeña ciudad de la región francesa, la joven Sandrine reflexionaba sobre lo que acababa de escuchar. No daba crédito, era incapaz de encontrar una explicación lógica que justificase el hecho de que el mundo estaba a punto de desaparecer.
Decidió dejar de pensar en ello y buscar a alguien con quien pasar esos últimos instantes. En ese momento estaba sola en casa. Sus padres estaban trabajando, y su hermano mayor estaba estudiando en el extranjero. Todos se encontraban lejos. Por mucho que Sandrine corriera, no sería capaz de encontrarlos a tiempo.
Intentó llamarlos por teléfono, pero las líneas estaban cortadas.
Entonces decidió salir a la calle. Allí seguro que encontraría algún amigo u otro conocido.
Bajó las escaleras del bloque de pisos donde vivía, y al abrir la puerta que daba a fuera, sintió pánico: miles de personas corrían desesperadas de un lado a otro de la calle, gritaban, se ahogaban en su profundo miedo, estaban desesperadas, no sabían qué hacer... Sandrine se sintió bloqueada, hasta ese momento no había sido consciente de la gravedad del momento que estaba viviendo. Se sentó en el rincón de un escaparate, cerró los ojos y se quedó acurrucada ahí. Por dentro sentía una mezcla de miedo y sorpresa. Estaba completamente desorientada y fue incapaz de correr para abrazarse por última vez con un ser querido.
Alguien de entre la multitud gritó “¡Dos minutos!”, y la gente empezó a correr todavía más. Unos consiguieron cruzarse con un amigo y se quedaron abrazados en silencio. La mayoría estaban histéricos y no podían dejar de correr y gritar. Otros se cortaron las venas o se dispararon para no ver el final. Algunos, en un ataque de locura, se desnudaron y empezaron a lanzarse piedras y otros objetos contra sí mismos, a la vez que rogaban a Dios que los perdonara y los llevara al paraíso después de la catástrofe que estaba a punto de suceder.
Al escuchar el anuncio de que quedaban dos minutos, Sandrine abrió los ojos. Le impresionaron las distintas formas que tenía la gente de expresar sus sentimientos en un momento tan “peculiar”. Lo cierto es que nadie está preparado para recibir la noticia de que el mundo está a punto de acabarse.
Lo que más le llamó la atención de toda la algarabía fue una familia de origen musulmán que tenía justo enfrente. La madre, vestida con el traje típico de su tierra, abrazaba con fuerza a dos niños pequeños mientras les susurraba algo en árabe. Los niños no eran conscientes de todo lo que estaba sucediendo, y no dejaban de reír al ver a la gente desesperada por las calles. El padre, vestido de occidental, abrazaba a sus tres familiares mientras lloraba.
A Sandrine le agradó ver que las personas peor consideradas por la sociedad en el fondo eran iguales que el resto. La lástima era que tuviera que darse cuenta de ello en tales circunstancias.
Sandrine quiso acercarse a ellos, pero en ese preciso instante, acabó todo.