Estaba reflexionando sobre el sino de muchos fanáticos futboleros que he visto en mi vida.
Eres una persona genérica. Podrías tener este aspecto u otro, ¡hay millones de combinaciones!
Has andado bastante camino en tu vida. Te has topado con el fútbol. Algo de él, aunque no sepas explicar bien qué es, te gusta. Te ves atraído por este deporte.
Y, ¡zas!, un equipo te atrae. Decides hacerte de él. Animarle. Defenderle. ¡Qué bella muestra de gregarismo! ¡Eres más persona que nunca! El
fanatismo empieza a ser poderoso en ti.
Entonces... abrazas con fuerza al
sesgo de confirmación y decides utilizar todo un arsenal de falacias en tus argumentos. No importa lo mucho que yerres, ¡se trata de defender al equipo que amas! ¡que ya es parte de ti y te duele que no sea tan
perfecta y obedezca a las leyes de la física!
Lo curioso es que este proceso funciona de manera idéntica con aficionados de todos los equipos habidos y por haber. Y cuando nos encontramos ante la racionalidad, kaput. Muchísimos de nuestros argumentos para defender a nuestros equipos, al calor de la racionalidad, se desmoronan. ¿Y qué queda? Poco, más bien. Pero se trata de buscar algún sentido a tu vida, de poder sentir ese glorioso sabor de la victoria (eso lo comprobé en mis propias carnes cuando pude vivir la victoria de España: era una sensación gloriosa, una chispa que te daba ganas de vivir).