Les teníamos cogidos de las pelotas. El negro del fondo estaba temblando, detrás del grandullón. Cuando lo pienso fríamente, la escena es muy curiosa. Imagínatelo: dos tipos con manchas de sangre hasta detrás de las orejas apuntando con una pistola a un grupo de cinco tíos enfundados en impecables trajes de cuatrocientos pavos por un aro de cebolla.
Joder, todo es culpa del bastardo de Liam. Una de las principales máximas cuando no quieres buscarte problemas es no hacer preguntas cuyas respuestas no quieres saber. El muy gilipollas tuvo que preguntar qué llevaban aquellos cinco bajo la chaqueta cuando uno de ellos se le adelantó en la cola del local. Liam tuvo que cogerle aquel maldito aro de cebolla para que nos viéramos envueltos en esta situación.
Siete pavos de pie en el mostrador de un establecimiento de comida rápida y unas veinte personas cagándose las patas abajo escondidas bajo sus mesas.
- Largaos antes de que vuestras familias maldigan el día en que os cruzásteis a estos señores —me decía el grandote. Irónico, teniendo en cuenta que su cuchillo multiusos dirigía una mirada suplicante a mi Glock 17.
- Tienes muy malos modales. Pide perdón por haberte adelantado y todos podemos disfrutar de nuestro almuerzo olvidando esto.
Resultaba que uno de ellos tenía una placa de la policía falsa. Liam había estado trabajado con esos malnacidos lo suficiente como para identificar una copia tan barata. Tuvo que interesarse por ella. Tanto tiempo entre ellos ha acabado haciéndole tan mamonazo como ellos.
- El único que tiene malos modales aquí es el soplapollas de tu amigo —miró hacia atrás a sus compañeros—. Entiendo lo suficiente de Derecho como para saber que un robo contempla castigos más severos según la ley que el colarse en una jodida fila de un apestoso Kentucky Fried Chicken.
- Te equivocas —mi pistola seguía apuntándole—. Analicemos la situación: Hemos tenido un día horrible en el trabajo dando hostias a tipos que no conocemos y se nos ha abierto el apetito. Nos acercamos al sitio más cercano, hacemos quince minutos de cola. Es sábado y la gente no tiene nada mejor que hacer que ponerse hasta el culo de grasa. Por fin es nuestro turno, pero unos desgraciados se nos adelantan y piden unos malditos aros de cebolla. Son uno veinte, gracias. Pensemos en el modo de preparación: descongelar los aros de cebolla, echarlos en el aceite de la freidora, freír y servir. ¡Perfecto! Disfrute de su dolor de estómago y pase un buen día. ¿Qué nos puede llevar eso, cuatro minutos? Pongamos cinco o incluso seis, tú ganas. Cinco o seis minutos frente a los veinte que hemos estado mi amigo y yo aguantando el hedor de un jodido gordo delante esperando nuestro turno para que un grupo de cabrones se me planten delante.
Los cinco se miraron entre ellos, confundidos por mi aplastante razonamiento.
- Está bien —se pasó la lengua por los labios—. Tú ganas. Pero antes dadnos la jodida placa.
- No deberíais jugar con estas cosas. Podéis toparos con gentuza como nosotros —me giré hacia Liam—. ¿Les devolvemos su plastiquito?
Liam se rascó la cabeza.
- Antes debo daros algo... —dijo Liam mientras se metía la mano en su bolsillo derecho.
Entonces el de la derecha, el que parecía marica, sacó una pipa rápidamente. Estábamos jodidos.
Apreté el gatillo. No recordaba lo del retroceso, mierda. Me pilló despistado y me moví un poco hacia atrás. Fueron sólo unos centímetros, pero los suficientes como para que al maricón le diera tiempo de disparar su semiautomática. Mi bala hizo de la pared del local una bonita obra de arte abstracto, pero ellos me dieron en el abdomen. Era de esperar: los sitios de comida rápida me dejan dolor de tripa. Se largaron sin despedidse, pero lo cierto es que fueron muy considerados al dejarse sus aritos.
Por fin era nuestro turno para pedir, me moría de hambre.