(Para Kefi, que lo prometido es deuda).
Unas sombras encogen los hombros en la oscuridad. Caminan con rapidez sobre la acera mojada. De nada les sirve, pues la intensa lluvia sigue calando sus abrigos sin piedad. Persiguen los aleros y las cornisas, en busca de un poco de refugio, pero sólo hallan gotas aún más cargadas de agua sobre sus hombros. Se escurre la lluvia por los canalones y las cornisas y, el caso, es que dota a la ciudad de un aspecto impresionista. Las luces, las bombillas, los neones; aparecen difuminados y reflejados en todas partes, como miles de pinceladas en la noche.
Cuando llueve, las ciudades son simétricas. El asfalto se vuelve espejo y corta las realidad en dos mitades: Las gentes caminan del revés, con la cabeza abajo y colgadas del techo, únicamente unidas a la realidad por la suela de sus zapatos. La lluvia cae en dos direcciones que se unen en el suelo. ¿Pero en qué mitad, en qué hemisferio, queda ese agua? Las farolas iluminan hacia arriba y hacia abajo a la vez, creando un juego de luces y sombras imposible. En el hemisferio norte, las cosas parecen más palpables, más reales, mientras que en el hemisferio sur, sus habitantes deben contentarse con el mero reflejo difuso de la vida.
Sin embargo, la irrealidad del ecuador desaparece cuando las sombras optan, desesperadamente, por entrar en el primer lugar que encuentran (puede ser un bar, un portal en el que sacudir el paraguas enérgicamente o una tienda), devolviendo la ciudad a su habitual gravedad, sin pensar en los reflejos pisados, que desaparecerán con los próximos rayos del sol. Alguien grita, al otro lado del asfalto, que no se olviden de él, que no le dejen allí encerrado, en el hemisferio sur de la ciudad, mientras no vuelva a llover.