Levantó la cabeza y vio que no estaba solo. Su mirada se encontró con la de ella. Aquellos intensos ojos de mirada verde vestían una vieja camiseta que le quedaba algo grande pero aún así dejaba intuir las perfectas curvas que la bendita genética había diseñado.
Las dos botellas de vino barato languidecían, vacías, entre los platos de postre. Él le contaba viejas anécdotas que, a pesar de haberlas escuchado multitud de veces, seguían haciéndole gracia. Se reía como por impulso; no con una risa de compromiso o forzada, sino con una sonrisa sincera de esas que producen arrugas alrededor de los ojos. Había tardado más de lo que habría querido en decidirse a llamarla pero las dudas le asaltaban una y otra vez, haciendo que el miedo se hiciese fuerte, hasta que, en un impulso irracional, se decidió.
Todo pasó muy rápido aunque ella lo vivió a cámara lenta: sus ojos abiertos, su manos nerviosas, su sonrisa sincera, el olor de su cuerpo y el calor de su boca.
Él se detuvo a media pulgada de su boca, recordando de repente que no debía, que no podía besarla, porque ella ya no le pertenecía. Fué suya durante 10 maravillos años, pero no supo valorarla. Maldito trabajo. Ahora vive felizmente casada con un imbécil que no la sabe apreciar pero que está a su lado proporcionándole la estabilidad que otorga la rutina.
El momento de debilidad se diluye conforme el alcohol fermenta en su estomago. Sabe que después de la cena él volverá a ser un hombre divorciado que se alimenta de comida rápida y ella una ama de casa con 2 preciosos hijos y un marido que no está obsesionado con amasar dinero...
No obstante, no puede evitarlo y, por una vez, se deja llevar por el momento y se quita su máscara antes de dejar que los labios de ella toquen los suyos.