En la mesilla de noche reposaban el reloj, un libro viejo y un paquete de cigarrillos. Vincent reposaba en la cama, y ahora mismo tenía tres problemas más o menos serios.
Para empezar, le hubiese gustado saber de dónde salía esa especie de niebla verde que contaminaba la habitación. De hecho, se hubiera levantado para investigarlo si no fuera porque cuando intentaba moverse su cuerpo no respondía. No como si le pesaran los músculos ni nada parecido, simplemente no respondía, era una sensación como de “quiero moverme, pero no me apetece pensar en ello”. Pensaba: quiero moverme… pero no se lo acababa de decir muy alto, o no se entendía muy bien con su cabeza. El caso es que ahí estaba quieto como un bendito.
El tercer problema era que le apetecía fumar. Le jodía más que cualquier otra cosa. La niebla se disiparía tarde o temprano, seguro. El cuerpo acabaría funcionando de un momento a otro, sería como una parálisis del sueño pero sin haberse quedado dormido o alguna chorrada semejante, sin importancia. Pero fumar le apetecía fumar en ese momento. Y, claro está, no podía.
Laura estaba en otra habitación, experimentando las sensaciones a su manera. A Vincent le hubiera gustado llamarla, pero le pasaba con la boca algo parecido a lo que le pasaba con el resto del cuerpo. Además, vete a saber qué estaba haciendo, tampoco quería interrumpirla. Pensó que era un momento idóneo para olvidarse de los problemas y dejarse llevar por la música, a la que todavía no le había prestado más atención que la que le puedes prestar a los sonidos de los coches pasando por la avenida a lo lejos.
“Qué forma de percibir el sonido tan extraña”, pensó. Cuando cerró los ojos le pareció que la música intentaba mecerle, que cogía su cabeza acostumbrada a moverse de aquí para allá y la reducía poco a poco a un ligero vaivén, sin aspavientos. Relajado.
Cuando sus pensamientos dejaron de sacudirse y reposaban tranquilos, comenzó a analizar los sonidos de otra manera más… gustativa. “Ese suena a sándwich”, pensó, y se rió solo. “Quién hubiera imaginado que un fagot sonase a sándwich… si descubro un sonido que suene a caviar quizá pueda hacer negocio con las altas esferas habiéndome gastado sólo lo que cueste el instrumento. Bueno, y el curso de aprendizaje. Uf, ¿y si es un instrumento muy difícil de tocar? Ahora me acuerdo de cuando mi madre quiso apuntarme al conservatorio… maldita sea mi vagancia.”
Laura apareció por la puerta de la habitación.
-Vincent… Vincent, tienes que ver esto, mira. ¿Vincent?
Vincent intentaba responder, o al menos mirarla, pero no lo conseguía. Estaba completamente estático.
-Vincent, despierta. ¡Vincent! Vincent, por favor, deja de hacer el idiota.
“Oh, dios, ahora montará un zipizape de miedo, como si lo viera”, pensó Vincent. “¿Qué puedo hacer? No puedo hacer nada… y además necesito descubrir un sonido que suene a caviar, espero que se calme pronto.”
-¡Vincent, por favor! ¡respóndeme!. –Laura tenía los ojos ya empapados en lágrimas. –Sabes cómo soy para estas cosas, si estás haciendo el tonto por favor déjalo, ¡Vincent!
Acercó las manos con miedo y puso dos dedos al lado de la nuez de Vincent.
“Pobre”, pensó Vincent. “Cree que me he muerto o algo parecido. Si pudiera hacer algo… lo que está claro es que después de esto no va a subir la música… cht, qué puñeta”
-¡¡Oh, Dios!! –Laura retrocedió hasta impactar contra el armario de detrás. Sus ojos abiertos como platos casi se intuían más que verse, con las lágrimas difuminando la redondez de las pupilas. Se levantó histérica y se dirigió al teléfono de la cocina.
Vincent escucho sollozos ahogados entrecortados. La escuchó intentar comunicarse con el receptor de la llamada, respirando muy fuerte. La escuchó hacer un par de respiraciones de las que haces cuando algo te asusta y quieres calmarte. La escuchó dar su dirección a trompicones.
“Ay, madre, ¡pero qué está haciendo!” se dijo. “Vamos a ser el hazmerreír del barrio. Mañana, cuando todo haya pasado pensaremos que ha sido una anécdota graciosa que contar a los nietos. Pero seré yo el que tenga que aguantar su mala virgen hasta que se le pase el susto. ¡Y no puedo hacer nada, maldita sea! Oh, dios, que me vuelva pronto la normalidad, por favor…”
Laura ya había colgado. Todavía histérica, cogió con torpeza las llaves y salió de casa.
“¡Anda, jódela!” pensó Vincent. “Y se larga… se supone que yo estoy aquí muriéndome y ella coge y se larga. Cría cuervos y te dejarán tirado, decía mi madre. O algo así. Aunque bueno, quizá es comprensible, aquí con los ojos abiertos mirando las manchas del techo quieto como un condenao debo ofrecer un espectáculo terrorífico. ¿Por qué no se podrá mirar el interior de las personas en la vida real? Si alguien se metiera ahora dentro de mi cabeza de lo que estoy seguro es de que no se asustaría. Y, desde luego, no se iba a aburrir.”
Fuera se escucharon sirenas de ambulancia. Luego, la puerta del portal de abajo y un cada vez más grande murmullo de gente reunida en la calle.
“¿Ya están aquí?, joder… cuando el gato de la vecina se cayó por la ventana tardaron una tarde entera en pasar a llevárselo. Claro que al gato de la vecina había que quitarlo del suelo con espátula, supongo que el caso es diferente. Ay, dios… la que se ha liado. En fin, supongo que si no se me pasa en el rato que tarden en subirme a una camilla y salir pitando, hoy no descubriré un sonido que sepa a caviar.”
Laura abrió la puerta. Rápidamente entraron los hombres de verde a colocarle a Vincent un montón de trastos en boca y cuerpo y subirlo a la camilla. Al poco rato, estaban metiéndolo en la ambulancia.
“Bueno…”, pensó Vincent. “Pues allá vamos. Otro desperdicio de recursos sanitarios para un caso que dentro de un rato no tendrá mayor problema. No voy a morirme, pero desde luego cuando vuelva a la normalidad van a preferir que lo hubiera hecho. Vaya manera de meterse en problemas sin hacer absolutamente nada… Anda, qué filosófico. Realmente acabo de meterme en problemas sin hacer absolutamente nada, es más, precisamente por no hacer nada de nada. ¿Debería eso eximirme de culpa?... supongo que sí.” Vincent sonrió, al menos para sus adentros. “Sí, será divertido ver cómo acaba todo esto.”
Durante el trayecto, Vincent no se había casi percatado del ambiente general de la ambulancia, tan ensimismado como estaba en sus pensamientos. Al llegar, Laura les esperaba, había dejado de llorar pero aún parecía un flan con esquizofrenia.
Dentro del hospital, a Vincent le metieron en una habitación donde comenzaron a hacerle todo tipo de pruebas.
“Wow, esto es como si me hubieran abducido los del Prey, sólo que con mucha más cortesía por su parte. Jaja, qué graciosos con las máscaras y el gorrito, parecen teletubbies. Joder, esto no se pasa… me veo pasando la noche aquí, y no parece entretenido. Si al menos pudiera decirles que pusieran música…”
A su alrededor, todo comenzó a perder ese ritmo frenético que llevaban al empezar. Le quitaron todos los artilugios extraños que le habían colocado. Apagaron las máquinas. Uno de ellos salió a “darle la noticia a la chica”.
Laura esperaba impaciente, ya más relajada. El doctor salió con aire pesaroso. Lo miró inquisitivamente. Él no esperó demasiado.
-Verá… lleva sin vida ya al menos tres horas.
Desde dentro de la sala de operaciones, Vincent oyó los gritos de Laura. No entendía lo que decía, pero era evidente que estaba fuera de sí, aún así le llegó casi de rebote la palabra “muerto”, seguida de un histérico “no puede ser” y todas esas cosas que se suelen decir. A Vincent de repente todo le pareció una revelación.
“Muerto… estoy... ¿muerto? Venga ya, hombre, si todavía sigo pensando en hacerme rico, qué carajo voy a estar muerto… claro que lo han dicho los médicos… ¿Quizá es esto lo que hay después de la muerte? No puede ser, ¿uno se pega años soportando la agonía de la vida para luego tener que pasar el resto de la eternidad condenado a escuchar lo que pasa fuera de su cuerpo inerte? Me niego, si esta es la recompensa, meditaré hasta dejar la mente en blanco como protesta, no, me niego en redondo.”
De repente, todo empezó a tornarse oscuro. Los ojos abiertos de Vincent comenzaron a dejar de recibir luz muy poco a poco. Sus oídos difuminaban las palabras de su alrededor alejándolas cada vez un poco más. Mientras esto sucedía, Vincent tuvo la última gran revelación de su vida.
“Tiene cojones… si es que nunca he probado el caviar…”