Nunca antes me había deshecho de un cadáver. No sabía por dónde empezar. Claro que lo más sensato hubiera sido no matarlo, pero a buenas horas.
Primero pensé en enterrarlo, pero hacía demasiado calor. La costa quedaba cerca, resultaría menos dificultoso empujarlo como una croqueta hasta dejarlo caer. Pero había que llevarlo hasta allí… Salí de la pequeña casa de madera y me dirigí al coche. Abrí el maletero y eché un vistazo. Bien, nunca he sido muy bueno con las proporciones, pero no me hacía falta una regla para comprobar que entero no cabría. Cerré y volví a la casita.
Ahí seguía el bribón. Empecé a hablar con él supongo que para sentirme menos solo.
-El calor te sienta mal, ¿eh?- se me ocurrió. –Bueno, alegra esa cara, tengo una sorpresa para ti. ¿Recuerdas que querías ir al mar? Bien, pues tengo todo listo para llevarte, ¡ya verás! Sólo tenemos que salir y montar en el coche, ven.
Hice ademán de abrir la puerta y me volví observándole.
-¿Qué pasa? ¿no te hace ilusión?... ah, claro… quieres que Ringo venga también.
Ringo era su perro, que estaba por ahí danzando con el rabo entre las patas, alrededor de su cuerpo. El tío era un fanático de los Beatles, uno de estos que consideran a un grupo la máxima referencia musical que ha habido y habrá en la historia. Me revienta esa clase de gente, encenegaos en no querer ver más allá de lo que conocen, siempre encerrados en su burbuja cultural.
Me acerqué al animal.
-Venga, Ringo… vamos al coche.- dije. –No te hagas el remolón, hombre, ¡si te va a gustar! Con el mar, las gaviotas, los… ¡Ringo! Me cago en Dios, venga, vamos.
Lo agarré del collar y lo saqué del rincón. No costó mucho, se dejaba llevar del miedo. Lo metí en la parte trasera del coche y volví.
-Bueno, Ringo ya está en el coche, ahora te toca a ti. Veamos…
Observé el alrededor. Eso era como un bricomanía en plan rudo, no me hizo falta un segundo vistazo para conseguir el equipo. Cogí la sierra.
-Espero que no te moleste, esto me va a doler más a mí que a tí, pero es que si no no vamos a caber en el coche, ¿comprendes?
Le miré poniendo una cara de estas que les pones a los niños cuando les explicas algo que no les gusta pero que tienen que comprender. Esperé una respuesta, un puchero, una negación o algo. Nada.
-Bueno- dije. –El que calla otorga.
Y comencé por el brazo izquierdo.
Increíble lo difícil que es rebanar un hueso, nadie que no lo haya intentado puede imaginárselo. Por suerte, allí había de todo. Pronto comprendí que lo de la sierra es un mito del mundo del cine. Agarré un hacha.
Cuatro golpes contundentes y secos y ya tenía el cuerpo dividido. Al observar el tronco pensé en lo poco bien que le quedaba una cabeza a un cuerpo sin brazos ni piernas, pero la dejé ahí. Separé los trozos en bolsas de basura. Luego me dirigí al coche.
-Qué tal, Ringo, cómo lo llevas- dije mientras me dirigía al maletero. –No te angusties, salimos en un periquete.
El tronco en el fondo del maletero, y los dos brazos encima. Las piernas eran un problema, tendrían que ir atrás.
-Bueno, Ringo, irás delante conmigo. ¿Qué te parece, eh? ¿Alguna vez has montado delante? Bueno, te gustará. Es como conducir pero sin preocuparte por ello, ¡aaaaaupa! Muy bien, ahí está. No te muevas, ¿eh?
Metí la bolsa con las piernas atrás. Cerré la puerta y di una vuelta alrededor del coche para comprobar que no se veía extraño. Todo bien. Volví dentro de la casa.
Menudo espectáculo, qué montón de sangre. Los golpes con el hacha habían dejado salpicaduras asquerosas, pero todas ellas juntas no llegaban ni de lejos a la que había organizado con la sierra en un solo intento. No tenía mucho control sobre aquello, lo único que podía hacer era llevarme los instrumentos para arrojarlos al agua también.
Salí y monté en el coche.
-Bueno… pues allá vamos.- miré a Ringo, que estaba sentado y sin hacer aspavientos, intimidado supongo. –Vaya, parece que no te encuentras bien… espero que no seas de esos perros que vomitan en los coches, ¿quieres un chicle?... no, supongo que no. Yo, en cambio, sí voy a coger uno. A ver si estaban por aquí…
Abrí la guantera. El paquete de chicles estaba debajo de un disco recopilatorio de los Beatles.
-¡Anda, no me acordaba! Qué bien, Ringo, supongo que será una bonita banda sonora de despedida. Pongámoslo, ¿te parece?
Coloqué el cd. Era uno de estos que reconocía la última escucha, comenzó a sonar “Ob-la-di, Ob-la-da”. Me puse las gafas de sol y arranqué.
El césped infinito corriendo hacia atrás mientras Ringo y yo nos dirigíamos hacia el mar. Mi antiguo amigo, callado atrás, parecía no tener objeción. Todo aquello tenía un punto liberador.
-¡Vamos, Ringo, no es una canción genial?! Jaja, nos lo vamos a pasar de rechupete. Obladiii, obladaaa, life goes oooon, bra! Naa na na nana na naaa, ¡canta, Ringo!