Todo empezó con un pinchazo. La pelota era mía y ella la pinchó. La odié. Esas coletitas rubias y esos lacitos me parecían odiosos. Ella se reía y yo lloraba aún más al ver ese trozo de plástico desinflado que mi madre acababa de comprarme. No podía entender cómo alguien en el mundo podía reírse y mucho menos ella, que acababa de pinchar mi pelota. Era mi pelota.
Quince años después, vi a una joven intentando cambiar una rueda. Sin saber por qué, e independientemente del aguacero que caía, me detuve en el arcén y bajé a ayudarla. Bajo esa empapada cabellera rubia, descubrí unos ojos y una sonrisa que me resultaron familiares. El curioso destino nos había vuelto a unir en otro pinchazo. Sin embargo, ahora ese pelo rubio no me pareció odioso. La risueña niña se había convertido en algo bello, que iluminaba ese pequeño trozo de espacio a su alrededor, como una antorcha ilumina el principio de un laberinto con un tesoro al final.
Ella no me reconoció y cuando le conté la anécdota de la pelota no pudo más que reírse al recordar ese niño con gafas y pantalón corto con calcetines hasta la rodilla, llorando abrazado a las faldas de su madre mientras ella, divertida, había pinchado una pelotita de plástico. Se sorprendió de cómo había sido capaz de no olvidarme de eso en todo ese tiempo y me hizo prometer aceptar una invitación por haberla ayudado a cambiar la rueda y sobre todo, como recompensa por haberme pinchado mi pelota.
Hacia allí voy, caminando hacia el punto donde nos encontraríamos cuando observo una imagen familiar. Una chica ha pinchado y acaba de bajarse un chaval de un coche, para ayudarla.
Ha empezado a llover.