Recordé de repente el motivo por el que me encontraba allí. Sí, el camino que seguí, el miedo dejado atrás. Todo esto tenía un motivo.
Yo tenía que recuperar la esperanza. El mundo me había confiado esa misión, a falta de alguien más capacitado. Aunque si nadie más quiso hacerlo, eso me nombra como “el más capacitado” sin serlo, aunque haya mucha gente que pudiera hacerlo mejor.
Rememoremos cómo estaban las cosas.
Sumido en una profunda desesperación, el mundo no parecía tener un gran futuro. Comenzó llamándosele estrés, luego se empezaron a hacer más comunes los términos “neurosis” y “depresión”. No es que fueran palabras desconocidas, es sólo que hasta entonces no habían sido tan utilizadas. De repente empezaron a aparecer a todas horas.
Aquello sucedía sin darse uno cuenta. De repente, uno se veía rodeado de responsabilidades. Todos teníamos dentro una especie de necesidad, la necesidad de ser los mejores. No sabíamos en qué, aunque tampoco hacía falta… la necesidad abarcaba todo. Todos queríamos ser los mejores en todo. Simplemente, Los Mejores.
Al comienzo parecía interesante. Los expertos auguraban un futuro espléndido, parecía que este auge de competitividad traería grandes cambios al mundo. Bueno, y así fue, desde luego, aunque ellos pensaron que esos cambios serían para mejor. Veían en esa carrera competitiva una evolución acelerada, una explosión de avances sociales.
La cosa, sin embargo, fue por otros derroteros.
A los pocos años empezaron a aparecer los primeros síntomas. Aumento alarmante de úlceras de estómago y enfermedades nerviosas, aparición a gran escala del famoso estrés, descontento general, apatía, desgana.
Con la siguiente generación empezó lo terrible. Los nacidos dentro de ese sistema de competición tenían por delante una vida de dura búsqueda interna. Educados desde pequeños con el objetivo de hacer de ellos los mejores. Férrea disciplina paternal, camuflada bajo el amor, que les decía constantemente lo que merecía o no merecía la pena alcanzar. “Esto no vale, esto no lo hagas. Concéntrate en eso que apenas se ve, lánzate a por ello y no mires a tu lado. Quienes te acompañan flaquearán y se rendirán, pero tú no. Tú lo lograrás”.
Y así fuimos creciendo. Un montón de pequeños soldados. Soldados en una batalla que no iba con nosotros, que ni siquiera iba con nuestros padres. Una batalla ficticia. La guerra… por ser el mejor.
“¿Pero el mejor en qué?”, nos preguntábamos muchos de nosotros. La respuesta siempre estaba cargada de retórica enrevesada. Nunca obteníamos una respuesta satisfactoria. Pero eran nuestros padres, y ninguno de nosotros quería defraudar a sus padres. De manera que nos esforzábamos.
Los primeros años eran como un juego. “¡He sacado un ocho, papá!”. Y se nos recompensaba bien, aunque siempre había una charla respecto al tema. “Un ocho… está muy bien, hijo. Pero seguro que podías haberlo hecho mejor. ¿Cuánto ha sacado tu compañera Laura?, un nueve, ¿verdad?... estoy seguro de que tú puedes sacar sin problemas un diez. ¡Un diez, hijo! ¡La nota máxima!”
Y así para la próxima te esforzabas mucho más. Y sacabas el diez. Y acababas el colegio.
Luego venía el instituto, y las cosas empezaban a cambiar. Uno empezaba a tener inquietudes propias, deseaba seguir caminos diferentes al único que se le ofrecía. Y ahí empezaban los problemas.
Pasados unos años se vieron las consecuencias. Problemas de identidad, dificultad de relación, esquizofrenia, depresiones severas y, en general, azotando todo el mundo como un apocalíptico jinete oscuro, una profunda y espesa desesperanza.
Yo fui uno de esos chicos.
Ahora me encontraba en medio de mí mismo.
Había dejado de buscar metas. Había alejado la competitividad de mí. Había permanecido en silencio durante cinco años.
La gente me repudió. Mis amigos quisieron hacerme entrar en razón muchas veces, pero al final desistieron. Mis padres dejaron de hablarme.
Viví una vida lo más al margen de la sociedad que pude. Escapé de sus fábricas, de su información, de sus centros educativos y sus lugares de trabajo. Y me refugié en el bosque.
Pensé que ese sería el fin de mi búsqueda. Que viviría aquí para siempre, entre los árboles y la hierba. Hasta entonces.
Entonces me di cuenta. Entonces recordé de repente el motivo por el que me encontraba allí.
Sentado bajo un árbol, pensando en nada. Teniendo plena conciencia de que es imposible llegar a una solución lógica. Dejando al instante llevarme. Abandonando la lucha. Comprendiendo que luchar por abandonar la lucha es inútil.
Comprendí de repente el significado de miles de años de palabrería. Comprendí a los filósofos, comprendí a los religiosos, comprendí a los científicos. De repente me di cuenta de por qué estaba allí. Yo podía mostrar a alguien lo que había comprendido.
Y por eso estoy aquí de nuevo. Buscando una manera… de poder comunicarte eso.
A sabiendas de que probablemente no estés en condiciones de entenderlo... ni yo de explicártelo como me gustaría.