El día que decidí dejar de vivir en un girasol, empecé a ser feliz. Ya era hora de relajarme y vivir el resto de mi vida en alguna bouganvilla o incluso en alguna palmera de algún paseo con vistas al mar. Tantos años de recoger semillas para el hormiguero han dejado mi espalda para el arrastre y, condenado a vivir solo el resto de mi vida, he pensado que soy merecedor del último capricho que puedo permitirme con los ahorrillos que tengo.
Desde siempre, la semiesclavitud del hormiguero nos ha hecho trabajar sin descanso, pero eso no impide que uno pueda salir de vez en cuando e incluso hacer algún que otro amigo fuera del laberinto. Así conocí a Mirta. Mirta es mi mejor amiga, la que me consolaba cuando no veía salida a ese mundo de recolección y almacenamiento, trabajo, más trabajo y poca recompensa. También era la que me escuchaba paciente y sonreía cuando mis delirios de grandeza hablaban de ser el mantenedor del nido, el futuro jefe de algún almacén o incluso, quien sabe, el mayordomo de nuestra reina, cuando Mirta, inteligente y serena, sabía más que nadie que yo no era más que un grano de arena en el desierto, nada más que otra pipa en un campo de esos girasoles donde vivíamos.
No penséis que Mirta es otra hormiga. Por una curiosa casualidad del destino, apenas hay hembras en el hormiguero. Nunca he sabido el por qué y tampoco era algo que me preocupase especialmente, hasta ahora que la inactividad hace mella en mi cerebro y pienso, quizás más de lo que debería.
Mirta es una cigarra. Pero no una cigarra cualquiera. Mirta es una cigarra "hippie". Dice que es una filosofía de vida. Por lo que me cuenta, ser hippie significa estar en contacto con la naturaleza, vivir en armonía con ella, no explotarla, no deteriorarla, ser parte de ella. Según lo que yo veo, creo que ser hippie es ser un vago. Jamás he visto a Mirta trabajar. Siempre que iba a buscarla, o que coincidíamos por casualidad en uno de mis transportes, la encontraba bien tomando el sol, bien cantando o bien paseando sin oficio ni beneficio. La explicación que me daba es que trabajar implica influir en la naturaleza, atacarla, hacerle daño y eso ni su corazón ni su cerebro podrían permitírselo. Aunque piense que es algo vaga, a decir verdad, admiro su lucha por sus ideales y su capacidad de defender las cosas en las que piensa.
Cuando decidí irme a pasar los últimos días de mi vida fuera del campo de girasoles, por supuesto se lo conté a Mirta. Lo primero que hizo fue abrazarme y me dijo que se alegraba mucho por mí, que seguro que sería muy feliz. Ella dijo que me acompañaría pero que no tenía nada y que no podría pagárselo. Eso sí, cada vez que pudiese, vendría a hacerme una visita.
No se ni cómo ni por qué, pero justo en ese momento, una bombillita se encendió sobre mi cabeza y le espeté: "¿Y si te vienes conmigo?" Mirta, boquiabierta, se quedó tan sorprendida que no pudo articular palabra, por lo que seguí explicándoselo: "Mira, yo tengo mis ahorros y la verdad, voy a estar muy solo allí, por lo que te podrías venir conmigo y así tú conoces mundo y ni tu ni yo estaremos solos, ¿qué te parece?"
Tras unos instantes, donde descubrí que Mirta tampoco era ya joven, se le iluminó la cara y, podría asegurar que casi llorando, se volvió a abrazar a mí y me dijo que sí, que se venía conmigo lo que me alegró mucho más de lo que ni yo mismo me imaginaba.
Y aquí estamos ahora, en una palmera de un paseo marítimo, donde vemos el mar y siempre hace sol. Estamos todo el día sin hacer nada y entonces comprendo que no solo Mirta tenía razón con su estilo de vida, sino que es posiblemente, la forma más correcta de vivir.
Sí, ahora sí soy feliz.