Ya llegaban. A lo lejos seguía oyéndose el eco de una última batalla, de una ciudad que gemía con cada estruendo, del repiqueteo sordo de las armas de fuego, de gritos de júbilo superponiendose con renovadas energías a los gritos de desesperación habituales, de una guerra que ya no podía ganar. Por suerte, todo aquello terminaría pronto. Había resistido a base de esconderse y huir constantemente, lo cual le avergonzaba, pero llegado el momento de la verdad la realidad se había visto resumida a dos posibilidades: correr o morir, aunque a aquellas alturas sentía que la elección no había sido más que una ilusión, y lo único que había hecho era correr para morir más tarde. Días y días a la sombra, de piso franco en piso franco, alejándose de la marea revolucionaria que exigía, entre otras, su cabeza como intercambio por lo que, según decían ellos, eran cosas terribles y sin perdón posible, pero se le habían acabado los escondites. Lo comprendió en el mismo momento en que entro en aquel sótano, se lo dijo el aire viciado, se lo dijo la oscuridad, se lo dijo la vibración constante con que moría la bestia de la opresión. Atrás había dejado simpatizantes y leales, protectores y conversos. La mayoría de ellos habían dado su aliento en un intento por evitar lo inevitable, pero el sótano había esperado con paciencia a la llegada del invitado más importante que acogería jamás. La certeza de la muerte le hizo recorrer en unos segundos toda una diversidad de estados mentales alterados: desesperación, ansiedad, felicidad, realización y algo que se podría definir como lo absolutamente opuesto al arrepentimiento. Una vez recuperado el control de sí mismo, echó un vistazo a la que sentía sería su tumba dentro de poco. Estanterías polvorientas, cajas vacías y viejas, alguna que otra silla de madera astillada… Todo un bodegón de olvido y miseria, una introspección improvisadamente espontánea. Cogió una de las sillas y la situó en medio de la sala, en frente de un gran mapa de la Ciudad Púrpura, aquel que años atrás le había servido para trazar sus planes de conquista. Las tinieblas seguían repitiendo entre risas nerviosas aquella frase chirriante, ya llegan, ya llegan, ya llegan. Se sentó y esperó, flotando en los sonidos del cambio. Al otro lado de la puerta ya se oían voces.
El tiempo volvía a la vida de una forma muy humana, en la habitación de un hospital, en una sala que bien podría ser el paradigma de lo estéril y un catálogo de blancos infinitos. Por la ventana abierta entraba una ligera brisa que se contentaba con mover a duras penas los flecos de unas cortinas con muy poca gracia. Con un latigazo, un recableado rudimentario, la cuarta dimensión volvió al cuerpo de quien allí descansaba, recorriendo de nuevo su ser, viajando por sus vasos sanguíneos, calentándole el corazón y encendiendo una mente aletargada. Abrió los ojos al presente cegador, a un fragmento inconexo de realidad que, de entrada, no podía ubicar. Estaba solo, aunque sentía cercana la compañía de todo tipo de sensaciones, como la de haber perdido algo, la de no saber quien era,la de estar fuera de contexto, haciendo todas ellas buena referencia a un nombre que había olvidado. Inmóvil, anquilosado, permaneció suspendido en el blanco intentando recuperar su habilidad para el pensamiento, esfuerzos que fueron interrumpidos cuando una figura se asomó por la puerta en un paseo rutinario. Rutina que ese día se rompería para siempre en forma de unos ojos abiertos como platos, una sorpresa infinita condensada en una mirada penetrante. Lo que parecía ser una enfermera mantuvo esa expresión indescifrable bajo el dintel de la entrada durante unos instantes que, en aquella nueva realidad de tiempos alterados e indefinidos, resultarían muy de difíciles acotar. Lo único que atinó a hacer a continuación fue salir corriendo, dejando al paciente de nuevo a solas con su olvido. Un poco despúes, un grupo de pasos acelerados acudieron a la melodía de aquel renacimiento, ganando fuerza según se acercaban a la habitación, hasta que sus dueños, un tropel variopinto de médicos, entraron sin preguntar a la sala y formaron una media luna en torno a aquella cuna improvisada, excitados por la visión del tiempo renacido.
-Así que es cierto – dijo uno de ellos – ha despertado.
-Se acabó. Ya no hay más camino para huir. ¡Abre la puerta! – La voz provenía del otro lado de la madera, pero el fugitivo que esperaba sentado sonreía mientras imaginaba que era la propia puerta la que hablaba, haciendo referencia a sí misma. Se mantuvo en silencio, inmóvil, recorriendo con la mirada las calles en el papel en un último paseo etéreo por aquella ciudad de ensueño. - ¡Maldita sea, abre! - La voz ganaba en ansiedad y excitación al tiempo que golpeaba con violencia desde el otro lado. – ¡La vamos a echar abajo! – Tras un par de embestidas, la voz cumplió su palabra. Tras el crujido astillado con el que murió la puerta apareció el rostro de la voz, iluminado a partes iguales por la alegría y por la rabia más densa, acompañado de más caras sucias, ennegrecidas por una lucha dilatada en exceso, encostradas en el barro de las trincheras del alma.
- Por fín te tengo acorralado. – se limitó a decir antes de propinar una torpe patada en el pecho del perseguido que le hizo caer de bruces hacia atrás. Un golpe seco en la nuca le dejó desorientado, aunque, pensó, quién necesita direcciones en el camino hacia su muerte. El último baluarte de que disponía, ese construido sobre cimientos de orgullo y vanidad, le dio las fuerzas necesarias para responder con una sencilla sonrisa.
-Vaya, solo has necesitado tres meses de búsqueda para encontrarme, muy hábil por tu parte. No me extraña que hayan muerto tantos de los tuyos. – El rojo sustituyó cualquiero otro color que hasta entonces ocupaba esa cara persecutoria, adornada al mismo tiempo por unos dientes apretados y unos ojos inyectados en ira.
-¡Cállate! – Otra patada, esta vez en las costillas, hizo gritar de dolor al derribado – desde hoy se te niega la voluntad de la palabra, se te despoja de tu voz y de tus ideas. ¡Levantadlo! – ordenó a sus compañeros. Una vez incorporado de nuevo en la silla, una risa sanguinolienta se derramó entre los dientes del golpeado.
-Nunca conseguiréis hacerme callar. La gente me recordará, de una forma u otra. Mis palabras permanecerán en las cicatrices de la historia, mis actos rubricarán el devenir de esta ciudad hasta el fin de sus días. ¡Yo, que he dado todo por construir un futuro mejor! ¡No podréis vencerme, mi huella es imperecedera! – Unos ojos desafiantes acompañaban al discurso.
-No tienes ni idea de lo que es el futuro. Maldito ignorante, tirano engreído – dijo el líder del grupo – el régimen se ha terminado. Pero no te preocupes, ¿te crees víctima? ¡Ja! – rio con estridencia – Tranquilo, nosotros te convertiremos en víctima.
Tras esa declaración llegó un golpe sordo en la cabeza, una zambullida directa en la oscuridad.
-Como ya he dicho varias veces, no recuerdo nada – dijo el paciente con cansancio. No tenía memoría de nada más allá de su despertar. No tenía ni nombre ni pasado, no tenía un lugar en ninguna línea temporal posible.
-Tranquilo, es normal, lleva usted veinte años en coma. Seguramente su amnesia sea transitoria y pronto comienze a ver luz entre las sombras. – Las tentativas de tranquilidad que intentaba inyectar la voz del médico en el paciente eran inútiles ante el profundo vértigo de alguien que flota a la deriva en una existencia sin rumbo definido. – Volveré más tarde, mientras tanto, descanse.
El paciente llevaba mucho tiempo descansando y sentía que tardaría casi el mismo tiempo que decían que había dormido en volver a cerrar los ojos, por lo que tras esperar un tiempo prudencial, se incorporó sobre el borde de la cama manteniendo los pies suspendidos sobre el suelo. Reflexionó sobre los escasos centímetros que le separaban del mundo, sobre el salto que supondría la vuelta tácita a los prolegómenos de un nuevo comienzo embadurnado de una niebla opaca, sobre qué significado tenía el volver a un lugar del que se sentía completamente desvinculado. Se agarró con fuerza a las sabanas, apretando los puños hasta el punto de hacerse daño entre los dedos. Algo le quemaba por dentro, su mente, encerrada en una pecera de vidrio trasparente, pugnaba por recobrar cualquier trazo de sentido posible a aquella situación. La angustia crecía por momentos, atacando lo más profundo de su oído interno, desestabilizándo cuerpo y espíritu.
No se había dado cuenta, pero ya estaba de pie. Al menos sus piernas si recordaban, aunque a duras penas, su sentido en el espacio. Sabía que el siguiente paso era poner un pie por delante del otro, caminar. Pero, ¿hacia dónde? Perdido en su propia inconsistencia, se miró las manos, se miró los brazos, el vientre, las piernas. No se reconocía, no recordaba sus marcas, sus lunares, sus rincones. La realidad ignorada de su aflicción, esa que escapaba a cualquier examen médico, era que le habían extraído un concepto vital del pensamiento, un referente para la vida y para la autoconsciencia. Una palabra sin la cual navegaría para siempre en los océanos más oscuros e insondables.
-¡Silencio, silencio! – En medio de la renombrada, temporalmente, Plaza de las Retribuciones, se había improvisado una corte extraordinaria, una pantomima de juicio popular destinado a procesar a aquellos restos del régimen que habían escapado a las sentencias de la muerte. Una tarima colocada en el centro de la plaza simbolizaba lo que pretendía ser un juzgado rudimentario, aunque no se necesitaba mucho para procesar a quien llevaba implícita la condena en sus actos pasados. En torno al tribunal, formando un círculo, se agolpaban los vencedores. El pueblo. Los testigos de años de injusticias y opresión. Las verdaderas víctimas de la imposición de la fuerza sobre la voluntad. Gritaban, insultaban, bramaban palabras sin sentido. Algunos la pedían en forma de horca, otros mediante filo, pero la idea en común y general era la de la pena capital como castigo.
-Se te juzga por dictador. Por tirano. Por opresor. Por asesino. Por ladrón. Durante catorce años la ciudad se ha visto carcomida por el régimen, pero por fín ha amanecido, y no hay lugar ni para tí ni para los tuyos en el nuevo día. Ni siquiera creo que haya un lugar para tí en el ayer. Mereces la pura pérdida, ver ante tus ojos como todo lo que intentabas construir se desmorona ante tus arrepentidos ojos.
-¡Que lo maten! – gritó la voz del gentío. – ¡Asesino!
-¡Silencio! La muerte no es garantía de nada, no acarrea ningún tipo de condena para el ajusticiado y sí para el verdugo. No, no vamos a mancharnos más unas manos que ya se han visto obligadas a cobrarse demasiadas vidas. No. Hoy, la ciudad púrpura tiene un destino mucho peor para tí que la muerte. Antes de que dictemos sentencia, ¿tienes unas últimas palabras?
- No tengo nada que decir – tras varios días de silencio, su propia voz le sonó extraña – salvo que no me arrepiento de nada. No seréis nada sin mí, reinará la anarquía y volveréis a la decrepitud de la que os saqué. ¡Yo traje una nueva esperanza a esta ciudad! ¡Yo, ese al que llamáis tirano! Conmigo hubiesemos conquistado todo a nuestro paso, habríamos sido eternos. Ahora os consumiréis en las páginas de los libros. No, no me arrepiento de absolutamente nada. – terminó. Aquella fue la última vez que aquella conciencia se condensó en palabras.
-Incluso ante el final de tí mismo te mantienes abnegado a aceptar tus atrocidades. Bien, así es mejor, mereciéndo el peor de los castigos hasta el final. – Quien en su momento entraba a golpes en el sótano, ahora erigido en juez por la voluntad común, se levantó y se situó a pocos pasos del procesado. – Por tus actos de usurpación del poder y sometimiento al pueblo se te condena a desaparecer de la historia. Cualquier referencia a tu existencia, cualquier imágen, texto, recuerdo, cualquier cosa que tenga mínima relación contigo será borrada de la tierra. Se te despoja de tu pasado, de tu obra, de tus esfuerzos. A partir de hoy, no has sido nada ni nadie, no has existido. – Una ovación inundó el nuevo aire de la ciudad con vítores exaltados, emocionados, saciados, en parte, por la noticia. Con un gesto de las manos, quien dictaba sentencia volvió a pedir, por tercera vez, silencio.
-Continuemos – dijo. – Por tus crímenes incontables contra quienes habitan la ciudad, por la muerte, la injusticia, la sombra oscura, por la sangre que se encostra entre los adoquines, se te castiga con la peor condena posible. Una vez fuera de la historia, se te condena a perder el presente, al exilio en el tiempo. Serás recluído en tí mismo, en la inconsciencia en vida. Se te otorgarán los grilletes de la atemporalidad. Permanecerás inmóvil mientras el flujo vital del planeta continúa su andadura, pero no morirás. Se te mantendrá con vida indefinidamente, hasta que tu propia mente consiga volver. Te vaciaremos de recuerdos. La ciudad púrpura te sentencia a la inyección de morfeo, a años de sueño y la desvinculación de la continuidad de tí mismo. – Más vítores, esta vez saciados casi en su totalidad, pero conscientes de que aún quedaba una tercera parte del castigo por imponer.
-Por último, ante la falta rotunda de arrepentimiento, te otorgamos un futuro. Llegará un día en que volverás a la realidad, quién sabe cuando, pero el mañana será inerte sin el ayer y el hoy. Ese futuro te arderá en las entrañas, te corromperá la mente y te mantendrá para siempre en un vértigo insufrible, haciéndo honor a tu ominoso nombre. Un porvenir que será poco más que polvo entre los dientes, un día a día que se escurrirá entre tus manos como la arena de un reloj. Ahora, todos juntos, te olvidaremos.
Perdido, a la deriva, entre el entramado de pasillos del hospital, el paciente vagó sin rumbo. Sentía como si no perteneciera a aquel lugar, a aquella realidad. Casi no podía percibir la sensación de estar tocando el suelo, pues hasta aquel pavimento descorazonador le parecía esconder una existencia cuestionable. Pensó que a lo mejor estaba soñando. Pensó que aquello debía ser lo que venía tras la muerte. Pensó que, a lo mejor, si esperaba un poco todo retornaría a la normalidad. Pero no fue así. Día tras día exponía sus síntomas ante los infatigables médicos que mantenían fresca su curiosidad por aquél que había vuelto al presente. No sabían, obviamente, que aquél nombre venía cargado de ironía. Tampoco lo sabía el paciente, quien por muchos esfuerzos que empeñase no conseguía recordar nada. Así pasaron los días hasta que los doctores decidieron que era hora de que el afectado volviese al mundo, se reincorporase a la ciudad, que ya disfrutaba desde hacía mucho tiempo del aire renovado del nuevo régimen, la voz popular del púrpura.
El atemporal no tenía nada ni nadie, no tenía vínculos con el momento, lo cual hacía de la idea de vivir en sociedad algo casi inconcedible, pero no podía permanecer para siempre en el hospital, lo cual, además, convenía a la voluntad experimental del cuerpo médico, quienes seguirían de cerca su evolución sin que él lo supiera. Lo único que pudieron hacer por él fue darle un nuevo comienzo, un lugar donde vivir y algo que en aquellas circunstancias era a todas luces inútil: un nuevo nombre, carente de significado. Así retornó de su exilio en el tiempo, sin saberlo, a la ciudad púrpura. Vacío por dentro, incapaz de encontrarse a sí mismo en la memoria.
Así llegó a la ciudad quien en su día era conocido como Alexander Meniére. En realidad, nunca se había ido.