“La justicia de Dios, por la fe en Jesucristo, para todos los que creen.
Porque no hay ninguna distinción:
Todos han pecado, y todos están privados de la gloria de Dios,”
Romanos, 3, 22-23
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Marti bebía café en ese lugar alejado del tiempo y el espacio. Real, fantástico, qué importaba. Era un lugar calmado. Era un lugar alejado de la guerra. Allí lo mismo se podía beber que vomitar, lo mismo danzar y sonreir que esposarse las manos al tirador de cerveza. La madera barnizada de las mesas ni preguntaba ni hacía juicio alguno. Uno allí podía sufrir -o disfrutar- sus pecados sin sentirse observado por sus buenos y castos hermanos.
Marti bebía café por no beberse su amor. Le quedaba ya tan poco... no podía malgastarlo. Y nunca como entonces, nunca como en ese momento en que el café caliente descendía por su garganta, recordándole que aún estaba vivo y que nada había hecho todavía para evitarlo, había necesitado tanto un pequeño sorbo de su amor. Apenas un poquito y hubiera bastado, sólo mojar los labios... y entonces Marti hubiera llegado a casa y abierto la colcha de su cama, dejándose mecer dentro por el sueño reconfortante de las noches confusas con final feliz.
Pero Marti escupió la delicada gota de amor que pretendía curar su corazón y luego le dio el último trago al café, antes de dejar la tacita en su plato y las ganas de vivir en el cenicero. Entonces se levantó, obvió el tabaco y el mechero, se levantó el cuello de la gabardina y se marchó de aquel lugar con las manos arañando suplicantes el interior de sus bolsillos. Largo rato recorrió las calles blancas, vacías. Un borracho se rió sin mala intención de su porte desgarbado y enclenque, como si hubiera pasado ya por esos momentos en los que uno no tiene el coraje necesario para enfrentarse al viento de la vida, ese que hace a uno encorvarse y poner cara de estreñido mientras avanza sin tener claro hacia dónde, y hubiera sabido reirse de ellos con toda su alma. Una anciana le sonrió piadosa, como si no le fueran ajenos todos estos tejemanejes de la desdicha. Una pareja le dedicó una mirada de compasión. Pero Marti observaba sólo sus pasos. Sólo sus zapatos negros, dejando huellas grises en la nieve blanca. Sólo su sucia estela, aburrida de estar a su lado, se iba trazando a su paso. Hasta que llegó a Puerto Redentor.
Construido sobre el océano blanco del alma, con los ladrillos de la culpa, formando la gigantesca estructura que había de ser el purgatorio de Marti. Allí donde llegan los que se pierden, los que no han tenido valor para recorrer el camino pero aún conservan lo que ellos consideran una supuesta nobleza: el propósito firme, aunque inútil, de dejarse juzgar y cumplir condena. Con la mezcla de café y bilis quemándole la garganta, cerró la puerta tras de sí y se dio la vuelta esperando valientemente la sentencia. Y entre el silencio sepulcral de aquel lugar religioso, bajo la piadosa mirada de los Santos y señalado su corazón por el dolor de las heridas de Cristo, contemplando la imagen de la pulcra manzana que a todo ser humano hace culpable de su propia existencia, sólo escuchó el sonido de su propia voz.
"Traidor..."
A Marti le habían llamado muchas cosas a lo largo de su vida. Le habían llamado irresponsable, por ejemplo. Le habían llamado también miedica, y cobarde más adelante, tantas veces que incluso se lo había creído. Le habían llamado mezquino, interesado, le habían dicho sinvergüenza las ancianas y quienes le conocían más de cerca le habían acusado de egoista. E incluso le habían dicho alguna vez que era absolutamente incapaz de sentir amor y que su existencia estaba abocada a hacer daño, tanto a sí mismo como a los que sintieran cualquier tipo de afecto hacia él. Pero nunca, jamás en la vida que le había tocado en suerte a Marti había usado nadie la palabra "traidor". Ahora alguien utilizaba su propia voz para comunicárselo sin ningún tipo de escrúpulo. Y él notó inmediatamente cómo su estómago intentaba escapar de su cuerpo, enviando como distracción una ola de frío cortante que recorriera su espalda, mientras el eco de las rodillas de Marti impactando contra el suelo sagrado sonaba a grilletes eternos.
Llorando de rabia, apretando los dientes como un lobo raquítico que protege su alimento, se levantó y comenzó a correr completamente fuera de sí hacia la efigie lastimosa de Cristo. Se abalanzó sobre ella, la golpeó y le gruñó con todo el odio del que fue capaz. Sus ojos habían perdido el matiz humano adquirido con la evolución, ninguna palabra acudía a su mente. Como un animal salvaje arañaba, golpeaba y se dejaba los dientes en la madera pintada. Desgarrando el sufrido rostro del redentor le atravesó las encías una astilla de dos centímetros. Marti gimió levemente sin dejar de golpear y arañar a su víctima. Clavó sus uñas en el ojo cerrado del mártir de madera e intentó con todas sus fuerzas desgarrarle la mejilla, pero sólo consiguió el insufrible dolor de perderlas. Marti gritó, lloró de dolor, pero también, y sobre todo, de rabia y de odio. Luego sujetó su mano herida y se la puso juntó al pecho, mientras levantaba la cabeza y con su boca sangrante le proyectaba a Dios el aullido más terrible que haya dado nunca un ser humano. El aullido en el que una sola persona expresa por su cuenta y riesgo el odio que toda la humanidad ha recogido en su historia, la más instintiva repulsa hacia toda la culpa con la que el ser humano carga por el inocente y no elegido acto de nacer.
Después de ese grito terrible, Marti volvió a ser humano. Agachó la cabeza y miró el rostro de Cristo, que mantenía irreductible esa eterna expresión lastimera y piadosa ahora desfigurada por las garras y colmillos de Marti. Se encogió sobre sí mismo, entre sollozos de culpa, formando un caparazón con su espalda. Sintió el sabor de su sangre y el ardiente escozor de las astillas clavadas en las encías, pero no sintió dolor. Sintió el fuego vivo de sus falanges sin uñas, las cutículas sangrantes al rojo, pero no dolor. A través de sus ojos entrecerrados y repletos de pecado, volvió a mirar una vez más al Salvador, tendido sobre el suelo sagrado, esperando en su interminable piedad la redención de Marti. El traidor no se hizo esperar. Llorando, sangrando por la boca, por las manos y por el alma, calculó la distancia justa. Se hizo un poco hacia atrás, se apretó la mano herida fuertemente contra el pecho, cerró los ojos y se dejó caer de costado. El clavo del pie de Cristo no se movió un ápice, y la sien de Marti impactó contra él exactamente como había esperado, más o menos a la altura de las cejas, donde duelen las migrañas.
Unas horas antes Marti había estado bebiendo café por no beberse su amor. Le quedaba ya tan poco que pensó que no podía malgastarlo. Y, sin embargo, nunca como entonces, nunca como en ese momento en que el café caliente estaba descendiendo por su garganta, recordándole que aún estaba vivo y que nada había hecho todavía para remediarlo, había necesitado tanto un pequeño sorbo de su amor. Apenas un poquito y hubiera bastado, sólo mojar los labios... y entonces Marti hubiera llegado a casa y abierto la colcha de su cama, dejándose mecer dentro por el sueño reconfortante de las noches confusas con final feliz. Pero en vez de eso Marti decidió escupir su amor y terminar el café. Y lo encontraron a la mañana siguiente tendido a los pies de Cristo, compartiendo a través de sus clavos toda la elegante culpa de nuestros pretendidos errores. Esos que cometemos simplemente por estar aquí, esos que nos hacen culpables sencillamente por haber tenido un padre y una madre que, durante unos instantes, se amaron.