No sonaba, permanecía en un silencio acusatorio, en una callada condena ante sus ojos clavados en él como los clavos de Cristo a la cruz a la que le envió Judas. Ese teléfono, ese maldito y condenatorio teléfono, parecía señalarle como una persona despreciable, a través de su sepulcral silencio, tan oscuro como la tumba que esperaba a su amigo en el fondo del mar, a donde llegaría con los zapatos de cemento que él le había regalado, junto a un pasaje hacía la eternidad.
Se levantó rápidamente y cogió el teléfono, no había nadie al otro lado, tan sólo el pitido de la señal que indica que la línea estaba libre para ser usada; sonaba frío, sonaba vacío, sonaba a doscientos cincuenta y dos metros de profundidad, sonaba como su amigo muerto en el fondo del mar.
Pero el juraría que habían llamado, no tenía ninguna duda, lo había escuchado; seguramente colgaron antes de que cogiera el teléfono.
Salió del salón y se dirigió a la cocina que alumbro con luz pálida de fluorescente, se sirvió otra taza de café, era la séptima de la noche y posiblemente la última porque faltaban pocos minutos para que pereciese la noche llevándose a la tumba el fruto de su traición.
¡Otra vez!, lo oía perfectamente, salió corriendo a por el maldito teléfono, tirando de forma inconsciente la taza, que estallaba en pedazos contra el suelo. Agarró el teléfono como un naufrago agarra el flotador salvavidas en medio de la tempestad.
-Diga-, dijo con la respiración acelerada, no se escucho respuesta, sólo ese silencio acusador, pero estaba convencido que había alguien al otro lado de la línea, esta vez casi a gritos dijo:
-¿Quién eres?, ¡maldita sea!, ¿quién demonios eres?-; se quedó callado, escuchando sus propios latidos en el vacío de sonido que reinaba en la habitación, hasta que oyó un clic, habían colgado.
Depositó el auricular sobre la base del teléfono, delicadamente, como si temiera enfadar al aparato. Recordó entonces la taza de café, y se dio cuenta de que había escuchado como se golpeaba contra el suelo, así que volvió a la cocina.
Un grito de espanto chocó contra la pálida luz fluorescente del techo, la taza estaba rota en mil pedazos, pero lo que había vertido no era café, ¡era sangre!, la sangre de la traición y de la culpa; horrorizado salió corriendo de la estancia con el gesto desencajado hasta llegar al cuarto de baño, dio la luz y abrió un pequeño armario sacando unos tranquilizantes y un vaso, lo llenó de agua con pulso tembloroso, abrió el envase de las pastillas dejando caer tres en su mano y unas cuantas más al suelo con sus dedos agitándose frenéticamente, se las trago bebiendo el agua a borbotones, se echó agua fría en la cara y pasó su mano mojada por la nuca, diciéndose a sí mismo que tenía que tranquilizarse y que si no lo hacía se volvería loco, que todo era producto de su mente y la falta de sueño; respiró hondo notando con satisfacción como se iba recobrando del susto, y hasta una sonrisa se empezaba a esbozar en sus tensos labios y posiblemente hubiera terminado brotando si no fuera porque el maldito teléfono volvía a sonar. Lo primero que pensó es que realmente no estaba sonando, que sólo era una alucinación y que pasaría; pero el sonido no cesaba, era más intenso a cada segundo que pasaba; se dirigió violentamente hacía el salón parándose en la entrada, observando al teléfono como si no fuera real, pero lo era, lo era tanto como la aguda llamada de socorro que emitía. Lo cogió dubitativamente, se lo puso en la oreja y lo que escucho hizo que su rostro se desencajara de una forma espectral y palideciera toda su tez; era su amigo, luchando contra el mar por su vida, por no ahogarse, pidiendo ayuda entre el ensordecedor bramido de las olas al chocar contra las rocas, mientras gritaba como un poseso, gritaba el nombre de la traición; su nombre.
Descontrolado totalmente cogió el maldito teléfono y arrancando el cable de la pared de cuajo se encamino con él hacia la terraza y lo tiró al vacío. Viendo como se estampaba contra el suelo tras nueve pisos de caída libre; su rostro era una mueca sádica, una sonrisa macabra y unos ojos salidos observaban los restos del aparato esparcidos por la calle, entonces una carcajada siniestra y frenética brotó de su garganta; cuando paró de reír su cara se serenó, pero sus ojos seguían desorbitados.
Entró en el salón, se tumbó en el sofá con la intención de descansar un poco, sus párpados se empezaban a cerrar, pero de repente su respiración se paralizó y todo su cuerpo se estremeció con la caricia de miles de cuchillas deslizándose por su anatomía al compás que marcaba el timbre de la puerta. Saltó de la cama y se dirigió a la entrada, se arrodilló ante la puerta pidiendo perdón mientras sus rodillas se mojaban con agua de mar que salía por debajo de la puerta, se puso en pie y corriendo atravesó el salón y la puerta abierta de la terraza, para de un salto precipitarse hacía el vacío hasta estrellarse contra el suelo, muriendo en el acto, junto al maldito teléfono.