Una vez más, alzó sus brazos al cielo. La muchedumbre que le rodeaba esperó el milagro. Una vez más, los brazos en alto, una vez más la extraña plegaria en aquel inteligible idioma. Nada ocurrió. Muchos empezaron a impacientarse, otros apretaban sus ojos, tratando con ello de trasladar no su fuerza, sino su fe, pero todo resultó inútil. Al final, el bocor se dio por vencido y se dejo caer de rodillas sobre la arena de playa. Súbitamente, una fuerte ráfaga de viento arrasó el improvisado campamento, apagando con furia las antorchas que iluminaban a los presentes. Aquellos empezaron a inquietarse, dejando a un lado al bocor para murmurar en grupos. El chaman entonces tuvo una convulsión, y una nueva. Trató de sujetar su cuerpo con los brazos, pero las convulsiones y temblores le hicieron rodar por el suelo. Fue entonces cuando los asistentes volvieron la cabeza al bocor. Este trataba de ponerse en pie, mientras se agarraba con fiereza ahora la cabeza. Un momento de silencio. Volvió a caer de rodillas y se llevó las manos al estomago. Una arcada, nadie tuvo el valor de acercarse a él cuando parecía ahogarse. Los ojos, enrojecidos de furia, horror y dolor, parecían salirse de sus orbitas. Una nueva arcada, y una masa negra oscura salio de su interior. El chaman cayó inconsciente al suelo, en el momento en el que tras de si, una gran ola rompía a sus espaldas. Tras ella, el silencio. Los presentes se alejaron entonces hacia la selva, arrastrando el cuerpo del chaman, que aun no se había recuperado. Ni un rastro de ellos quedaba en la playa cuando un hecho insólito ocurrió. Todos tenían los ojos clavados en el circulo de ceniza que minutos antes habían creado en la blanca arena de la playa. En aquel momento, el silencio se hizo más intenso y sobrecogedor si cabe. La tierra comenzó a tragarse la arena, cómo si algo se removiera en el interior de sus entrañas. Cómo si algo o alguien quisiera dejar un lecho demasiado pavoroso. El bocor recobró justo el conocimiento para mostrar su satisfacción cuando vislumbró varias sombras dirigirse al poblado. Una ligera brisa se llevó el cargado ambiente, descubriendo una luna llena. Al fondo de la playa se divisaron entonces las luces del poblado, y junto al puerto, unas débiles luces en las carabelas de los recién llegados colonos. Hacía allí miraron entonces los extraños personajes, gritando al aire en extraños idiomas, saltando de jubilo y derramando ron que pasaba de mano en mano.
Al alba, los barcos se prestaban raudos a dejar la bahía, siendo la única excusa que presentaron a su majestad el rey de España para dejar tal remoto lugar la extrema fiereza e indocilidad de sus gentes. Por supuesto, lo ocurrido aquella noche se convirtió en una pesadilla para cada uno de los marineros que lo vivieron y que se llevaron su secreto a la tumba, una tumba que quizá espere la llamada de un nuevo bocor para que preste un último servicio a su Rey.