Os contaré una historia, una historia de una niña muy mayor, una niña que ya era mayor para hacer cualquier cosa, tan mayor, que incluso era mayor también para no hacerlas.
Nuestra pequeña era un ser muy especial, sobresalía entre los demás niños por un motivo tan precioso, tan brillante, como el tamaño y la forma de su corazón.
Tenía un corazón enorme, si señor.
Tenía un corazón capaz de envolverte, abrazarte, ilusionarte y hacerte único y especial.
Y además lo usaba, valla si lo usaba...
No era una de estas mocosas impertinentes que guardan su corazón bajo su coraza de belleza cerrada y fría, que rechazan cualquier muestra de sentimientos y se los guardan para ellas, no.
Ella los regalaba, regalaba sus sentimientos, tenia una belleza abierta y feliz, casi perfecta, casi...
Lamentablemente disponía de una sofisticadísima máquina, una máquina heredada hacía mucho tiempo (os recuerdo que nuestra protagonista, a pesar de ser una niña, es muy mayor).
La heredó de otro niño, un niño al que ella regaló su corazón, envolvió, abrazó, ilusionó e hizo único y especial.
A cambió, este niño le regalo un objeto tecnológicamente muy avanzado, probado a conciencia por los más eminentes expertos en la materia y científicamente perfecto, era la máquina de medir sentimientos.
A partir de ese momento nuestra niña se aficionó muchísimo a usar la máquina con todo el mundo, sobretodo con niños que le llamaban la atención, que despertaban en su corazón un interés especial.
Pero ahora su corazón no era para cualquiera, ahora tenia una criba infalible que le haría ahorrarse muchos disgustos, su corazón no sufriría inútilmente, la ciencia estaba ahí para eso...
Cualquier candidato a ser envuelto, abrazado, ilusionado y convertido en único y especial debía pasar previamente la prueba de la gran máquina de medir sentimientos.
Pero claro, los corazones de los demás niños no eran tan grandes, ni tan generosos, ni abrazaban, ni envolvían, ni hacían especial.
Por lo menos así lo decían los diagnósticos de la máquina de medir sentimientos, y esa máquina era infalible, eso es seguro, disponía de una garantía firmada sellada y verificada que justificaba todas y cada una de sus mediciones, infalible.
A veces había que medir una segunda vez, porque su corazón se quejaba, quería entrar en acción, envolver, abrazar, ilusionar y hacer únicos a otros corazones que le llamaban la atención.
Pero la máquina era infalible, y si era imposible su fallo bajo ninguna circunstancia, una segunda exploración era ya definitiva, sin lugar a dudas.
Poco a poco, las veces en las que se hacía necesario realizar un segundo diagnostico fueron menguando.
Las exploraciones se convirtieron en una rutina, el diagnóstico era siempre el mismo, desesperante , desconcertante, constante, repetitivo, monótono, cansino...
Pasó mucho tiempo, la niña se hizo aún más mayor, tan mayor como para hacer aún más cualquier cosa, tan mayor incluso como para dejar de hacer aún más cualquier cosa.
Entonces decidió hacer la prueba definitiva, plantó su máquina encima de la mesa de la cocina de manera que apuntase directamente a su corazón, y ayudándose del palo de una escoba accionó el mecanismo...
No había duda, su corazón ya no era grande, ni envolvía, ni ilusionaba, ni abrazaba ni hacia único, la máquina de medir sentimientos no se equivoca nunca...
CHIMO