La memoria resumida en curvas.

(Al copiarlo se pierden las cursivas, lo cual hace que se pierdan algunas intenciones del relato, espero que no os importe. Si a alguien le interesa puedo mandarle por mp un link donde se puede leer en condiciones. un saludo!)

Asomado a un mundo de aromas encontrados, miraba sin ver el fondo de la taza, un pozo de escaso diámetro pero de profundidad incalculable. Agarrándola con ambas manos para calentarse, sentía como el líquido oscuro humeaba y le reconfortaba las zonas más frías de la cara. Nada como un buen café en un mal invierno, pensó. Aspiró con delicadeza, descomponiendo los vapores en una sinfonía de olores infinitos, de aromas a tierra, a campo, a sol, a tueste, a oscuridad, a esencia, a obsidiana. Cada uno de los componentes se adentraba de lleno en los recovecos de su olfato y otorgaba nuevas dimensiones a una habitación oscura, un pedazo de pura tiniebla, como si estuviese nadando en el fondo de esta taza. Sonreía. El café, por desgracia, era una de las dos únicas cosas que aún le hacían sonreír. Un recuerdo de la tierra que había dejado atrás hacía ya tanto tiempo, lo poco que quedaba de la identidad que ahora sólo encontraba en las curvas de la carena. Alzó la taza con parsimonia, con ese ritual especial que sólo él conocía, hasta que el borde de la cerámica le rozó los labios, momento en el que dió el más diminuto de los sorbos. Temperatura perfecta. Ahora sí, le dió un segundo y más largo y sonoro sorbo. El torrente amargo se acomodó en su boca, revolucionando unas papilas que, aunque acostumbradas, agradecían el contraste de un sabor intenso con el gusto pastoso de la somnoliencia. El líquido corría entre sus dientes, se infiltraba por debajo de la lengua y le acariciaba las mejillas. Sentía como el calor bajaba por su garganta y acababa en el estómago, en una improvisada caldera central que luchaba a duras penas con las legiones del emperador Hibernum.

Perdido en sus otros cuatro, un par de sorbos más tarde, oyó como un repiqueteo débil rasgaba la quietud de la estancia. Los nudillos de una mano menuda y titubeante llamaban a una puerta de madera robusta, un contraste de presencias que, sin embargo, pasaba desapercibido ante el deplorable estado de su parte más fuerte, pues la puerta había perdido todo recuerdo de su grandeza a base de remiendos, uno por cada maldito invierno. Quien hasta entonces nadaba en las aguas oscuras del verano líquido depositó la taza en la única mesa que había en la habitación y sobre la cual descansaban también una lampara polvorienta y un ejemplar de lo que parecían ser unas memorias, un libro a juego con la puerta, y a decir verdad con el resto de la habitación, por mucho que la oscuridad lo escondiese, hasta tal punto que bien podrían ser una recopilación de sus batallas con las legiones heladas. Vaya, es raro que vengan a esta hora. Resuelto, arrastró hacia atrás la silla sobre la que descansaba, un collage de maderas de diferentes tonalidades y edades, y se levantó haciendo caso omiso de lo mucho que protestaban sus viejos huesos, recitando los mejores pasajes de los más completos estudios sobre la artritis que podían encontrarse, elevados ahora a la categoría de casi poesía. Sus piernas, resignadas, le llevaron lentamente hasta la puerta guerrera, y con unas manos ligeramente temblorosas corrió los tres cerrojos que la mantenían atada con fuerza al resto de la casa. Tres chasquidos después, liberada, la puerta se abrió. Al otro lado, una figura joven, desconfiada pero radiante, combatía sin saberlo con el velo gris que lo cubría todo desde siempre. El chico siguió con la mirada la trayectoria de abatimiento de la puerta, acompañado el chirrido de las bisagras con los ojos.
-Tiene usted la puerta más rara que he visto nunca, si es que puede llamarse puerta a eso. – De manera similar a la silla, la puerta había sido construida a partir de fragmentos pequeños vestidos de todo tipo de naturalezas y colores, lo cual le otorgaba una aspecto que, a ojos de alguien que confiaba demasiado en sus ojos, podría denominarse caricaturesco.
-Espero que no hayas hecho todo el camino hasta aquí para decirme algo que ya se, chico. – Los ojos grises de quien emergía de la oscuridad parecían rehuir de la direccionalidad típica de la mirada común, aunque de alguna forma parecían atesorar cierta costumbre a la visión. Vaya, los ojos de un moken. Las historias no hacen justicia a… esto, pensó el chico al otro lado de la puerta. – Y espero también que no hayas venido resuelto a ponerle nuevos límites a mi paciencia – el tono de la reprimenda fue, sin duda, el mejor billete de vuelta a la realidad.
-No, por supuesto que no. Me han dicho que es aquí donde vive el carenero – mentía, sabía perfectamente que era ahí donde encontraría lo que buscaba, pero de alguna forma tenía que,expresión invernal donde las haya, romper el hielo.
-Ajá.
-Pues necesito que revise los fondos del buque en el que he llegado. Mi capitán habría venido en persona, pero se encuentra ocupado presentando respetos al turco, y no tenemos mucho tiempo. – Mientras hablaba, el joven marino cambiaba el peso del cuerpo de una pierna a otra en un intento sutil, pero inútil, de ver si le ofrecían pasar al interior de la pequeña casa.
-¿Cuánto es no mucho tiempo? - Preguntó el viejo con desgana.
-Día y medio, más o menos.
-Imposible – dijo el carenero, y acto seguido y sin más palabras, cerró la puerta con brusquedad.

Cansado y un poco irritado por la interrupción del café, inició el pequeño camino de vuelta a la mesa, otra vez a solas con su oscuridad, viaje interrumpido, sin embargo, por una nueva iteración del encuentro entre nudillos y puerta. Maldita sea, espero que no sea uno de esos días. Como si el tiempo se hubiese acelerado a su al rededor, volvió rapidamente hacia la puerta y la abrió con violencia.
-¡Oye, chico, ya te he dicho que…! – antes de que pudiese acabar la frase, el marino le interrumpió.
-¡Eh, eh! ¡Tranquilo hombre! Ponga usted el tiempo. – El chico agitaba las manos con vehemencia, como si intentara dispersar el enfado del carenero. El viejo dejó caer los hombros, medio abatido, y cedió ante la posibilidad de añadir curvas a la memoria.
-Antes, llévame al barco. – Alongando el brazo hacia un lado, el moken agarró la llave de la remendada, salió al rellano y cerró trás de sí. – Vamos.

Apresurada, con un ritmo acelerado impuesto más por el viejo que por el joven, la improvisada pareja se adentró de lleno en el complicado entramado del barrio del puerto, o la pequeña Estambul, como se prefiera. Un agregado de casas bajas, autoconstruidas, cuya identidad emergía de la no identidad, de la mezcla de infinitos colores, formas, alturas desiguales, materiales y orientaciones. Pequeños fragmentos arrancados de todas partes del globo que habían viajado en los corazones de cientos de marineros, navegantes y algún que otro pirata, surcando todos ellos mares revueltos y oceanos de tiempo. Muchos viajeros llegaron por mar a lo largo de las épocas, y una cantidad considerable de ellos se veían incapaces de abandonar la ciudad, de darle la espalda al color intenso de algo que venía de más allá de las estrellas. Al llegar, vertían el contenido de sus recuerdos y la esencia que les definía en construir pequeñas viviendas, ocupando parcelas inventadas al lado de las ya edificadas, impostando un crecimiento arritmico y espontáneo que desembocó, inevitablemente, en uno de los barrios más singulares de la urbe. Genial, hoy ni el sol se ha visto con ganas de calentar. Cliente y carenero giraban a derecha e izquierda, avanzando por una laberíntica red de tiendas, almacenes, y locales, entre casa y casa. En contra de lo que hubiese sido normal el moken iba por delante y era el vidente acostumbrado el que le seguía el ritmo. ¿Cómo es posible que se mueva así? pensaba entre jadeos el joven. El frenetismo de sus pasos le impedía percatarse de la sutilidad encubierta de los movimientos del que era, a fin de cuentas, poco más que un carpintero ciego, pero que pisaba el suelo con fuerza con cada repetición, mapeando el recorrido con el clásico conjunto de yunque, martillo y estribo. Además, compañaba el movimiento con un sondeo táctil, tocando aquí y allí con naturalidad, captando las texturas, las formas. Se guiaba por diferentes capas sensoriales, por distancias bien medidas que dimensionaban unas tinieblas grises cuajadas de soledad: aquí, el sonido de los pies, de la gente más inmediata, de las actividades de la tarde, de las tiendas; ahí, los cambios de profundidad que acompañaban los retranqueos de los frentes edificados, el cambio sutil de presión en los oídos que sentía cuando una calle se abría hacía alguno de sus dos lados, los pájaros, los gritos lejanos, los vehículos; allá, el referente eterno, el destino, el murmullo que siempre le servía para situarse estuviese donde estuviese, el mar. Pasaron por puestos de venta de pescado, alguna frutería, tiendas de aparejos para todo tipo de actividades relacionadas con el mar, barberías, bares diurnos, bares nocturnos, alguna que otra carpintería, un vendedor de breas, dos o tres diseñadores de barcos, casas rojas, casas amarillas, arcos árabes, columnas clásicas y ornamentos orientales. A su paso, el carenero recibía todo tipo de saludos y palabras amistosas. Buenas tardes. ¿Cómo va esa espalda? Un día tienes que pasarte por aquí para tomar café juntos, te lo he dicho un millón de veces. ¿Qué tal está tu hija? Odiaba, a decir verdad, que le preguntasen por su hija, pues cualquiera que de verdad estuviese interesado en saber de ella sólo tenía que dirigirse a la plaza del tal Nura, entrar en la academia, y preguntar por la maestra Zache. Era sencillo. Suerte que había aprendido a ignorar la acidez que antaño le quemaba por dentro al oir vanidades como aquellas.

Sofocado por el rápido paseo uno, emocionado por la perspectiva de nueva madera el otro, ambos llegaron finalmente al lugar donde se encontraba el muelle con el mar. Una franja alargada de puerto demasiado grande para abarcarla desde allí con la vista, al otro lado de la tumba del Turco. Los astilleros eran el origen de aquella microlópolis improvisada, aquel resumen del mundo, y en ellos se respiraba un ambiente que, si no se tuviese en cuenta que hablamos de la ciudad púrpura, habría resultado a todas luces demasiado ajetreado para aquella hora del día.
-¿Cuál de todos estos es el barco en cuestión? – la voz del carenero estaba cargada de excitación controlada.
-Aquel bergantín de allá, la Vieja Simplégade. – El nombre encendió una pequeña luz en lo más profundo de la memoria del viejo, una candela muy débil que no conseguía fijar con exatitud.
-Chico, puede que lo disimule bien, pero no se si te has percatado de que estoy ciego, tendrás que llevarme hasta él.
-Eh… claro, claro. Qué estúpido soy. Sígame – dijo el marino enebrando su brazo con el del viejo, llevándolo sin mayores ceremonias al encuentro del paciente. Una vez allí, el carenero se soltó y se quedó inmóvil, sintiendo. El aire que rodeaba a la Vieja Simplégade estaba viciado por una cacofonía de ultrasonidos que contaban todo tipo de detalles de cuantiosos viajes a una frecuencia que la mayoría de personas aprenden, por decirlo de alguna manera, demasiado pronto a ignorar. Los crujidos de la madera, el aletear de las velas, el choque de las poleas metálicas, todo componía una sencilla canción que el viejo sabía desentramar muy bien. A su lado, el joven se mantenía expectante.
-¿Y bien? ¿Cuánto tiempo necesitará? – preguntó el chico con cuidado, temeroso de interrumpir algo que parecía condensar toda la seriedad de varios kilómetros a la redonda. El carpintero no respondió. Se mantuvo en el mismo sitio durante unos pocos instantes más hasta que, impulsivamente, caminó hacia el borde del muelle y se dejó caer en el agua, dejando atrás un mundo de oscuridad eterna, unas tinieblas salpicadas por la expresión de absoluta sorpresa que se había instalado con celeridad en la cara del marino.

Sumergido de lleno en la obra viva dirigía su mirada analítica y ávida de historias hacia el escenario de su libertad. Cada vez que atravesaba la tensión de la superficie sus ojos volvían a la vida, el cobre de sus nervios despertaba y se adaptaba lentamente a un uso al que, por naturaleza, no estaban acostumbrados. Allí abajo las manos que le oprimían las retinas se relajaban y cedían a los tonos verdes y azules permitiendo el relevo de la fragua, el descanso de una piel sobreesforzada. Cuando el agua envolvía a los otros cuatro, el sentido ausente recuperaba la hegemonía y el orgullo arrebatados permitiendo que la luz filtrada desde el exterior fuese el único compañero necesario para volver al escenario de sus viajes. Veía ahora las curvas bien definidas del casco del bergantín, las vetas marcadas por innumerables leguas de travesía, por el azote de tempestades, por rugido de bestias marinas. Fue poco a poco, con paciencia, por cada una de las vetas de la carena, leyendo lo que querían, o podían, contarle, recopilando datos para poder elegir la más especial, aquella que trasplantaría. Sus ojos habían adquirido ahora un intenso color verdoso y veían imagenes donde otros solo alcanzaban a ver decrepitud. Viajó por todo el mundo en un momento. Se vio en la vieja Constantinopla, en la bahía de Hanoi, en el cabo de Hornos, en Jamaica, Alaska y Kamchatka, en costas pedregosas, en playas infinitas de arenas claras. Entre tanto viaje se dio cuenta, por fin, de que era lo que su memoria le gritaba sordamente desde que sintió por primera vez al barco. La Vieja Simplégade había sido construida, como confesaban sus vetas, con parte de la madera del barco del viejo Cianeo. Esto va a complicar mucho las cosas. Sintió una presión sobre el pecho intensísima, un levantamiento en armas que venía de dentro, un corazón que había vuelto a latir con la fuerza de la juventud, había recuperado las armas del pasado para enfrentarse a un presente que, al menos durante los próximos días, iba a ser capaz de enfrentarse en igualdad de condiciones a la fuerte oscuridad del aire.

Desorientado, el lector de la carena salió del agua y se aupó con esfuerzo al muelle, rechazando la ayuda ofrecida por el joven, que había perdido toda capacidad de hablar, literalmente la sorpresa le había comido las palabras de la boca.
-Tres días, ni uno más, ni uno menos – dijo el viejo. – ¿Te ha comentado alguien mi tarifa?
-De echo, sí. Una lata de café antes del trabajo. Uno de los listones curvos del casco sumergido después. – El joven no pudo evitar que sus propias palabras le sonaran extrañas a sí mismo. Vaya forma de cobrar rara.
-Bien, pues si me das mi lata ya, podemos empezar a contar los tres días. – La perspectiva de nuevo café le hacía sentirse como un niño con juguetes nuevos. El joven subió corriendo al barco y a los pocos instantes volvía, sudoroso, con una lata azul en la mano.
-Aquí tiene. Sin duda, este es especial. Blue Mountain, el hijo pródigo del caribe, el tesoro de Jamaica - recitaba el marinero mientras le tendía el tesoro al carenero. Hacía muchos años desde la última vez que el viejo saboreó por última vez una taza de Blue Mountain. Sumido de nuevo en su oscuridad particular, abrazado a la lata, hubiese llorado si su ajado orgullo no se lo hubiese impedido. Esto revivirá pasajes hace ya mucho tiempo olvidados…
-Gracias… – dejó caer mientras se daba la vuelta. – Hasta dentro de tres días.
-¡Espere, al menos dígame su nombre para poder transmitírselo al capitán! – dijo el chico. El carenero se detuvo un momento y suspiró. Luego dijo, sin más – Mi hija dice que me llamo Wesh.

Extasiado, de vuelta al rellano, Wesh sacó del bolsillo las llaves. Antes de abrir, acarició con la mano las maderas de la puerta. Un bosque de los cárpatos. El casco de la Aguja del Sol. La cama de un rey olvidado. La suma de las vetas relataba pasajes que, aunque inconexos, resumían una interpretación historiográfica que el viejo carpintero sentía como propia. Tras abrir, se adentró de lleno en su soledad, en la oscuridad más absoluta de la casa. Un día tengo que recuperar aquel proyecto de inundar toda la casa, pensó entre sonrisas. No iba a perder más tiempo, así que se dirigió con decisión a la cafetera. De camino sorteó muebles de todo tipo, vetas de todos los orígenes imaginables. Todo en la casa estaba construido de fragmentos. Vivía dentro de una historia. Una historia que sólo él sabía interpretar, y que era lo único, a parte de la maltrecha relación que mantenía con su hija, que le mantenía atado a unas tinieblas que de cualquier otra forma hubiesen resultado inaguantables. La mesa aportaba, a su manera, relatos de un taller antiguo, el segundo piso de alguna casa del este, la ventana de un hospital tenebroso. Una vez preparado y servido el café, Wesh se sentó y volvió a asomarse al calor insondable. Bebió, un poco después, y una lágrima corrió, libre ya por fín de orgullos estúpidos, por la llanura socavada de su anciana mejilla. Saboreando con cariño la negrura líquida, permaneció durante largo tiempo dejando que los otros cuatro decidieran donde iba a colocar la que, sin duda, iba a convertirse en la pieza clave de su colección. Tenía que elegir el mejor lugar posible para el esqueje que iba a traer de la Vieja Simplégade, procurandole las condiciones óptimas para que unas vetas tan cargadas de historia pudieran enraizar con solidez en una historia que había perdido la noción de de dónde venía pero que poco le importaba a dónde iba.

Upeando: Va, comentadme un poco! No me vendrían mal unas pocas críticas, que nunca me comentais nada XD
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