El presente de hoy es un lugar de ruidos, de flujos descontrolados, de ignorancia y individualismos mal entendidos, de una lucha diaria entre los olores frescos de una naturaleza olvidada y los vapores que rezuman desde debajo de la alfombra, de los pliegues de la civilización y las fallas tecnológicas que tupen con su velo la dura verdad en que se cimenta la realidad. Y de luces. Sobretodo de luces. Tantas luces y tanta luz que es imposible ver más allá de una pupila, condenando los ojos a una bidimensionalidad forzosa y forzada inquebrantable. Miradas hechas de reflejos. Una vista unidireccional, siempre hacia adelante y nunca hacia dentro, personas que no se cuestionan a sí mismas y simplemente engrasan con su sudor la maquinaria de la ciudad contemporánea. Si pudiese acordarse, diría que las cosas ya no son lo que eran, pero los recuerdos son algo que ya ha aprendido a olvidar a base de esfuerzo, aunque en medio de tanta descontextualización permanece la baliza constante de una sensación.
Todo ha cambiado demasiado rápido en demasiado poco tiempo.
No sabe cómo, pero lo sabe. Bueno, sí lo sabe, al fin y al cabo vivió antes de dormir.
Giras a la izquierda. Giras a la derecha. Dejas atrás tres calles a un lado y un gran edificio gubernamental al otro. La goma de las zapatillas se desgasta a cada paso, dejando un rastro imperceptible por los heterogéneos pavimentos de la ciudad. El asfalto es el que más goma arranca de las suelas. El empedrado es su favorito porque nota la forma de las piedras clavándosele en la planta de los pies.
Este es el tipo de cosas en que piensas cuando no piensas en nada.
Sigues hacia adelante y te fijas en los ojos con los que te cruzas. En las ropas. En la forma en que caminan. Miras hacia esa tienda, a ese coche. Sigues caminando. Pie izquierdo. Pie derecho. A veces no notas que estas bajando. Casi siempre notas cuándo estás subiendo. Las horas pasan y los colores oscurecen. Un barrio tras otro acuden al velatorio improvisado del tiempo, con el reloj exhibido a féretro abierto.
Este es el tipo de cosas en que piensas cuando caminas sin rumbo.
Palpas los bolsillos: cartera, teléfono y llaves siguen en su sitio. Piensas en qué pasaría si esa persona que viene de frente intentase atracarte en este callejón estrecho. Miles de posibilidades estallan en tu mente. Héroe. Cobarde. Inteligente. Resolutorio. Muerto. La consciencia como un cine en el que espectador y actor son dos caras de la misma moneda. Capacidad crítica explosiva. Te ves a tí mismo como si fueses lo ajeno. El otro personaje de la película, finalmente, pasa de largo, sin más. Ni siquiera te mira. Desechas el guión y sigues adelante.
En este otro tipo de cosas piensas, sin más.
Le gustaba escribir cosas en el cuaderno que le dieron al salir del hospital.
-Escriba un poco cada día – le dijeron – sobre cualquier cosa: pensamientos, sentimientos, ideas. Haga un diario. Escriba cuentos. Un poquito cada día quizá le acabe devolviendo el pasado.
Eran unos esfuerzos curiosos los que todo el mundo parecía impostar a su supuesta recuperación, todo eran ideas, métodos, consejos. Haz esto y recordaras. Prueba con esto otro y poco a poco volverá todo. Eran curiosos porque nadie le preguntaba nunca si quería o no recordar.
No, no quiere recordar.
No sabe bien por qué, pero el retorno de los años no parece, en principio, una buena idea.
No sabe cómo, pero lo sabe.
Y escribe. Pensamientos, sentimientos, ideas. Diario no, para él los días no existen.
En el sandwich de papel encolado con cubiertas de cuero falso rígido se cuecen palabras inconexas, aleatorias, pero en su experimentación de variables caóticas también hay constantes. O, mejor dicho, una constante: la luz. El regalo de la oscuridad.
A veces hace falta perderlo todo para valorar lo básico.
Todos caminan en una franja intermedia, ajenos al suelo, ajenos al aire y al cielo. Como las bandas negras de esa autopelícula tapando de cejas para arriba, de nariz para abajo. Los pies flotan. Las manos flotan. El cuerpo flota. Sólo importa lo que hay por delante.
Tengo que cambiar la ciudad. Tengo que devolverle una dimensión perdida. Tengo que pararla. Tengo que apagarla.
Lo llamaban contaminación. En este presente había, por lo visto, muchas contaminaciones diferentes, según los gustos. Contaminación del aire, del agua, de la comida, de la conciencia, de la economía, del gobierno, de las ideas. Contaminación lumínica.
Esa es la base, piensa mientras camina.
Ese es el tipo de cosas en que piensa en este momento, en ese lugar.
Las herramientas son frías para que no se planteen su existencia. El acero helado de unas cizallas contra las palmas de las manos constituye el primer acto de la película de hoy. Sesión única. Si la luz está contaminada, todo está contaminado. Si la luz es lo que contamina, todo está contaminado. Es una ecuación sencilla. Primer miembro, demasiada luz. Segundo miembro, bandas negras. Si quita la luz, las bandas negras compensan marchándose por el mismo lado. O esa es la idea.
El chasquido del candado al ceder ante el mordisco de las cizallas le acelera el pulso. El corazón desbocado le llena la boca como una buena cena familiar: asado, ensalada, patatas gratinadas. El postre de la abuela, demasiado dulce, pero nadie tiene las entrañas para decírselo. Al otro lado de unos pasillos oscurísimos está su objetivo. Parecen la antesala de lo que va a ocurrir. El clímax de una película que hoy se estrena en exclusiva. Avanza. Gira. Avanza. Avanza. Avanza.
No se en que tipo de cosas piensa en ese momento.
En torno a la central eléctrica, la noche se tupe de hormigas trajeadas, de piernas insconcientes, de sueños rotos. Ante él, el receptáculo de su plan. Un generador, o algo así. Sabe que es ahí.
No sabe cómo, pero lo sabe.
Las cizallas mutan en objeto contundente. Asesinas de la luz. Portadoras de la oscuridad. Un gran y sonoro clonc. Otro clonc. Un último clonc más. El aire oscuro y cargado de los pasillos de la central parece expandirse sin límite hacia el exterior, engulliendo la ciudad a su paso. Barrio tras barrio, en orden acelerado, se unen al desfile de las tinieblas.
Curioso cómo la oscuridad trajo la difuminación del espacio. Curioso porque también desapereció el tiempo.
Miles de hormigas paralizadas al unísono. Silencio unánime. No se han dado cuenta, pero todo el mundo mira hacia arriba. No se han dado cuenta, pero habían olvidado hace mucho tiempo que, mucho antes que ellos, estaban ellas. Un mucho antes en tiempo geológico, no antropológico. Millones de millones de millones de años.
Y las habíamos olvidado.
Sólo porque algo no se vea no significa que no esté.
Aquella noche volvieron las estrellas. Aquella noche volvieron los sueños. Aquella noche, el apagón devolvió la luz a la ciudad. Aquella noche, las hormigas recordaron hacia donde caminaban. Aquella noche las cejas se difuminaron, volvió el suelo. Los pies pisaban piedra, los ojos se clavaban en el negro. Aquella es la constelación de Stragos, y esa otra de allí es el Tuerto. Seguramente no sepa cómo, pero lo sabe.
Corre y escapa. Se ríe. Suda. El vello se le eriza. Corre por la ciudad. Corre bajo las estrellas.
Paz en un mundo de guerra. Silencio en un mundo de luces.
Aquella noche no había adelante. Aquella noche no hubo atrás. Aquella noche, lo que siempre estuvo allí volvió. Como él.
Esto no lo sabe.
Mejor así. Mejor que no recuerde.
Aquella noche, todos miraban hacia arriba.
Alexander, tarde o temprano, por desgracia, recordará.
Sabe cómo lo sabe, pero esto no lo escribe.