No la he llamado y sin embargo viene, quizá me ha oído decir algo en sueños. No puedo quitarme de la cabeza una melodía de Mozart que he estado escuchando todo el día. En mi mente juego a ser el director de orquesta, todos los instrumentos me obedecen y la sinfonía se mueve al son de mi batuta, de pronto acelero el compás, de pronto lo hago más suave.
Se asoma por la rendija de la puerta entreabierta, la miro de reojo y entra, en sus manos lleva una incómoda silla de mimbre.
- Vengo a hacerte compañía. - me dice con dulzura-
- No hace falta, estoy bien, ve a dormir, es muy tarde.
Se acerca, me toca la frente con la palma de su mano y exclama:
- ¡Dios mío estás ardiendo!
- Sí, tengo calor
- Ponte el termómetro - me ordena con suave autoridad-
Obedezco y me lo pongo, suelto un gruñido porque el cristal está demasiado frío y ella se echa a reír.
- ¡Quejica! Vamos póntelo
Retira las mantas y me desabotona la parte de arriba del pijama.
- ¡Estás empapado! ¡¿Por qué no me has llamado?!
Cuando el mercurio marca treinta y nueve con algunas décimas ella se va a la cocina con cara de seriedad. Al rato vuelve con un cazo y un paño que humedece en él. Pone el trozo de tela en mi frente y empiezo a tiritar. Está templado pero al contactar con mi piel se vuelve ardiente.
Ella desliza su mano por mi pecho y mi vientre. Me estremezco, quiero tocarla pero mis miembros están agarrotados, mi nuca rígida, estoy exánime. Cómo me mira, en ese momento sé que lo daría todo por ella.
Cada poco tiempo retira el paño de mi frente, lo estruja, lo vuelve a empapar en el cazo y de ahí a mi cabeza de nuevo.
- Elisa, tengo miedo.
- No lo tengas, estoy aquí contigo.
En ese momento me abraza y la puedo sentir toda. El perfume del día anterior, su piel suave, su melena dorada...
Haciendo un gran esfuerzo la abrazo. Cada movimiento que hago es castigado con miles de escalofríos. Mi ardiente mano toca su cabellera anillada, recorro todo su rostro, sus orejas, su barbilla, su nariz perfilada…
- Apaga la luz -le digo con suavidad-
Me obedece y se sienta en el borde de la cama junto a mí. Me besa en el cuello, en las mejillas, en la frente. Cada beso es un bálsamo cálido en mi tórrido cuerpo.
Se hace el silencio en la pequeña estancia. No se oye nada salvo mi corazón palpitante de amor y de fiebre.
De vez en cuando los faros de un coche iluminan la habitación con un fogonazo. La luz pasa a través de las cortinas y éstas la filtran convirtiéndola en un haz blanquecino y uniforme.
Durante ese breve espacio de tiempo, parecemos dos estatuas cogidas de la mano unidas por la silueta de la eternidad.
El libreto se cae de la cama, dejo también el bolígrafo caer y aún febril, sé que lo daría todo por ella, si ella existiera.