Estamos en la Edad Media. En tiempos tan duros como corren, Eduardo ha decidido que no quiere ser ni campesino ni caballero, ha decidido ser juglar. No es algo que haya pensado como oficio, simplemente le llena mucho coger el laúd y cantar historietas que va contemplando por ahí. Así que Eduardo se pega diez años de su vida vagabundeando por aquí y por allá, viviendo con unos y con otros, cantándoles a unos lo que ha aprendido con los otros, y viceversa. Tiene problemas y dudas existenciales, como cualquier hijo del vecino, pero le va bien. Es bastante feliz.
Seguimos estando en la Edad Media. En tiempos tan duros como corren, Pedro, Fernando y Alfonso han decidido que de mayores quieren ser caballeros. No es algo que hayan pensado como oficio, simplemente les atrae la idea de enfrentarse a desalmados malhechores y terribles dragones de los que escupen fuego, cortándoles la cabeza y celebrando sus victorias con grandes cenas en las que todo el pueblo alabe sus intrépidas hazañas. Así que se pegan diez años de su vida cabalgando por el mundo a la espera de encontrar ese desafío que les hará grandes y famosos. Pero Pedro, Fernando y Alfonso tienen un problema... El mundo no es tan peligroso como les habían contado, no hay tanto malhechor ni tanto dragón suelto por ahí y no tienen nada contra lo que empuñar sus nobles espadas. (Bueno, en una de estas encuentran un dragón enorme que atemoriza a todo un pueblo, pero deciden que es demasiado peligroso y se marchan a la espera de encontrar algo más asequible.)
Un día, Pedro, Fernando y Alfonso encuentran a un grupo de gente arremolinada alrededor de un tipo que canta unas canciones muy bonitas, relatando lo que ha visto en sus viajes. Como muy bien has pensado, este individuo es Eduardo, el juglar. Se aproximan y se unen a la multitud que escucha atentamente las canciones de Eduardo. Pedro, Fernando y Alfonso no entienden mucho, pues Eduardo es una persona de mucho talento y escribe unas canciones un tanto sarcásticas, que entienden mejor las personas que están un poco por delante del tiempo que les ha tocado vivir (no es el caso de nuestros tres caballeros); pero se les ocurre casi a la vez una manera de sentirse útiles para los demás y así verse reconocidos de alguna manera por los suyos. Cuando Eduardo acaba su recital, la multitud aplaude emocionada y se dispersa poco a poco, hasta que sólo quedan Eduardo y los tres caballeros. Pedro, Fernando y Alfonso se acercan a Eduardo y elogian su creatividad. Eduardo les agradece las alabanzas muy cortésmente y coge su laúd dispuesto a seguir su marcha. Pero los tres caballeros le interrumpen y le proponen un pequeño negocio que, dicen, resulta interesante para él. Comentan a Eduardo que está desperdiciando el don que Dios le ha regalado y que ellos tienen la solución. Acompañarán a Eduardo en sus viajes y pedirán una pequeña cantidad de oro a todo aquel que quiera escuchar sus recitales. Como son caballeros fuertes y con cierto poder, Eduardo no deberá preocuparse de nadie que rechace la oferta, pues todo aquel que se empeñe en escuchar sin pagar será castigado duramente y obligado a marcharse después con viento fresco. Eduardo ríe y les agradece el interés, pero dice que él hace canciones porque le gusta y que se siente suficientemente recompensado cuando la gente se arremolina alrededor suyo y escucha sus canciones durante un rato. Luego se despide con amabilidad y hace ademán de continuar, pero los tres caballeros vuelven a interrumpirle. Parecen enfadados, dicen que Dios le ha entregado un don con el que poder ganarse la vida y que así lo quiere, y dicen también que no hacer caso de la palabra de Dios es sacrilegio y que harán como que no han escuchado tales palabras, pero que no quieren volver a oír semejantes comentarios saliendo de su boca. Eduardo les explica que no necesita oro a cambio de sus recitales para ganarse la vida, que ya va realizando pequeños trabajos allí donde va y que le es suficiente para vivir y componer, pero los tres caballeros han sacado ya las espadas y las tres apuntan firmemente al gaznate de Eduardo. Eduardo comprende que no tiene opción. Eduardo emprende la marcha cabizbajo seguido de los tres caballeros.
Días más tarde llegan a un pueblo y Eduardo se dispone a dar uno de sus recitales en la plaza mayor. Mientras tanto, los tres caballeros han montado guardia alrededor de él y han dado aviso del precio por ver tocar a Eduardo. Eduardo comienza a cantar. Como siempre, Eduardo cierra los ojos y se deja llevar mientras toca el laúd. Permanece así durante todo el recital. Al cabo de una hora, Eduardo abre los ojos y despierta de su agradable trance musical para descubrir que en toda la plaza hay en total cuatro personas escuchándole, además de los caballeros. Por primera vez desde que empezó a tocar para los demás, Eduardo se siente terriblemente infeliz.
Los días pasan y Eduardo marcha de aquí para allá, seguido siempre de sus fuertes benefactores. Las ocasiones en las que los caballeros tienen que sacar sus espadas para disuadir a la muchedumbre alrededor de Eduardo se hacen cada vez más constantes, las peleas entre los caballeros y la multitud que quiere escuchar a Eduardo aumentan alarmantemente día a día, y Eduardo experimenta cada una de estas situaciones con terrible ansiedad. Con el tiempo, Eduardo se queda poco a poco sin nada qué decir.
Mientras tanto, en los pueblos de alrededor se va filtrando la noticia de unos temibles caballeros que protegen a un excelente juglar, y mediocres juglares de muchos pueblos empiezan a soñar con llegar a tener algún día semejante protección, con la que poder llevar una vida cómoda, sencilla y llena de placeres, recibiendo oro a cambio de cantar sus canciones. Un día, uno de estos juglares se encuentra con Eduardo y sus benefactores. Durante un recital de Eduardo, que por cierto son recitales cada vez más apagados y vacíos, el juglar paga lo correspondiente a los caballeros y aprovecha la ocasión para hablar con ellos. Les propone acompañar a él y más juglares que se han reunido en sus andanzas por el mundo, de la misma forma en que acompañan a Eduardo. Los caballeros meditan la proposición y deciden que puede ser buena idea. Los caballeros le dan la mano al mediocre juglar formalizando el pacto, el mediocre juglar sonríe, a Eduardo no lo escucha nadie.
Al día siguiente los caballeros dan la noticia a Eduardo. A partir de ahora marcharán con el grupo de juglares y él seguirá el rumbo que desee. Eduardo parece recobrar la felicidad pero no le da tiempo, los caballeros le recuerdan las escrituras divinas y le dicen que estarán informados de lo que hace durante sus viajes mediante las gentes del lugar. Le prohíben dar recitales sin cobrar nada a cambio. Le aseguran que se encontrarán cada cierto tiempo y que reclamarán la parte que les corresponde. Eduardo les dice que si no van a estar con él, no pueden protegerle y, por lo tanto, no les corresponde parte alguna. Ellos dicen que la protección no es el asunto, que el asunto es La Gracia de Dios que le ha otorgado el poder de crear y que ya sabe el resto. Eduardo piensa que menuda Gracia, pero se calla. Después, los caballeros se marchan.
Días más tarde, al grupo de juglares mediocres y a sus benefactores les va estupendamente bien. Pues estos juglares no tienen la visión de futuro que tiene Eduardo y cantan canciones que comprende fácilmente un pueblo entero, y saben como impresionar a la multitud para que pague la cantidad exigida a cambio de escucharlos; aunque sus recitales no transmiten a esta multitud ni un ápice de la emoción que transmitían los de Eduardo, aunque esta multitud no supiera concretar a qué era debida esa emoción. Eduardo mientras tanto recorre pueblos de aquí para allá, teniendo siempre en mente la amenaza de los tres caballeros aunque de vez en cuando se deja llevar y toca donde le viene en gana sin preocuparse de las represalias. Las canciones de Eduardo adquieren poco a poco tintes todavía más irónicos, criticando así la confusión que nota en su alrededor de una forma cada vez más sutil.
Un día, Eduardo, medio trastornado por el trance en el que se encuentra después de dar el recital más emocionante de su vida en una plaza a los ojos de todo un pueblo, se encuentra con Pedro, Fernando y Alfonso y su grupo de mediocres juglares, y les dice mirándoles alternativamente a los ojos que pueden hacer con él lo que quieran, que no está dispuesto a dejar de hacer lo que le gusta por miedo a unas personas que no han sabido comprender el mundo en el que han vivido. Fernando, enardecido, saca la espada y en nombre de Dios le corta la cabeza. El cuerpo descabezado de Eduardo queda en pie unos segundos y luego cae.
Estamos en la Edad Media y aún quedan muchos años en la historia de la humanidad para que la gente comprenda el mundo en el que vive. Mientras tanto, se seguirán cortando las cabezas de muchos Eduardos.
Por lo que respecta a la historieta, al grupo de mediocres juglares y a sus temibles benefactores les siguió yendo fenomenal; al menos aparentemente, pues poco a poco fueron muriendo todos y cada uno de puro aburrimiento y vacío existencial.