Aquí dejo otra de las cosas que tengo escritas. Esta tiene algo más de tiempo, pero me he decidido a ponerla. Ya os advertí que el tema de la guerra es una especie de obsesión para mí.
LAGRIMA
El hombre de la barba oscura observaba al extraño a través de la jarra de cristal que aguantaba sobre sus labios; había permanecido inmóvil desde el principio, con el rostro escondido bajo una capucha que encendía de tinieblas todo su cuerpo. Suavemente dejó su cerveza sobre el tablón de madera antigua.
-Hacía muchos años que no pisaba esta tierra- dijo dirigiéndose al hombre encapuchado, aunque ya no le miraba-. Desde luego…no recordaba lo solitario que puede volverse Mincrado.
El encapuchado giró la cabeza para observar el exterior de la taberna. Todas las calles se hallaban desiertas, ardientes y silenciosas bajo un enigmático sol de invierno; todas las casas destruidas, como si Dios hubiese besados sus perfiles con labios de tormenta y de venganza. La única construcción que permanecía en pie era aquel bar, y en su interior estaban las dos únicas personas que rondaban Mincrado, bebiendo las únicas cervezas, besando las únicas jarras que parecían derretirse bajo la espuma, amargando aún más su sabor.
El hombre de la barba oscura llenó de nuevo su cristal y, con cierta vacilación, el de su compañero.
El extraño se inclinó sobre la mesa y por primera vez habló. Su voz era áspera y hueca, cálida y distante como un abrazo y hielo. Con un gesto rápido apartó la capucha dejando su rostro a la luz. Era un anciano de ojos profundos y grises; visibles arrugas marcaban su rostro curtido, envejeciéndolo aún más y resaltando las pobladas y altas cejas que ensombrecían su mirada.
-Las cosas no han sido siempre así en Mincrado-dijo al tiempo que agarraba su bebida.
-¿Conoces bien este lugar?. Yo soy de aquí y no recuerdo haberte visto nunca por el pueblo, aunque es verdad que lo abandoné hace mucho…-dudó un instante-. Dios, hace tanto tiempo; ni siquiera había cumplido los veinte años.
-No nací en Mincrado, si es eso lo que pretendías averiguar, pero viví aquí durante un par de años.
-¿Ah, sí?, ¿en qué época?.
-Durante la guerra.
El hombre de la barba oscura bajó la mirada hacia sus botas. Notaba el líquido caliente entre su sangre, y supo que pronto le invadirían los primeros síntomas de embriaguez.
-Una época triste-susurró alzando la vista, sin centrarla en ningún lugar en concreto.
El anciano asintió
-Fueron años amargos, es cierto, años de absoluta desolación, pero me vi obligado a permanecer aquí a pesar de todo.
-¿Te viste obligado?
-Eso es- el anciano hablaba con una tranquilidad casi alarmante-. Yo recojo los agrios frutos de la guerra.
-Me temo que todos los recogimos en aquellos años. Fueron tiempos que afectaron hasta aquellos que rezaban por la paz en sus templos de plata oscura. Incluso más a éstos, ya que fueron los únicos que caminaron entre las armas con las manos descubiertas, quizás creyéndose aún en su inservible guarida de cristal, pero…
El hombre de la barba oscura bebió un trago de su cerveza.
-Pero las bestias la atravesaron. Su rugido demolió los muros de su fortaleza inexpugnable, donde juraron guardar en silencio los secretos de la muerte y del dolor.
Sostuvo un tiempo la jarra a la altura de su barbilla y la dejó suavemente sobre la mesa.
-Te ruego que perdones mis palabras en esta tarde-dijo con una leve sonrisa-. Creo que el alcohol ya ha empezado a hacer de las suyas.
El anciano le miró fijamente, como si pretendiera atravesarle.
-En ese caso tienen doble valor. Si es la cerveza quien habla, entonces cuando desaparezca en nuestra garganta será como si nunca hubiésemos hablado. Así es como debe ser, pues así es como habla el corazón: con el silencio, con palabras hirientes que jamás serán oídas ni pronunciadas.
El hombre de la barba oscura agrandó aún más su sonrisa.
-¿Cómo te llamas, amigo?-preguntó con cautela.
-¿Tiene eso alguna importancia para cualquiera de los dos?- sus ojos parecían divertidos, pero su rostro permanecía firme.
-Supongo que no. Sólo quería saber si tu nombre me resultaba familiar. Después de todo, hemos vivido aquí durante los mismos años.
-Seguramente no me conocías, por aquel entonces no me dejaba ver muy a menudo. Sin embargo yo sí te recuerdo, recuerdo tus ojos en la noche, encendidos como astros; también recuerdo el fruto que recogí de tu corazón, uno de los más amargos que sembró la guerra. Fue una carga pesada que casi me derrumba, y a cada paso que daba un nuevo saco se unía al tuyo, los mismos ojos encendidos se sucedían en cada esquina, con el mismo peso aguardando a sus espaldas.
El hombre de la barba oscura llenó su jarra y observó a través de la ventana que tenía a su derecha. De pronto el cielo había enrojecido; no con un rojo crepuscular, pues aún era temprano, sino con un escarlata maldito, silencioso y profundo, sobre todo profundo, expandiéndose sin límite alguno hacia el final del camino, hacia el final del rostro sin nombre hasta los ojos de luz, ojos preñados de muerte que miraron perdidos su propia desolación.
-Fue una noche hermosa, ¿no te parece?- el anciano parecía estar leyendo su pensamiento.
El hombre de la barba oscura bebió furiosamente y recordó el horizonte en esa tarde. Cómo le sorprendieron los colores que plagaban su contorno, y cómo se mezclaban en el interior desembocando en matices impensables.
-Es la belleza que entraña la muerte-continuó el anciano-, una gota de piedad entre la devastación, pues en sí misma la muerte puede ser inmensamente bondadosa, pero si la invocan las armas sólo se convierte en horror.
El hombre de la barba oscura observaba fascinado su mediada jarra de cerveza, pero repentinamente la elevó en el aire.
-Brinda conmigo, compañero-dijo con voz cascada-. Esta noche va a ser muy larga para mí.
El anciano alzó su bebida.
-Será larga para los dos.
El hombre de barba oscura asintió con la cabeza.
-¡Por todos los que cayeron!-exclamó.
Ambas jarras chocaron violentamente.
-Por los que se salvaron- corrigió el anciano-. Me temo que son ellos los que más necesitan de un brindis como éste.
-Entonces que sea así- de nuevo se sorprendió mirando a través de la ventana, esta vez centrando su atención en el reflejo de su compañero en el cristal. Allí estaba su madre, dibujada con una perfección turbadora, más viva en el espejo que el propio anciano. Sin embargo no le sorprendió en absoluto, de alguna manera supo que allí vería su antorcha, al igual que, 56 años atrás, el niño también supo que aquella antorcha se extinguía. Luego surgió su padre, con las mismas lágrimas de entonces congeladas sobre su pecho.
-¿Me dirás ahora tu nombre, amigo?- preguntó volviendo la cabeza.
El anciano se acomodó en su asiento, y por primera vez en toda la tarde sonrió. Lo hizo de manera abierta y sincera, con una sonrisa sumamente amable. Aferró el botijo de cerveza y llenó las dos jarras casi hasta los topes.
-Si te dijera ahora mi nombre, nuestra conversación cesaría de inmediato. Cuando me dejan intento ser un amigo, eso es todo.
-Es más que suficiente para mí. Ha sido una suerte haber encontrado alguien como tú para compartir esta velada.
-No es la suerte quien ha provocado este encuentro. A veces, la tierra teñida de sangre exige que nunca se la olvide para que alguien pueda expiar la culpa por ella.
-Entoces hagámoslo, limpiemos de muerte el aire de Mincrado.
El anciano volvió a sonreír, pero esta vez era una sonrisa triste.
-Ya lo hemos hecho- murmuró-. Nuestra absolución al fin ha llegado.
El hombre de la barba oscura alzó de nuevo su jarra, aún con más entusiasmo que antes.
-¡Por ti, amigo mío!-exclamó.
Dicho esto, sus ojos se perdieron por última vez tras los cristales. Había comenzado a llover en la noche. Era una lluvia silenciosa y profunda, pero así son siempre las lágrimas de guerra, derramadas cuando nadie puede verlas ni escucharlas, creadas en plena alma nocturna y expandidas a un viento que carece de sentidos, mientras imploran y gritan más fuerte que los propios cañones para que alguien las escuche y las recoja en su corazón. Lágrimas que surgen de ojos encendidos como estrellas y que apagan las antorchas más intensas, y más vivas. Lágrimas de azabache, difuminadas en el infinito; lágrimas amantes de la oscuridad; lágrimas que, tras haber enrojecido el día, se tornan grises y nocturnas.